jueves, 11 de abril de 2013

"En defensa de mi visita a Jerusalén"

"Ante un paisaje que despierta tanta resonancia en mi memoria, lo que sentía, sobre todo, era la serena certeza de haber hecho lo que tenía que hacer", dice el novelista español Antonio Muñoz Molina sobre su viaje a la Ciudad Santa. Estaba sentado al sol en la terraza de Mishkenot en una tarde de febrero, y las murallas de la ciudad vieja de Jerusalén, la agreste vegetación de la colina, el paisaje nebuloso detrás de ella extendiéndose hasta el Mar Muerto, me dieron la auténtica sensación de estar en Granada, mirando a la Alhambra. Uno o dos días antes - era difícil calcular las distancias en el tiempo – me había sorprendido, al salir del aeropuerto de Tel Aviv hacia Jerusalén, el verde de una pradera que parecía muy similar a los paisajes abiertos y fértiles de la Baja Andalucía. Y cuando las pendientes y rocosas laderas de las colinas empezaron a hacer su aparición en el camino de subida a Jerusalén, fue como si estuviera aproximándome a Granada desde Málaga o Sevilla. La familiaridad de los paisajes contrastaba y acentuaba la sensación de aturdimiento del desfase horario, el desplazamiento de los viajes muy largos. Estaba en Jerusalén en un día de primavera casi cálido, pero había dejado atrás el invierno de Nueva York menos de 48 horas antes. Había hablado con mi mujer a través de Skype y en la pantalla del ordenador ella me había mostrado la nieve que caía, lenta y densa, a través de una de las ventanas del apartamento. Cuando acabamos de hablar, al consultar mi correo electrónico o un periódico español me encontré con otras ramificaciones de mi viaje: decenas de mensajes habían invadido mi bandeja de entrada, la mayoría de ellos felicitándome por el premio que acababa de recibir en Jerusalén, y un cierto número de ellos, muchos menos, insultándome o tachándome de cómplice del sionismo y enemigo de la causa palestina, incluso sugiriendo que cuando di la mano del Presidente Peres, la mano que estrechó la suya acabaría manchada de sangre. Sin embargo, en esos momentos de tranquilidad en la terraza en Mishkenot, ante un paisaje que despierta tanta resonancia en mi memoria, lo que sentía sobre todo era una profunda tranquilidad, la serena certeza de haber hecho lo que tenía que hacer. No es que en ningún momento hubiera considerado la posibilidad de rechazar el premio o de no viajar a Jerusalén, sino que todo lo que había visto en la ciudad desde mi llegada, cada conversación que había tenido, larga o breve, con viejos amigos o conocidos recientemente, había reforzado la convicción que ya estaba muy arraigada en mí antes de que visitar Israel por segunda vez: a pesar de los malentendidos, los estereotipos, la malicia y el oportunismo de la política, los errores y los abusos de una ocupación que dura ya demasiados años, existe en Israel una sociedad que está viva, democrática, pluralista y abierta, en la que puedo reconocerme como ciudadano y donde hay mucha gente muy parecida a mí. Visto desde dentro de Israel, esto es algo obvio, por supuesto, casi insultantemente obvio. Sin embargo, no lo es para los muchos que están mirando desde fuera, o que parecen estar mirando pero no quieren ver, o que sólo ven lo que quieren ver. Si como español, me siento ofendido con tanta frecuencia por los estereotipos que abundan sobre mi país, ¿cómo puedo aceptar y repetir los que recaen con más peso aún sobre Israel? Así, en casi todas las entrevistas, ha sido necesario, aunque resulte casi indecente, repetir las razones por las que he dicho no a la idea de rechazar el Premio Jerusalén, dedicando más tiempo a esto que al incuestionable sí de un escritor que acepta y está agradecido por un premio otorgado anteriormente a algunos de los maestros que más admira en su profesión. ¿Sobre qué otro país tiene uno que explicar, como disculpándose, que muchos de sus habitantes son decentes, cultos, defensores del laicismo, del estado de derecho, de la igualdad entre hombres y mujeres, opuestos a la peligrosa mezcla del doble atrincheramiento que puede resultar del nacionalismo y la religión? Como ciudadano español que pasa una gran parte de su tiempo en los Estados Unidos, tengo cierto entrenamiento a la hora de explicar lo obvio y, a veces, en alguna de las entrevistas, se me ocurría que tal vez alguien la lea o la escuche y le ayude a desprenderse de algún prejuicio, a recibir algún tipo de información con la que no contaban antes. Me temo que tengo una necesidad incurable de enseñar. Me acostumbré rápidamente a anticipar una objeción. Hablando con un periodista europeo, decía que una de las razones para aceptar el premio y viajar a Jerusalén era mi convicción de que en Israel muchas personas apoyan una paz justa con Palestina y son tan críticos con los asentamientos como cualquier europeo progresista. Entonces, después de asentir, mi interlocutor me dijo: "Pero son una minoría cada vez más reducida". Así que me alegré de tener una respuesta preparada para la segunda o tercera entrevista: ¿Y qué si son una minoría? Más razón para permanecer a su lado. Eso no es nada nuevo para mí, ni para muchas personas como yo, y no es nada vergonzoso. De hecho, he pasado una gran parte de mi vida formando parte de las minorías. Algunas de las personas a las que más admiro en el mundo han tenido el coraje de defender, contra viento y marea, puntos de vista minoritarios en aquellos temibles momentos en que cualquier desacuerdo con la conformidad universal era calificado de traición. Los que se oponían a la dictadura franquista durante mi infancia y adolescencia no eran numerosos. Un puñado de sufragistas británicas de las que todo el mundo se reía fue el que inició la causa de la igualdad entre hombres y mujeres. Recuerdo el viaje a Jerusalén, y parece como si hubiera pasado mucho más tiempo desde que sucedió todo, acentuando mi pesar por haber tenido que ser tan breve. Tantas cosas, tantas imágenes, tantas conversaciones en tan pocos días, a veces conversaciones de tanta pasión e intensidad intelectual que me dejaban alterado, abrumado por el fervor de aprender. En el persistente invierno de Nueva York, recuerdo esos momentos bajo el sol, cuando se me empezaban a cerrar los ojos de sueño y me parecía como si estuviera mirando la colina bajo la Alhambra de Granada. Y recuerdo bajar la calle, en un paseo muy corto, entre un compromiso y el siguiente, y a un hombre que estaba en una parada de autobús y que se me acercó extendiendo la mano para que se la estrechara, agarrando con fuerza la mía y mirándome a los ojos. "Gracias por haber venido", dijo, y yo le di las gracias y me alegré todavía más de haber viajado a Jerusalén. http://www.haaretz.com/weekend/in-defense-of-my-visit-to-jerusalem.premium-1.513672