El llamativo rechazo que el último comunicado de la Santa Sede ha provocado en algunos ambientes debido a un presunto silencio pontificio sobre la crepitante situación venezolana invita a una reflexión que procure estar lo más desprovista que se pueda de situaciones previas que signifiquen condicionamientos sociales, políticos y culturales. No se trata de ignorarlos o evitarlos, pero sí de disminuir la posibilidad de que ellos dificulten e incluso inhiban leer una realidad que les excede.
La tarea consiste, por lo tanto, en articular una mirada más serena y profunda, pero sobre todo más real, sobre una cuestión de naturaleza eminentemente pastoral, que no impide considerar su impacto temporal.
De cualquier modo, los títulos morales de la intervención de la Iglesia Católica en asuntos temporales, en caso de grave lesión de los derechos fundamentales de la persona o cuando se encuentre en riesgo la salvación de las almas, siempre han sido discutidos, aun cuando sean legítimos desde su propia perspectiva. Se trata de una zona gris y siempre vidriosa, que abre espacio para la polémica.
Aunque el punto de partida ha de ser una lectura veraz de la realidad. Ahora se han conocido acusaciones de omisión, pero lo cierto es que el papa Francisco ha hecho personalmente y de manera pública en reiteradas ocasiones declaraciones sobre este problema en no menos de media docena de veces. En otras similares ha sido acusado de intervención política. Palos porque bogas, palos porque no bogas. Tanto Benedicto XV como Pío XII clamaron hasta el cansancio, pero vanamente por impedir las declaraciones de la primera y segunda guerras mundiales. ¿Cuándo es suficiente?
Anteojeras culturales
También resulta no menos llamativo en el caso un cierto fastidio con la persona de Francisco evidenciado en el punto, aunque en distinto grado, por personajes, ellos y ellas, para quienes cualquier dato religioso les tiene sin mayor cuidado. En primer lugar, porque son muchas veces extraños, no ya a la propia vida de la Iglesia Católica, sino aun a la más mínima experiencia de una categoría de fe.
Sin embargo, puestas en inquisidores de las a menudo malinterpretadas conductas francisquistas, estas personas se sienten con plenos derechos de impartir al Papa, con índice levantado y aires mayestáticos, sus propios criterios en una materia pastoral que les es obviamente no sólo desconocida sino también ajena. Para dictar cátedra, algún título hay que tener, empezando por el de la buena fe.
La crítica, hoy ya en tono de monserga, aunque se conceda que haya llegado el bendito pronunciamiento, pero tarde, vuelve sobre una más o menos velada, aunque antigua acusación de chavismo, formulada por quienes ven en el Papa la encarnación espiritual del tradicional populismo latinoamericano.
Hay que decir también que la mayor incisividad suele suscitarse especialmente en las vertientes más opositoras al régimen, que suelen estar radicadas, pero no sólo, en una derecha liberal inveteradamente opuesta a la doctrina social de la Iglesia. Todo ello nos coloca ante un escenario más amplio a partir del cual pueden comprenderse mejor esas actitudes destempladas.
Los colores de la realidad
En situaciones de crispación, como lo es la que está viviendo Venezuela, la paleta de colores, que es lo propio de situaciones marcadas por la heterogeneidad, se va irremisiblemente difuminando, y lo único que queda a fin de cuentas es el blanco y negro. Los complejos meandros de la realidad suelen sufrir en estos casos la encerrona de los extremos, para concluir en una disyuntiva implacable que de otro modo hubiera sido posible ahorrar y que se tiñe con el rojo de la sangre. Porque si toda muerte es un fracaso, mucho más dolorosa lo es cuando ella se multiplica con una guerra civil.
Este es el paciente esfuerzo de los constructores que a menudo quieren evitar lo peor, aun sufriendo la incomprensión de los contendientes. Viene a cuento aquí lo dicho por uno de los mejores conocedores de Francisco, el jesuita italiano Antonio Spadaro, para quien el Papa no es ideológico ni piensa en blanco y negro, ese conjunto bicolor tan propio de los nacionalismos y de los fundamentalismos, pero que no les es exclusivo.
Este talante incuestionablemente arduo signado por el diálogo se encuentra, como resulta evidente, más expuesto a las injusticias de las incomprensiones del facilismo. Pero también garantiza sin duda un tratamiento más humano y sobre todo más cristiano de la convivencia social, si se piensa que la escalada de la violencia no suele reconocer otro límite que la virtual aniquilación del contrario.
La superación de una redención individualista
Hay que advertir también otro elemento por el cual se reconoce en Francisco al Papa que ha leído aquello que pedía el Concilio hace más de medio siglo y que pocos concretaron, sencillamente porque no es fácil cumplimentar: auscultar los signos de los tiempos. Hay que tener buena vista para ver, aunque más no sea para mirar un poco más allá de nuestro propio mundo.
El pontífice, y quizás sea esta una de sus tareas más profundas emprendidas en la historia de la Iglesia contemporánea junto con el Concilio Vaticano II, está generando un cambio fundamental en la sensibilidad de los fieles católicos en el sentido de colocar a la dimensión social de la fe en el centro de la llamada nueva evangelización. Es decir, remitir a la fe a la pureza de su mensaje original, despojándola de sus excrecencias culturales.
Esta tarea de dimensiones colosales incluye el recate del individualismo o el retorno de la religión a la vida social y pública, después de haber atravesado una fase subjetivista de la cual llevará mucho tiempo desprenderse todavía y que es erróneamente interpretada como una politización de la naturaleza religiosa del mensaje. "Salva tu alma", leía en mis años infantes en carteles de la campaña bonaerense, pero así enunciada se comprende que esa frase no consiga expresar de un modo completo la alteridad esencial de la vida cristiana.
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Las críticas a Francisco de incursionar en política, que tantas animadversiones le ha significado y que el Papa despierta en alguna parte de los propios fieles católicos, si bien más que nada en su propia tierra, incluso también en el clero, se explica por varios motivos. En primer lugar, por los excesos de las amargas experiencias de una sustitución política de la fe en el último tercio del siglo pasado. Pero también por una cierta visión reduccionista, aunque inculpable, no menos real, respecto de la propia manera de entender el sentir genuinamente evangélico. El fundamentalismo, que no es un virus que solamente enferma al islam, no sería sino otra expresión patológica de ese mismo proceso más general en el cual estamos todos de un modo u otro incursos de una visión más plena de la dimensión religiosa de la existencia humana.
Desde luego que no es este un elemento, el de la significación de la fe en la escena pública, que pasa desapercibido para esas voces hostiles al Papa, cuajadas de invectivas aullantes, acaso plañideras, y las explica. Porque dicho cambio radical es también hoy erróneamente interpretado con una perspectiva poco abarcativa de una rica realidad, como un populismo político o un pauperismo teológico. Natural, porque nunca los cambios tan profundos han sido comprendidos desde un comienzo.
El silencio que habla
Finalmente, aparece aquí también un elemento muy tradicional de la vida diplomática, como son las gestiones reservadas, que no pueden dejar de considerarse en el caso, porque ellas han estado también muy presentes. Sin duda constituyen, a lo largo de los siglos, un capítulo precioso de la historia del pontificado.
Existe entre los teólogos una discusión sobre si es más efectivo el ejercicio de la denuncia profética para terminar con un mal o tratar de resolverlo por el camino alternativo del diálogo y la persuasión, una tarea para la cual se requiere, en primer lugar, la discreción, una virtud propiamente diplomática. Cualquier matrimonio lo sabe muy bien. Gritar puede calmar el deseo de ser escuchado o dejar tranquila la conciencia, pero resolver poco o incluso agravar un panorama crispado. Ambas actitudes tienen sus más y sus menos, pero ninguna de ellas puede ser declarada el único camino y la prudencia aconsejará en todo caso una u otra opción de acuerdo con el caso concreto, pero no es posible solucionar la cuestión con una sentencia de carácter general.
Tal vez debido a las circunstancias, el papa Francisco haya sido colocado en esta ocasión en el lugar de Pío XII respecto de su famoso silencio en el momento de la Shoah. El papa Pacelli padece, aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido y de un ponderable conjunto de evidencias que acreditan su falsedad, la acusación de haber callado sobre la persecución al pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial.
Como celoso pastor de su grey, Pío XII tenía como prioridad salvar la integridad de los católicos alemanes, porque la caridad empieza por casa. Después de convencerse de la inutilidad de la denuncia pública, él eligió el camino callado y oculto, pero perseverante y eficaz, de la salvación de personas concretas que en ponderable número fueron rescatadas del mal. De otra parte, fue el mismo Pío XII quien enfrentó con el mismo silencio la persecución peronista a mediados de los cincuenta, a pesar, como ahora ocurre, de las presiones opositoras al régimen, donde también, igual que hoy, el episcopado local mostró una actitud distinta, pero mucho más aún los laicos, verdaderos protagonistas como corresponde de la asonada militar.
¿Habrá pesado ayer en el ánimo del papa Pacelli, o acaso hoy en el del papa Bergoglio, que tanto en el peronismo como en el chavismo militaban políticamente sinceros fieles cristianos? En el deber de apacentar, un pastor mira el bien de todo el rebaño, pero también comprende que él se compone del bien de cada una de sus ovejas. Resulta oportuno recordar que un Papa no es un político o un empresario, aunque pueda revestir alguna de sus características, sino un pastor, y este carácter es el que mejor define la personalidad de Francisco.
El rezo y el mazo
No falta quien se ha apresurado a señalar que la continuidad de un conflicto supone el fracaso del mediador. Pero aparte de que el cardenal Parolin, secretario de Estado, ha aclarado suficientemente que no ha habido un papel propio de la mediación, cabe preguntarse: ¿Fracaso del Papa? Fracaso en todo caso de las partes. Buena parte de los comentarios que se han escuchado estos días evidencian en este sentido un desconocimiento, no sólo de los usos internacionales, sino del mismo quehacer de la Santa Sede.
Francisco ha recordado que, cuando nos encontramos frente a una situación de crisis, hay que considerar siempre que el estilo de la Sede Apostólica es el de una diplomacia proactiva y no solamente reactiva, en la que no se busca siempre dar la propia contribución. Si a veces esto no se logra, ello no es una excusa para descansar en la providencia divina, porque lo importante es, para un creyente, ponerse a rezar y a trabajar. A Dios rogando y con el mazo dando, como dice la sabiduría del pueblo cristiano que siempre mantiene, por sobre todas las contingencias humanas, un horizonte de esperanza.
El autor es director del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).