jueves, 17 de octubre de 2019

Contextos

 

La infantilización de la sociedad palestina 

 

Por Marcelo Wio 

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"En el retrato que los medios hacen de su sociedad, de sus líderes, los palestinos, como los niños, tampoco tienen más opción que sus acciones: la violencia ante la categórica iniquidad israelí. Sus actos están determinados desde fuera, ergo no son responsables. Un niño no es responsable ante la ley. Los palestinos, tampoco"
Existen varias formas de borrar la responsabilidad de un individuo o de un grupo de individuos. La más evidente es el silenciamiento de sus actos. Pero no es la única. Otra es la infantilización del sujeto, así como de sus acciones y motivaciones.
Estos dos métodos son a menudo utilizados por los medios de comunicación en español a la hora de informar sobre los palestinos en su cobertura del conflicto árabe-israelí.
La infantilización termina operando sobre el otro extremo, sobre el lector. Es decir, se convierte en el refugio o instrumento acabado del relativismo: quien observa, juzga, también es obligado a hacerlo desde la inmadurez que, en definitiva, requiere el relativismo. El imperio de las emociones precisa el relegamiento de la razón y que los hechos (parciales, desprendidos del contexto, manipulables) sean apenas excusas para anclar el relato, la doctrina. 
En su libro El olvido de la razón, Juan José Sebreli decía que el relativismo cultural “implica negar la existencia de verdades objetivas y conceptos universales, ya [sea] en la historia, las sociedades o el conocimiento”, de manera que cada cultura sea entendida “de acuerdo con su propio sistema de valores” y, podría agregarse, desde su propia narrativa, o mirada

Infantilización y relativismo

La infantilización funciona de manera similar al relativismo; o, más cabalmente, como una forma de aplicarlo. A fin de cuentas, como explicaba Mario Bunge, 
el relativista no siente la necesidad de fundamentar nada: se contenta con hacer una afirmación tras otra. Todo sería cuestión de ‘discursos’, nada sería cuestión de verdad ni, por lo tanto, de confrontar las ideas acerca del mundo con el mundo mismo
El niño tampoco tiene que fundamentar nada. Actúa como actúa porque es niño; porque responde a unos estímulos y condicionamientos. Es decir, hace las cosas que hace obedeciendo a las limitaciones de la edad y a los impulsos naturales. El niño, como tal, más allá de los cotos que va implantando el aprendizaje, no tiene más opción que ser niño. En el retrato que los medios hacen de su sociedad, de sus líderes, los palestinos, como los niños, tampoco tienen más opción que sus acciones: la violencia ante la categórica iniquidad israelí. Sus actos están determinados desde fuera, ergo no son responsables. Un niño no es responsable ante la ley. Los palestinos, tampoco. Son inimputables. Eximidos, incluso, de cualquier crítica, punto en el que sí difieren de un niño (como no sea de uno consentido, maleducado). 
A tal extremo se ha infantilizado dicha sociedad, que es el único grupo de personas en el que el estatus de refugiado se hereda de generación en generación: una perpetua niñez garantiza la subsistencia del conflicto.
La infantilización, además, permite justificar o contemporizar con la sistemática incitación al odio, la glorificación de la violencia y la utilización de los niños en el conflicto (como escudos humanos, medios para la propaganda o sujetos activos en el mismo). En definitiva, del lado palestino, todo es “cosa de niños”. Y, como en un giro al experimento del gato de Schrödinger, los palestinos están (como sociedad infantilizada a la manera de caricatura fraudulenta de pueblo originario oprimido, necesaria para anteponer a Israel) y no están (como parte responsable del conflicto –puesto que su obrar no es producto de su voluntad, sino un acto reflejo determinado por una circunstancia impuesta). 
Después de todo, como apuntaba el profesor John Kihlstrom, del Departamento de Psicología de la Universidad de Berkeley (Threats to reason in moral judgment), “el juicio moral sólo se aplica cuando el actor que es objeto de dicho juicio tiene una opción real, la libertad de elegir entre alternativas, y cuando sus elecciones producen una diferencia en su comportamiento”. El cuadro que se presenta es el de un pueblo sin opciones, para el que todo ha sido dispuesto, fijado de antemano, a sus espaldas. Un cuadro falaz donde, precisamente, faltan las decisiones del liderazgo palestino (comenzando incluso antes de su negativa a la partición propuesta por ONU). 
Los líderes palestinos evidentemente se han percatado de las bondades obscenas de este instrumento propagandístico: la figura del niño permite apelar a las emociones más fácilmente que a través de otras vías. Así puede entenderse la recurrente imagen de los niños palestinos al frente de los disturbios –como en muy pocas ocasiones se puede ver en situaciones conflictivas en otros lugares–, sus repetidos testimonios ante cámaras y micrófonos, tristes embajadores de una causa
En este sentido, Philippe Assouline (Manufacturing and Exploiting Compassion: Abuse of the Media by Palestinian Propagandaexplicaba:
La imagen de los palestinos como víctimas inocentes en apuros es el hilo conductor de toda la propaganda palestina, y ha sido la clave de su éxito popular. A través de la producción masiva de imágenes desgarradoras centradas en los niños, las ‘noticias’ escenificadas, la retórica manipuladora y la rígida censura, la propaganda palestina ha utilizado con éxito a los medios de comunicación para convertir a los palestinos en víctimas totalmente inocentes de la brutalidad israelí. Habiendo asegurado la empatía del público, y pasado por alto su razonamiento crítico al presentar a los palestinos como víctimas indefensas, la propaganda palestina ha (…) protegido a los palestinos de cualquier responsabilidad por sus opciones políticas.
(…)
Desde la ‘primera Intifada’, los palestinos han utilizado deliberadamente a los niños como soldados de a pie en disturbios hechos a la medida de la televisión, porque las imágenes de los niños vulnerables presentan de una manera más eficaz y duradera a los palestinos como desventurados Davides, independientemente de que los hechos estén de acuerdo o no.
Los medios de comunicación –parte fundamental de este mecanismo– amplifican sus mensajes y sus rostros, convirtiéndose en cómplices (involuntarios o no) de dicho abuso –instrumento de la propaganda que se ofrece como información–, que se eleva al rango de virtuoso valor social.

No todo vale

Mario Bunge (A la caza de la realidad) suscribía la idea de que hay hechos morales y, por ende, verdades morales; lo que presupone que hay verdades morales que son tan fácticas como las verdades de la física, la biología o la historia. Pero, a diferencia de estas últimas, las verdades morales son contextuales, situacionales o relativas (no en el sentido relativista). Mas, explicaba Bunge, esta dependencia del contexto no es absoluta:
No implica la relatividad total (…) La razón de ello es que todos los códigos morales viables comparten ciertos principios, tales como el respeto por los otros y la reciprocidad. En otras palabras, algunos derechos y deberes son fundamentales y, por ende, transculturales y no negociables, en tanto que otros son secundarios y, por lo tanto, locales y negociables. El derecho a una vida que no sea dañina y pueda ser disfrutada… [es] absoluto y universal.
 “Conocemos la verdad más por el corazón que por la razón”, decía Pascal, aferrándose a la doctrina (jansenista) de su fe. Los periodistas, o, mejor dicho, los activistas ideológicos que camuflan su material como información, hacen suya esta frase: la razón, los hechos en los que esta se funda, no tienen lugar para conocer la verdad en la que tan fervorosamente parecen creer, aquella que ofrecen con ánimo de imposición doctrinal.
No, no depende de qué cultura (tradición) se trate. Ni todo vale en nombre del derecho a la información –sobre todo, cuando no es precisamente información lo que se oferta

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