
por Jorge Slachevsky Czuckerman
¿Será posible encontrar un lugar en el mundo más fragmentado que Jerusalén? Allí no sólo nos encontramos con varios pueblos que reclaman su pertenencia, varias religiones que contrastan su verdad discrepante a pesar de su origen común, sino que además conviven personas secularizadas que comparten sus calles con seres espiritualizados que caminan viendo distintas realidades de acuerdo a como sus respectivos mapas mentales distorsionan lo que perciben a través de sus sentidos.
Entonces la pregunta no trata acerca de cómo cada uno de los personajes descritos logra imponer su particular punto de vista, sino cómo cada uno de ellos toma conciencia que tiene que intentar comprender a su vecino. Eso que es válido para cualquier edificio de departamentos adquiere una importancia fundamental en lo que ocurre en Israel. Pareciera que la solución no es a través de la política, aunque muchos son partidarios de esta práctica, tan útil cuando los problemas son más sencillos que el tema que nos congrega; ni de la religión, cuyas enseñanzas tan esclarecedoras tienden a la cohesión social de los “nuestros”, olvidándose que también los “otros” también son descendientes de Adán y Eva, de acuerdo a lo que plantean sus libros sagrados.
Siguiendo con el planteamiento de la pregunta: ¿Será posible caminar por Jerusalén inmerso en mí propia realidad y la de mis cercanos olvidándome que el otro existe simplemente porque estoy tan preocupado de mi mismo que no soy capaz de subir la vista para ver lo que intento ocultar?
La respuesta a esa pregunta es terriblemente complicada. Va más allá de lo que un ciudadano común y corriente, o la de un dirigente, por más bien intencionado que sea, puedan lograr. Se hace necesario que en el seno de cada una de las comunidades, que intentan probar sus derechos a ese trozo de tierra, analicen la validez de sus convicciones de acuerdo a lo que los desafíos del siglo XXI presentan.
No soy israelí, por lo tanto no me siento con derecho a criticar los pasos políticos que toman aquellos que viven en ese país, donde mi corazón ansía vivir, pero que mis intereses me han impedido concretar. No soy católico, así que no comparto el sentimiento de aquellos que se extasían con la Iglesia de la Natividad en Belén. No soy palestino, a pesar de que me fascinan los ojos cautivadores de sus mujeres y los aromas de sus maravillosos manjares. No soy musulmán, a pesar que el hecho de haber tenido clases con distinguidos profesores universitarios de ese origen me ha hecho comprender y ansiar conocer más de sus doctrinas que con tanta pasión trasmiten.
Solo soy un judío de la diáspora. No estoy secularizado a pesar que mis padres adherían tan fervientemente a esa postura de vida. No soy religioso, a pesar que mi amada descendencia practica con tanto fervor los caminos que la Halaja les indica. No soy un kabbalista, a pesar de que sus enseñanzas me encantan y las estudié con mucho gusto por más de cinco años. No soy un erudito, aunque he tratado de adquirir el conocimiento que las aulas trasmiten a sus alumnos, ni piadoso, a pesar de que asisto regularmente al shabat en la sinagoga de mi apetencia.
Pero si sé lo que soy como judío y sé lo que quiero como tal. Quiero seguir siéndolo y que todos los que se sienten judíos puedan seguir manteniendo esos lazos tan potentes con Jerusalén en particular y con Israel en general.
Pero si de lazos se habla, ¿con cual Jerusalén mantengo mis lazos? ¿será la física?, ciudad de mis amores, donde circulan los microbuses y los camiones de la basura, ¿será la celestial?, que señala el rumbo mediante el cual debo dirigir mi vida y a la cual dedicaron sus sueños innumerables generaciones de judíos que me trasmitieron ese “algo” que me cuesta tanto poner en papel.
Lo que si sé es que ambas Jerusalén son una sola y que si escindimos su espiritualidad de su vida cotidiana no representará más que Roma, ciudad que me embriaga con sus monumentos antiquísimos llenos de historia, pero que paradojalmente, para que signifique algo para mi tengo que sumergirme en los libros de historia, y eso dura los breves momentos en que estoy dedicado a esa actividad.
En cambio mi judaísmo, que se ve simbolizado por Jerusalén, se me escapa por todos los poros en todas las horas de mi vida y, cuando se me olvida, me rodean oleadas de seres humanos que disfrutan haciéndomelo recordar cuando intento relegarlo a un segundo plano.
La Jerusalén celestial simboliza la quintaesencia del judaísmo. La Jerusalén terrenal representa la quintaesencia del judío. La primera propende a la cohesión social mediante su adhesión a un ideal compartido durante milenios por nuestro pueblo. La segunda, no menos importante, guía los pasos al desarrollo personal y al progreso que ha sido idealizado como meta de la vida, el cual, a veces, convierte al individuo en un sujeto que se aleja de lo que más desea, la pertenencia al todo que constituye el pueblo de Israel.
La Jerusalén celestial es la que comparten simultáneamente los judíos de la diáspora y los ciudadanos judíos israelíes que intentan vivir su vida en la tierra cuyos ancestros tuvieron que abandonar expulsados por las legiones romanas hace tantos siglos.
La Jerusalén terrenal le pertenece a aquellos que saben extraer los frutos de su tierra y que la mantienen en tan buen estado para que nosotros, judíos de la diáspora, podamos disfrutar cuando decidimos tomar vacaciones para nutrirnos con el esfuerzo que otros despliegan para nosotros.
Hemos hecho un amplio rodeo para concluir con una verdad que los lectores han podido deducir desde el inicio: “La espiritualidad es inherente a la esencia del judaísmo”. Pero también, rápidamente, han podido descubrir el siguiente comentario: la fragmentación entre nuestra esencia terrenal y nuestra esencia celestial duele, hace daño, y los mecanismos que utilizamos para alejar ese dolor no hace más que hacernos olvidar que nuestro prójimo es nuestro hermano con el cual tenemos responsabilidades que cumplir. Para convertirlo en una realidad y evitar la fragmentación, debemos tener presente los dichos de los pioneros que construyeron Eretz Israel: tenemos dos manos, una para sujetar el arado y otra para blandir el fúsil; pero también tenemos dos ojos, uno para dirigir nuestras manos en la construcción de la Jerusalén terrenal y el otro para otear el horizonte, donde se halla la Jerusalén celestial, utopía que ha guiado por siempre a los judíos en la dirección del judaísmo ideal, punto focal donde se dirigen los anhelos de toda la humanidad.
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