Fuente: El Med.io
Por Ricardo Ruiz de la Serna
11/2/14
A las 12:55 del 14 de febrero de 2005, en la calle Minet el Hosn de Beirut, pasado el hotel Saint George, un terrorista suicida hizo estallar una gran cantidad de explosivos ocultos en una furgoneta Mitsubishi Canter y asesinó al primer ministro libanés Rafik Hariri. Este magnicidio desató un proceso de protestas que culminaron un mes más tarde en la llamada Revolución del Cedro, que puso fin a la presencia de tropas sirias en el país y desafió la autoridad de Hezbolá. Junto a Hariri murieron otras 21 personas y 226 resultaron heridas. El explosivo fue de tal magnitud que dejó un cráter de doce metros. Todos los edificios circundantes sufrieron daños que aún hoy son visibles.
El Tribunal Especial para el Líbano que las Naciones Unidas crearon a fin de esclarecer y juzgar este crimen y otros relacionados con él comenzó sus sesiones el pasado mes de enero. Los acusados –todo ellos en rebeldía– son los libaneses Mustafá Amine Badredine, Salim Jamil Ayash, Husein Hasán Oneisi y Asad Hasán Sabra. La acusación del fiscal Norman Farrell afirma que todos ellos son partidarios de Hezbolá, a la que definen como “organización política y militar”.
Las investigaciones que han conducido al juicio han sufrido toda clase de trabas. Las acusaciones que Hezbolá ha arrojado sobre los sucesivos responsables de las pesquisas abarcan todos los tópicos habituales en Oriente Medio: maniobra de Estados Unidos e Israel, propaganda, atentado de bandera falsa… La organización terrorista libanesa –catalogada así por los Estados Unidos, la Unión Europea, el Reino unido, Francia y Australia, entre otros– ha declarado que jamás colaborará con la investigación. En la misma línea se han situado a lo largo de estos años tanto el régimen sirio como el iraní, cuya influencia en la región se ha dejado sentir durante estos años a través de la organización chií.
El juicio es histórico y se espera que dure meses. La presencia de Saad Hariri, hijo del primer ministro asesinado, ha reafirmado la autoridad moral del tribunal. La principal línea de investigación ha gravitado en torno a cinco redes de teléfonía móvil utilizadas por los acusados. La acusación utiliza como prueba de cargo el análisis de las llamadas y los datos de localización. Las atribuciones de uso a determinadas personas se hacen a través de la vinculación entre ellas y las correspondientes tarjetas SIM. A cada grupo se le ha designado con un color: rojo, verde, azul, amarillo y púrpura. La propia investigación admite que hay teléfonos utilizados por personas desconocidas que pudieron estar involucradas.
Hezbolá ha designado expertos en telecomunicaciones que han tratado de desmontar la investigación recurriendo a la teoría del robo de identidades, del que acusa a Israel. De este modo, los usuarios de los teléfonos no serían los acusados, sino otras personas que disponen de la tecnología para suplantar identidades. Para presentar su versión, Hezbolá convocó una rueda de prensa en la que sus expertos presentaron gráficos y datos que sustentarían la teoría.
Sin embargo, el lugar donde se deben probar los hechos de la acusación y la defensa es la sala de un tribunal, y los acusados ni siquiera reconocen su jurisdicción. A los acusados los está juzgando un tribunal al que no reconocen y que los ha dotado de una defensa que se está oponiendo a la acusación con la independencia propia de un proceso con garantías. En realidad, a los acusados ni siquiera se les ha podido citar personalmente, porque ha sido imposible encontrarlos. El tribunal los ha tenido por citados después de la cobertura masiva del juicio en los medios de comunicación libaneses.
Así, el juicio que se presentaba como el fin de la impunidad institucional en el Líbano –uno de los tópicos recurrentes al hablar del País del Cedro– queda privado de efectos prácticos jurídicos, al menos por el momento. Sea cual sea la sentencia, Hezbolá se opondrá a ella, lo que en la práctica significa que los condenados –si los hay– no serán entregados a la Justicia ni sufrirán consecuencia alguna. Lo mismo cabe decir de la colaboración siria e iraní. Esto recuerda –de algún modo– la situación derivada de la investigación argentina del atentado contra la AMIA en 1994. Se libraron órdenes internacionales de detención contra altos funcionarios iraníes, se aportaron materiales incriminatorios que las sustentaban… pero al final la presión política y diplomática terminó abriendo la puerta a una nueva investigación con participación iraní, de cuya independencia e imparcialidad se duda cada vez más.
Mientras Hezbolá mantenga su fuerza en el Líbano –hablar de su desarme suena a broma macabra– y mientras Asad resista en Siria, no habrá motivo alguno para pensar que los culpables del asesinato de Hariri sufran castigo alguno. Lo mismo cabe decir del aliado iraní, que goza de una simpatía internacional creciente debido a la imagen de moderado que ha sabido cultivar gracias a una inteligente campaña de relaciones públicas y propaganda. Las más de 500 ejecuciones de pena de muerte que se han producido en Irán desde el ascenso al poder de Ruhaní quedan opacadas por su simpatía en Twitter y su sonrisa.
¿Es inútil este juicio? No. Sus conclusiones pueden producir un cambio político en el Líbano, aunque es improbable que se produzca una segunda Revolución del Cedro. La influencia de Damasco quedará condicionada, en realidad, por el resultado de la guerra civil siria, que Asad no termina de ganar ni de perder. Por otra parte, se trata de una investigación y un juicio que pueden confirmar muchas de las sospechas que existían sobre las personas involucradas en la muerte de Hariri. Si en el futuro la situación política cambia, tal vez la decisión del tribunal pueda contribuir a crear escenarios insospechados. Imaginemos, por ejemplo, un pronunciamiento sobre la participación de otros países en el magnicidio, en el que además de Hariri murieron otras 21 personas y 226 resultaron heridas. No me parece descabellado.