martes, 5 de noviembre de 2019

Zablon Simintov, el último judío en Afganistán

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Simintov nació en 1959, tiene 60 años y vive en Kabul. Es comerciante y cuida la única sinagoga que existe en el país: existe sólo para él. Es famoso en el mundo y varios medios internacionales lo buscan. ¿La razón? Obviamente, ser el único judío de Afganistán.
En un momento de la historia hubo una gran cantidad de judíos en el país. De hecho, los judíos afganos aseguran que descienden de una de las 10 tribus perdidas de Israel. Se cree que Ezequiel, uno de los profetas judíos, falleció en Balkh (norte afgano). Y al parecer, allí también vivió otro profeta: Jeremías. En Herat, cerca de Irán, también vivían muchos comerciantes judíos. La ciudad era una parada clave en la Ruta de la Seda.
Desde el Siglo VII, se registra la presencia de judíos en Afganistán: Balkh, Herat y Kabul. Y luego, ya en el Siglo XX, muchos judíos soviéticos llegaron al país, que entonces era una monarquía, en calidad de refugiados.
En 1930, muchos judíos fueron deportados de Afganistán, acusados de espionaje o «propaganda bolchevique». Algunos creyeron que debían huir hacia la India, que en ese entonces formaba parte del Imperio Británico.
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La «civilizada» Inglaterra no quería judíos (ni soviéticos ni afganos) en India. «Pueden fomentar el socialismo», «pueden explicarles a los hindúes cómo expoliamos sus riquezas» o «los van a incitar a rebelarse contra nosotros», les decían. Era evidente: otra vez los deportaron.
Pero si la situación de los judíos en la región ya era compleja, no era nada comparado a lo que se vendría luego. En 1969 sólo quedaban 300 en Afganistán (la mayoría había emigrado a Israel, Londres o Nueva York). Comenzó la guerra en 1979 y de esos 300, la mayoría se fue. En 1996 restaban 10 judíos.
De esos 10, uno era Simintov, que, sin embargo, decidió marcharse a Turkmenistán.
Había sido herido en la guerra civil. Pero en 1998 volvió a Kabul. ¿Las razones? Difícil de entender: en ese momento, los talibanes y su versión extrema del Islam controlaban el país…
Se cree que Simintov regresó para no perder la propiedad de lo que, en ese momento, ya era ‘su’ sinagoga, en la capital afgana. Pero había un problema: otro judío, Ishaq Levin, también vivía en Kabul. Y también quería el templo. Eran sólo dos y se odiaban.
Simintov y Levin dormían en la sinagoga, en cuartos alejados. El odio era tan grande que uno y el otro se denunciaban mutuamente ante los talibanes. «Él administra un motel», «Él es un espía», se decían.
La relación entre Simintov y Levin fue incluso llevada al teatro. La obra «The last two jews of Kabul» se representó en Nueva York, para deleite de la comunidad judeo-yankee-afgana.
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Levin producía y vendía amuletos para las mujeres locales. «Eso es anti-judío», decía Simintov.
La sinagoga sobrevivió porque era tan modesta que no llamaba la atención. Aunque los talibanes expropiaron el Torá. Como no podía ser de otra forma, Simintov culpó a Levin de esa valiosa pérdida.
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«El muy tonto le dijo a los talibanes que la Torá valía dos millones de dólares. Como mucho, vale 10.000. Pero, claro, si exagerás así el valor es obvio que te lo van a robar…», afirmó Simintov en The Washington Post.
¿Por qué Simintov salía en el diario? Porque una semana antes, Levin había muerto, de viejo nomás. Después de largos años de odio y peleas, finalmente él se quedaba con el trono: el único judío vivo de Afganistán.
Cuando Zablon Simintov vio a Isaac Levin tirado en el suelo de cemento de la sinagoga, inmediatamente se dio cuenta de dos cosas: 1) Su compañero de casa y archinémesis estaba muerto y 2) Ahora, él era el único judío de Afganistán.
En 2005, Simintov dijo que estaba pensando en irse. Las cosas estaban dífíciles en Afganistán. Pero se quedó. El pasado 16 de agosto, el medio ruso Sputnik lo entrevistó.
«¿Por qué debería irme? Nací aquí. Soy un león, y vivo como un león», les explicó.
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Simintov tiene muchos amigos entre la población local. «¿Por qué no? Si somos hermanos, somos afganos». Ya no vende más alfombras. Ahora, está en el negocio de las piedras preciosas.

Vía Fernando Duclos

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