Me encantó este cuento…
“La Cuentenik”.
“Este término es un “castellanismo” introducido del idish, que se aplicaba a los “vendedores ambulantes a crédito”, una profesión casi extinguida que se basaba en la confianza pura entre el vendedor y el comprador”.
Julio Cortázar solía decir que, así como los caballos, hay palabras que, a fuerza de usarlas y abusar de ellas, terminan desgastándose hasta morir.
No soy de los que creen que todo pasado fue mejor; aunque sí soy de los que conjeturan que hay vocablos que nos retrotraen a un mundo de fascinación, que acarician de manera mágica lugares del espíritu que recomenzamos a valorar en la distancia.
En ese sentido, la memoria funciona con una destreza fisiológica encantadora, comarcas donde ni siquiera el psicoanálisis puede hurgar.
La palabra “cuentenik“ (yo la conozco como clapper)es una de ellas.
Este término es un “castellanismo” introducido del idish que se aplicaba a los “vendedores ambulantes a crédito”, una profesión casi extinguida que se basaba en la confianza pura entre el vendedor y el comprador.
Desde muebles hasta medias, el cuentenik pasaba por las casas de sus clientes y ofrecía su mercadería.
Una vez vi en un mercado de Marruecos, a un hombre de pie sobre una especie de cajón de verduras a manera de tarima, relatando una historia legendaria mientras agudizaba la fantasía de una multitud.
Mi árabe no daba para razonar su idioma, pero si su tono y sus gestos, que me empujaban a navegar a lo clarividentemente penetrante, provocando una embriagadora seducción.
De pronto, el aplauso y el agudo griterío oriental volvió a instalarme en la supuesta realidad.
Me despertó. ¿Cuál de las dos era la realidad, la del mercado o la de la quimera?
Ante ese universo de olores y colores, evoco el texto de Paul Watzlawick, quien afirma que “la realidad no puede ser otra que una de las múltiples versiones”.
Por eso, tanto en el cuento, como en la poesía y en el sueño, nunca hay mentiras; hay interpretaciones.
Yo siempre imaginé que el cuentenik era un contador de cuentos.
Sin desviarme del núcleo esencial, quiero decirles que conocí a una suerte de cuentenik particular y distintiva.
Era chico cuando Mashe Paiuk pasaba por casa.
¿Y qué vendía la tal Mashe Paiuk?
Libros de poesía y cuentos para chicos en lengua idish que ella misma escribía y editaba.
El recuerdo que tengo es el de una delicada señora mayor, vestida con un tapado marrón, que portaba una bolsa de hacer las compras. Tocaba el timbre y, a partir de ese momento, se desplegaba un universo.
Era ahí cuando mi madre y mi abuela la recibían en el comedor y, como si fuese un célebre salón literario, tomaban el té, gesticulaban con las manos, elegían los tonos de voz y finalmente adquirían esa suerte de alhajas literarias y retóricas que posteriormente nos llegaban a mi hermana Susy y a mí.
Nacida en Polonia, Mashe Shtuker Paiuk pasó parte de su infancia en la colonia agrícola Montefiore, provincia de Santa Fe, en la que su padre era maestro. Durante muchos años ejerció la docencia de jardín de infantes.
Sus trabajos comenzaron a aparecer de manera asidua en diversas publicaciones del mundo idish, entre ellos, en el prestigioso periódico Di Yidishe Tzaitung, de Buenos Aires.
Artesana del lenguaje de un exilio que va y viene, sus poemas y cuentos infantiles fueron incluidos en varias antologías escolares.
Con el tiempo, descubrí que su libro Etz Hapele (en hebreo: El árbol de las maravillas) se transformó en una suerte de clásico de la literatura para niños.
No sé si solo escribió para niños.
Más allá de valorar la lectura, en aquel hogar humilde de posguerra, aprendí de esa sencilla experiencia infantil, que el escritor era una persona muy importante, porque grabar una expresión en la creación, es un asunto serio.
Añoro ese acto terriblemente honesto de “cuentenik” de Mashe, ese gesto de andar de puerta en puerta entregando la palabra escrita.
Para Mashe, ese recorrido de representaba una tarea sagrada.
Por Daniel Goldman
Editado por Lilian Rotter para Amando Nuestra Cultura Judia
Fuente: Página 12
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