viernes, 5 de julio de 2013

Egipto: la revolución en su laberinto

Están las causas y está la razón. Las causas del vertiginoso desgaste de Mohamed Mursi en la presidencia de Egipto son contundentes, pero no avalan jurídicamente su caída. En cambio la razón justifica el resurgimiento de la rebelión callejera, esta vez contra un gobierno legítimo surgido de las urnas. Claudio Fantini Las causas están en la ineptitud de Mursi para revertir la crisis económica, que junto a la desconfianza del empresariado hacia el fundamentalismo de la Hermandad Musulmana, elevó la desocupación, aumentó el precio del combustible, agravó la crisis energética y provocó desabastecimiento. A esto se suman tres alarmantes decisiones políticas, dos fallidas y una concretada. Las fallidas fueron el intento de dar al cargo de presidente poderes que lo habrían colocado por sobre las instituciones, licuando la democracia; y la designación de Abdel al Jayat, dirigente de la organización terrorista ultraislámica Gama Islamiya, como gobernador de la provincia de Luxor. Nada menos que en ese rincón egipcio donde, en 1997, los terroristas masacraron a 62 turistas en las ruinas arqueológicas de Deir el-Bahari, donde está la tumba de la reina Hatshepsut. La decisión que sí pudo concretar Morsi fue la reforma constitucional que redujo el laicismo vigente desde los tiempos del coronel Naser, en favor de la gravitación del Islam sobre la ley fundamental. Aquí está la razón que justifica la nueva rebelión. Sucede que Egipto vive una revolución inconclusa. Al régimen de Mubarak lo derribó un sector de la sociedad, predominantemente juvenil, con espíritu libertario. Pero las elecciones crearon un gobierno retardatario. Los jóvenes que se sacudieron en la Plaza Tahrir la sumisión de las generaciones anteriores, no adhieren al moralismo religioso y conservador de la organización islamista que fundó Hassan al Banna en 1928. No obstante, los Hermanos Musulmanes constituían la única estructura opositora grande y organizada. Por eso ganaron las elecciones legislativas y las presidenciales. De tal modo, la revolución quedó inconclusa. Más grave aún, tuvo como consecuencia un retroceso. Debió tenerlo en cuenta el inepto y dogmático Mohamed Mursi, en lugar de actuar como si el origen legítimo de su gobierno anulara la contradicción entre el rumbo de extremismo religioso que adoptó y el espíritu libertario que la revolución juvenil dejó sobrevolando la Plaza Tahrir.