Hay quienes dicen que un porcentaje importante de la población judía de los Estados Unidos se considera “judía gastronómica”. De este lado del mapa la categoría no está establecida, pero cuando se acercan las fiestas tradicionales de “la Cole” es muy común escuchar que unos cuantos se convertirían “solo por la comida” (y se agrega la posibilidad de sumar feriados, pero ese es otro tema). Por suerte para ellos, en los últimos tiempos cambió el panorama en Buenos Aires con unos cuantos restaurantes especializados en cocina judía, un rubro que hasta ahora no se había afianzardo en la gastronomía local.
La culpa -porque no podemos hablar de judaísmo sin empezar por la culpa, claro- es de las idishemames. ¿Tanto? Pero claro. Imaginate el atrevimiento de des-pre-ciar alguna de sus creaciones para ir a comer el mismo plato cocinado por un desconocido: ¡oy vey! (y del otro lado no nos hagamos los superados: es obvio que en el mundo no hay mejores knishes que los que la Bobe le enseñó a hacer a la mame).
“Hay algo que tiene que ver con el resurgimiento de todas las cocinas étnicas y pasa a ser una necesidad del mercado. Ya vamos por la tercera o cuarta generación acá y como sucede con otras comunidades, se trata de rescatar la identidad, la historia, la pertenencia”, responde Nelson Wejkin, chef especializado en cocina étnica y judía, a cargo de los cursos gratuitos que se dictan en la AMIA. Reconoce que el apego a los sabores familiares puede haber demorado el proceso. Y señala a una figura clave. “Creo que en este terreno hay un antes y un después de Tomás Kalika, que es un obsesivo, un refinado. En los restaurantes judíos no hay término medio”, apunta.
Kalika ideó Mishiguene con Javier Ickowick, fundador de la cadena de pastelería Nucha. “Es el primer restaurante de cocina de vanguardia judía, el resto son Delis y lugares en los que la experiencia es más informal. Hay que entender que la gastronomía judía va más allá de un boio o unos knishes de papa. Acá en Argentina se entiende por gastronomía judía a los platos ashkenazis y sefaradíes, nosotros lo cuestionamos y decimos que es algo más amplio. Por eso el nombre (“loco” en idish), porque la vanguardia está en meternos con la memoria emotiva de la gente y proponer una experiencia nueva sobre algo que ya conocen”, explica. La diferencia tiene que ver con el abordaje técnico. “Ni remotamente cocino como lo hacía mi bobe. Soy un cocinero formado en Israel, con 20 años de trayectoria de todo el mundo. Mi visión de cada receta está aggiornada con una técnica moderna. Diría que es al revés: es la primera vez que la culinaria judía se gastronomiza”, avanza Kalika.
Lugares como La Crespo, La Pastronomía o Benaim, entre otros, apuntan a una oferta más al paso en la que, sin dudas, el pastrón es protagonista absoluto. “Es una moda que llega de Estados Unidos”, compara Wejkin. Tras pasar décadas y décadas con el ojo puesto en Europa (con la cuisine française como referencia indiscutida de alta gastronomía), el mundo empieza a redescubrir las propuestas que llegan del Norte: prácticas, sencillas, al paso y, claro, más económicas.
“Eventos como Buenos Aires Celebra o el Rosh Hashaná Urbano se llenan de gente y eso no es muy común a nivel mundial. Pero no es solo eso. En muchas fábricas de pastas venden varenikes, yo compro el arenque en una pescadería común. Hay dietéticas en las que ya encontrás leche evaporada y otros elementos que antes no veías por acá”, apunta Wejkin.
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