CAMINANDO HACIA EL MONTE SINAÍ
Primero el texto se presenta distante, y un tanto lejano.
Frío, ciertamente indiferente, impávido.
Existirá un sabor de desconfianza entre ustedes.
Se percibirán como dos extraños.
Por ello, el primer ejercicio es el de acortar distancia.
Acariciar el texto con la mirada; cada letra y su forma exclusiva.
Leerlo una y otra vez, examinarlo, repasarlo, pronunciarlo.
Acariciarlo.
Y permitir que tus labios pronuncien cada letra, cada palabra, suavemente, como si entonaras tu propia melodía.
La distancia ya es menor.
Pero, atención, porque ahora tu razón te dirá que busques otro texto, porque al que tienes ante ti, “ya lo sabes”.
¿Para qué continuar estudiando un texto que casi sabes de memoria?
Pero tú no escuches a esa impostora, ni le hagas el más mínimo caso.
Continúa acortando distancia, busca intimidad, y entrégate a lo que se presenta como ilógico ante tu razón.
Porque cuando insistas y la relación se torne extremadamente cercana, comenzarás a descubrir que no era sólo un texto, sino que también eran brasas disfrazadas de letras.
No te detengas.
Aviva las brasas, intensifica tu estudio, y notarás que el rojo del fuego comienza a ser cada vez más penetrante.
No, no te paralices.
Por favor, no lo hagas.
Porque cuando persistas, verás cómo de esas brasas resurgen llamas muy antiguas que mitigan la soledad existencial de tu alma y te vinculan con lo Trascendente.
Y en esa dinámica espiritual, y en ese diálogo entre el texto y tu mente, la brasa y tu asombro, la llama y tu alma, por fin comprenderás que todas las preguntas ya tenían sus respuestas.
En tu interior.
Y habrás alcanzado tu Tierra Prometida.
Y habrás llegado a tu Monte de Sinaí.
Y te sentirás bendecido desde los Cielos.
Y serás feliz, como solamente puede serlo quien, desde la Tierra, se besa con los Cielos.
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