Parashah SHELAJ LEJÁ
BHN’V
Sabemos que la cuestión de los Nombres es significativa para la tradición judía, a tal punto que laTorá misma llama así a uno de sus Libros, el segundo más precisamente (Shemot), indicándonos que, una vez llegados a Egipto y la postrer esclavitud, habrían de ser los nombres (“nombres de los hijos de Israel... junto a Iaacov, cada hombre y su respectiva familia vinieron”) el referente esencial en la liberación.
Tener nombre es condición primaria para el ser humano, es tener una identidad, una carta de presentación que indica una pertenencia, un trayecto y un lugar a lo largo de los días de la vida.
El Todopoderoso “llamó sus nombres Adam” dice el Bereshit, refiriéndose al primer hombre y la primera mujer. La imposición del nombre es el primer escalón en el posicionamiento del individuo en la obra de la Creación.
Por eso, no nos llamará la atención que, entre las primeras tareas que desarrolla Adam, esté, precisamente, la de denominar a los animales con los que convive en el Jardín del Edén.
Esta identificación-dominio inicial no le alcanza, empero, a Adam para hallar a “su idéntico”.
Solo después de que cayera en un profundo sopor, el Todopoderoso le traerá a alguien de quien dijo: “esta vez carne de mi carne y hueso de mis huesos, a ésta la llamaré ishá, puesto que del ish ha sido tomada”. Hombre y Mujer, Ish e Ishá, amanecían al mundo de la Creación con nombres propios, identidades peculiares, una esencia interior singular. Y todo este reconocimiento ocurre solo a partir del Nombre: “Sheloshá shemot iesh ba-adam”, afirmaban los rabinos.
“Tres nombres poseemos cada uno de nosotros: el primero, con el que nos llaman nuestros padres; el segundo, por el que nos llaman nuestros amigos; el tercero, es aquel de acuerdo a nuestra verdadera naturaleza”, concluyen los rabinos.
Este Midrash (Kohelet Rabatí) no apunta, en todo caso, a lo cuantitativo como, seguramente, el lector comprenderá. La situación en la cual somos nombrados nos remite a un instante donde todo comienza a girar, algo así como a la misma Creación; recién luego sobrevendrá la sociedad, el impacto de vínculos y relaciones que, sin duda alguna, provocarán efectos en nuestras personas, identidades y nombres.
Pero hay un durante, que son los años todos de nuestra vida, que nos llevan hacia encuentros impensados, inesperados y hasta, tal vez, no queridos. Es un tiempo que supera los instantes primeros y que se eleva por sobre las vivencias grupales -únicas y aleccionadoras- de los días, los meses y los años de abrazos y distancias, de amigos y desconocidos que cruzan los umbrales de nuestras almas y permanecen aferrados a las manos y los dedos, extensiones de nuestro cuerpo.
Es el mientras tanto en el que vamos forjando aquel nombre que yace internamente, esperando a ser descubierto, pronunciado, asumido y amado: el nombre interior o verdadero, aquel que anuncia cómo somos, qué queremos, dónde vamos y cuándo estamos dispuestos a reconocerlo.
Mientras los dos primeros anuncian bien temprano su llegada, el tercero permanecerá allí, intacto, entre los profundos vericuetos de intimidades nunca compartidas y “naturalezas nunca declaradas”.
De allí, tal vez, que nos sorprenda saber que cuanto somos y dicen que somos solo se parece en parte a aquel que está por dentro o, por el contrario, descubrir que los nombres primeros han sido -y seguirán siendo- la salvaguarda del tercero, que se suma a aquellos para rubricar nuestro ser verdadero. “Tres coronas posee cada persona”, sugerían los maestros de la Tradición Oral en elPirké Avot: “La Corona de la Torá”, que es la del conocimiento, “la corona del Sacerdocio”, es decir la del trabajo espiritual hecho con devoción, y “la corona de la Realeza”, o sea aquella tangible, visible, que ostenta el rey, el líder de una nación o comunidad.
Para los sabios del pueblo judío cada tarea que abrace una persona, si es emprendida con fidelidad, dignidad y entereza, la eleva y lo hace a un punto tal que la Corona, Keter, se torna en algo que nos particulariza -para bien- como autores de la obra que hemos tomado en nuestras manos. De hecho, la corona tiene solo un lugar donde puede ser depositada: en la parte más alta de nuestra cabeza. Más que un adorno es un distintivo, una señal, algo que indica no solo la elección casual de tal o cual personaje, sino la “consagración” de esa persona por llevar a cabo su empresa de la mejor forma.
¿Quién no recibió, alguna vez, una “coronita” de cumpleaños o de graduación? O quizás el lector recuerde a aquel entre sus hermanos o amigos “que tenía coronita”.
Recuerdos aparte, aquello era un juego mientras que la Tradición Oral habla de una verdad que dice que, más allá de las coronas posibles, existe una, muy bien definida pero invisible aún (¡y para muchos, lamentablemente, por todas sus vidas inexistente!), de la que se afirma: “veKeter Shem Tov, olé al culam”, es decir que: “la Corona del Buen Nombre está por encima de todas ellas”.
El “buen nombre”. ¿Cuál será ese buen nombre? ¿El de mis padres? ¿O tal vez el de mis amigos? Noble tarea ésta de dar el nombre, por ello es que nuestra Torá enfatiza el tema y no lo deja librado ni al azar ni a la moda.
El nombre, shem, será lo que nos acompañe de por vida pero, más allá de las biografías personales, cada nombre representa un mensaje; posee un contenido; expresa una esperanza; abre las infinitas compuertas de padres, abuelos y bisabuelos que nacen, una y otra vez, al mundo de los seres vivientes, con nuevos rostros, con ojos diferentes, cuerpecitos por crecer y con almas que atesoran el mismo, casi idéntico derrotero: Ser, Tener, Ostentar, todos los verbos posibles que contengan al “Buen Nombre” –aquel shem tov que, en definitiva, me hablará de la persona tal cual es, en su esencia más interior: “de acuerdo a su verdadera naturaleza”, al decir del Midrash. “Éstos son los nombres de los hombres, los cuales envió Moshé para explorar la tierra (de Canáan). Y llamó Moshé a Hoshéa Bin Nun, Ieoshúa”, concluye el versículo.
Así nos relata nuestra perashá un episodio ya conocido por todos nosotros.
Doce emisarios serán enviados por Moshé Rabenu para observar la Tierra de Promisión.
No son anónimos, pues la Torá se ocupa de darnos todos los nombres y las tribus respectivas.
En el versículo 8 (Cap. 13) se nos dice: “Por la tribu de Efraim, Hoshéa Bin Nun”, que será a la postre sucesor de Moshé y pertenece a la Tribu de Efraim, uno de los hijos de Iosef. Su nombre lo indica: Hoshéa hijo de Nun. ¿Qué hace a la Inspiración Divina de Moshé el imponerle un nuevo nombre o, mejor dicho, producirle una pequeña -aunque significativa- modificación del nombre: Hoshéa - Ieoshúa? ¿Estaremos en presencia del “segundo de los nombres”, aquel que propone la sociedad? ¿O tal vez estemos frente a una profecía? “Imploró por él: D’s te libre del consejo de los emisarios”, sostiene el Midrash, según cita Rashí en su explicación. El nombre, en este caso, previene. Es una plegaria para evitar caer -en el caso de Ieoshúa- en el mal paso que habrán de dar sus colegas (a excepción de Caleb ben Iefuné), pero también habla del futuro que le espera a ese joven, alumno dilecto de su maestro, sobre quien recaerá el mando del pueblo judío.
Hay nombres que cambian, es cierto, aunque siempre preservando la esencia: la “Corona del Buen Nombre” de quienes, como Ieoshúa, serán una promesa en el seno de su comunidad. “Dijo Rabi Iosi: En verdad no sé cuál de ellos es el mejor (de los tres nombres que mencionamos); hasta que vino Shelomó el rey y dijo: ‘Tov shem mishemen tov...’ ‘Mejor es el buen nombre, al mejor de los ungüentos’ ”. Y si lo dijo Shelomó ha- Melej, bien vale la pena que lo consideremos cuidadosamente, pues todos sabemos hasta que punto lució Shelomó su corona.
Rab. Mordejai Maaravi, Rab. Oficial de la OLEI
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