La democracia israelí sigue sin estar en peligro
Por Jonathan S. Tobin
Israel se prepara para sus cuartas elecciones legislativas en dos años, que tendrán lugar este martes, y las encuestas no despejan las dudas. Ni el primer ministro, Benjamín Netanyahu, ni ninguno de sus rivales parecen tener un camino claro a la mayoría parlamentaria de 61 escaños, lo que deja abierta la posibilidad de que se desemboque en un nuevo callejón sin salida e incluso de un mortificante quinto proceso electoral, a finales de año.
Si se atiende a lo que andan diciendo los sospechosos habituales en los medios de lengua inglesa, lo que está en juego no es sólo el futuro del primer ministro que más tiempo ha desempeñado el cargo en la historia de Israel. Según se escucha desde hace años, siempre en los mismos medios y de boca de las mismas personas, la democracia israelí se encuentra en peligro. Los críticos progresistas de Netanyahu creen que él y sus acólitos, así como sus socios ultraortodoxos, son una amenaza para el sistema democrático. Las críticas de la derecha a la Corte Suprema y a otros elementos del Poder Judicial son vistas como una ominosa amenaza al Estado de Derecho. Otros denuncian que la anómala situación en la Margen Occidental, donde los árabes son gobernados de forma autónoma por la Autoridad Palestina –si bien Israel conserva el control en lo relacionado con la seguridad–, es una forma de apartheid.
Tomado todo en conjunto, se comprende que quienes sólo leen medios izquierdistas judíos acepten la noción de que lo de la democracia israelí es, en el mejor de los casos, una proposición endeble, y que el país se encamina hacia el autoritarismo puro y duro si Netanyahu se mantiene en el pdoer.
La clave para comprender por qué estas jeremiadas deben ser tomadas cum grano salis está en saber que la preocupación sobre el porvenir de la democracia israelí apenas existió durante los primeros 29 años de existencia del Estado judío, esto es, cuando quien gobernaba era el Partido Laborista.
Las primeras décadas del Estado estuvieron signadas por el gobierno paternalista de sus fundadores y sus sucesores inmediatos, todos ellos socialistas. En aquel entonces, el Partido Laborista gobernó con severidad e impuso un modelo económico más parecido al que regía en la Alemania Oriental que en un país libre. Líderes como David ben Gurión obraron milagros a la hora de alumbrar y mantener con vida una nación entre la amenaza constante de la guerra. Ahora bien, el visionario primer jefe del Gobierno israelí también controló con mano de hierro cualquier ámbito de la vida cotidiana, al punto de que se negó a permitir la llegada de la televisión al país porque pensaba que distraería a los trabajadores de sus labores y los mantendría despiertos hasta altas horas de la noche. Esta clase de decisiones estaban bastante más cerca del autoritarismo que los mayores abusos de que se haya acusado a Netanyahu.
Pero una vez sucedió lo inconcebible y la largamente despreciada derecha –comandada por el primer ministro Menájem Beguin– llegó al poder, a finales de los años 70, empezaron los lamentos sobre el declive de la democracia israelí, que nunca han remitido.
Las élites ashkenazíes y laboristas contemplaron el auge de la derecha nacionalista y religiosa –y de su base electoral misrají– con honda suspicacia y no poco desdén. Fuera de la extrema izquierda, pocos pusieron en cuestión el delicado equilibro entre los dos componentes del ethos nacional israelí –la democracia y el hecho de que el objetivo del país era ser el Estado-nación del pueblo judío– hasta que la izquierda perdió el poder. Pero la tremenda importancia del judaísmo en el imaginario de Beguin (como dejó de manifiesto Daniel Gordis en su biografía de 2014, Menachem Begin: The Battle for Israel’s Soul [“Menájem Beguin: la lucha por el alma de Israel”]) y su creencia en el derecho de los judíos a vivir en los territorios de la patria ancestral del pueblo judío fueron vistas con horror por parte de numerosos intelectuales izquierdistas.
Aunque los progresistas no se lo reconocieron en vida, Beguin fue estricto en la puntillosa observancia de los procedimientos legales y el imperio de la ley, algo que frecuentemente se invoca cuando se critica la manera de gobernar de Netanyahu, que acabaría siendo uno de sus sucesores al frente del Likud. Pero en la izquierda son legión los que siempre han visto a la derecha bajo el mismo enfoque distorsionado de Ben Gurión, que tenía a Beguin y a sus seguidores por unos fascistas y unos insurrectos incapacitados para gobernar.
Quienes claman por el declive de la democracia israelí lo que más lamentan son los frutos que esta está rindiendo. Desde la primera victoria de Beguin (1977) hasta 2001, se describió correctamente a Israel como un país dividido por la mitad entre la izquierda y la derecha. Ahora bien, el colapso del Proceso de Oslo se llevó también por delante a la izquierda. Tras haber fiado su credibilidad a las falsas ilusiones sobre la voluntad palestina de firmar la paz, la mayoría de los israelíes dejaron de escucharla.
Con la cuestión de los dos Estados resuelta negativamente a ojos de la mayoría de los israelíes, ni siquiera los más inveterados votantes de la izquierda siguen votando sobre la tradicional línea divisoria izquierda-derecha en lo relacionado con la seguridad y el territorio. Ahora lo que divide a los israelíes, incluso a los votantes derechistas, es si Netanyahu debe continuar en el poder.
Tras doce años consecutivos en el cargo, el hartazgo de Bibi se ha convertido en un elemento destacado de la política israelí. Aun cuando creas que las acusaciones de corrupción que penden sobre él (el juicio ya ha empezado, pero se prolongará durante meses y, apelaciones mediante, puede que durante años) son endebles y contaminadas por la politización para conseguir por medios judiciales lo que los votantes han rechazado, el primer ministro es un argumento viviente en pro de la limitación de mandatos. El sentimiento de patrimonialización que emana de Netanyahu y su círculo íntimo es palpable, así como el hastío ante sus maniobras arbitrarias y a menudo hipócritas.
Pero la noción de que las críticas del Likud y sus aliados al sistema judicial y la Corte Suprema son todas ellas síntoma de autoritarismo y desprecio al imperio de la ley son improcedentes e injustas.
Israel es un país que carece de Constitución escrita, y, como democracia parlamentaria, la Knéset es soberana para cambiar incluso las leyes fundamentales. Pero los esfuerzos de la Corte Suprema, en manos progresistas, para llenar ese vacío constitucional con sentencias arbitrarias que prevalecen sobre la voluntad del Legislativo democráticamente electo son a menudo ilegales. La Justicia necesita una reforma que limite el poder de unos jueces no electos y que no rinden cuentas ante nadie.
Argumentos razonables en pro de un equilibrio más ajustado entre la Knéset y los tribunales, así como en pro de acabar con las imputaciones politizadas, son despachados como autoritarios por quienes proclaman defender la democracia pero de hecho tratan de imponerse al veredicto de los votantes. De hecho, los mismos que piensan que EEUU debe “salvar a Israel” de sí mismo mediante la aplicación de unas políticas diplomáticas y de seguridad que rechazan los votantes israelíes llaman asimismo a desalojar a Netanyahu, que está en el poder en razón de sus éxitos electorales. Es de una arrogancia formidable hablar en este punto de preservar la “democracia”.
Con independencia de que consideres bueno o un desastre que Netanyahu salga victorioso de la nueva cita electoral, lo cierto es que ésta no será un veredicto sobre la democracia israelí. Como demuestra un análisis de la historia del país, hay elementos antiliberales a ambos lados del espectro político desde antes incluso de la fundación del Estado. Pero, con todos sus defectos, y con o sin Netanyahu y con o sin reforma judicial, Israel sigue siendo un país libre. Si los analistas dejaran de confundir su insatisfacción ante unos resultados electorales con las auténticas amenazas a su supervivencia, oiríamos hablar menos del siempre moribundo estado de la democracia israelí.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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