martes, 12 de abril de 2016

Canciller Nin Novoa: “La tolerancia es una virtud que se sobrepone al fanatismo, al sectarismo y al autoritarismo”-Comite central israelita


Muy buenos días a todos.

Es un privilegio para mí poder participar el día de hoy en este acto junto a ustedes. Una ocasión que espero sea propicia para subrayar una vez más ideales y principios tan básicos como elementales para la vida misma. Hace 524 años se firmó el Edicto de Granada por parte de los reyes católicos a través del cual se ordenaba la expulsión de los judíos de Castilla y Aragón y la prohibición del judaísmo en España. Como ustedes bien saben, este fue un corolario directo de la Inquisición española establecida algunos años antes, justamente para perseguir a los judeo-conversos. Pero no es mi ánimo venir aquí para repasar la historia de este acontecimiento nefasto, la cual, con mayor o menor profundidad, es por muchos de ustedes conocida. Pero sí realizaré algunas referencias puntuales que entiendo resultan necesarias para aclarar algún punto o comentario, o para, a partir de ellas, extraer alguna reflexión sobre la actualidad. Como les decía, el 31 de marzo de 1492 es la referencia precisa de la promulgación de una política que hoy nos parece por lo menos vergonzosa, pero que en su momento recibió la aprobación de instituciones públicas reconocidas, e individuos influyentes en la Europa cristiana.

Tampoco fue éste el punto de partida del maltrato a los judíos en la península ibérica o en Europa. 100 años antes, en 1391, las juderías de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón habían sido masacradas; y precediendo a España, otros grandes Estados europeos habían decretado también la expulsión de judíos como Inglaterra en 1290 y Francia en 1394. Ciertamente, la de 1492 no fue, lamentablemente, la última vez que el pueblo judío fue víctima de violaciones masivas a los derechos humanos más básicos. Amigos, cuesta creer cómo el ser humano es capaz de tropezar más de una vez sobre la misma piedra. Precisamente por eso, mantener viva la memoria, el recuerdo de los hechos y honrar a nuestros ancestros que se sacrificaron por las generaciones posteriores, además de una necesidad, es una obligación moral con nosotros mismos y con nuestra identidad. La historia en general, demuestra las consecuencias nefastas de crear estereotipos e imponer de manera totalitaria a una sociedad una ideología dominante o llamada “superior” o presentada como “verdad”, sin respetar la multiculturalidad propia a toda sociedad democrática, plural y estable. Como dijo el filósofo y escritor español Jorge Santayana, “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”; o como señaló Camille Sée, político y abogado francés, “Dicen que la historia se repite, lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan”. Por suerte hoy tenemos ejemplos de que algunas lecciones se aprenden.

A veces esto tarda demasiado (cinco siglos y un cuarto más precisamente), pero hoy vemos como el reconocimiento de los errores, elemento fundamental para reparar un mal cometido y cerrar las heridas, puede llegar y abrir un nuevo capítulo, como lo representa la Ley que, a fines del año pasado, concede la nacionalidad española a los descendientes de los sefardíes que sufrieron los más horrendos vejámenes a causa de aquella expulsión. Cada uno de nosotros es responsable de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que el drama que vivieron los judíos en este caso, pero aplicable a muchas minorías objeto de atrocidades a lo largo de la historia, no se vuelva a repetir. Cabe recordar que cuatro meses después del Edicto de Granada (justamente ese era el plazo que se daba a los judíos para abandonar Castilla y Aragón) partía la primera expedición de Cristóbal Colón hacia nuestro continente, por lo que se podría decir que desde el mismo viaje del descubrimiento, judíos sefardíes llegaron a estas tierras. A partir de ese momento siguieron llegando, procurando en este nuevo mundo más virgen, con menos prejuicios y mucho para construir, un lugar donde dejaran de ser, en el mejor de los casos, “tolerados”, sino estar totalmente integrados a la sociedad y ser una parte muy importante de ella. Donde no se discriminara por raza, religión, origen étnico o nacionalidad. Donde la libertad de expresión, la libertad de culto, la igualdad ante la Ley, estuvieran no sólo consagradas jurídicamente sino impregnadas en la sociedad. Donde ser una minoría o ser diferente a la mayoría, por las características que sea, no fuera motivo para la exclusión, o como muchas veces sucede, la excusa para justificar o esconder los reales problemas de un país o de una sociedad.

Y en esta historia de partidas y arribos, de migrantes e inmigrantes, de despedidas y encuentros, me llena de orgullo como Canciller de la República reconocer que esta clase de valores fueron los que los judíos llegados a Uruguay no sólo encontraron, sino que con el paso del tiempo, ayudaron a consolidar. La tolerancia, la laicidad, la democracia, el respeto al estado de derecho y a los derechos humanos y libertades fundamentales, fueron y son los nutrientes de una sociedad fértil que los emigrantes judíos encontraron en nuestra Patria y que facilitó que echaran raíces tan rápido y tan fuertes.

En este sentido, cuando hablamos de valores y costumbres, hacemos referencia necesariamente al concepto de cultura. Y la cultura es, en su sentido más amplio, el conjunto complejo de características espirituales, materiales, intelectuales, emocionales de una sociedad o de un grupo social. Este conjunto comprende no solamente las artes, y las letras, sino además los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias. Pero hablar de cultura sin hablar de interculturalidad nos cercena la rica oportunidad que tenemos de forjar un destino más integral y a la vez más próspero, uno que se crea cuando no alcanza con convivir, sino que nos proponemos construir algo distinto a partir de nuestras diferencias.

En efecto, la interculturalidad se refiere a la presencia e interacción equitativa de diversas culturas y a la posibilidad de generar expresiones culturales compartidas por medio del diálogo y de una actitud de respeto mutuo. En el preámbulo de la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales de la UNESCO del año 2005, se afirma que la diversidad cultural es una característica esencial de la humanidad, al tiempo que recuerda que ésta es indispensable para el logro de la paz y seguridad tanto a nivel local, como nacional e internacional. Por su parte, el preámbulo de la Carta Cultural Iberoamericana de 2006, subraya que el disfrute de las manifestaciones y expresiones culturales, deben ser atendidos como derechos de carácter fundamental.

No es casualidad que la tercera mayor comunidad judía en América Latina y la primera en relación a su población esté en Uruguay. No es casualidad tampoco que Uruguay fuera de los primeros países en reconocer el Estado de Israel, y el primero de Sudamérica en 1948. Esta capacidad de integración, tanto de los inmigrantes judíos, como de todos los que han venido a nuestro territorio, y de convivir pacíficamente entre personas de distinto origen, creencias e ideologías, es motivo de orgullo nacional y es un sello que nos distingue como sociedad. No obstante, falta mucho por hacer para conquistar la universalidad de esta concepción. A este respecto, debemos ser conscientes de que hablamos de valores y principios a los que hay que cuidar, porque la inercia no los preserva, sino más bien una permanente atención es la que puede salvaguardarlos. Especialmente en el mundo de hoy, en el que la intolerancia, los radicalismos y extremismos están ganando terreno, nosotros no podemos ser pasivos.

Con relación a esto, considero que la tolerancia, entendida como el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo, de nuestras formas de expresión y medios de ser humanos, tiene un valor central. Este concepto debiera ser abordado como una virtud, la virtud que se sobrepone al fanatismo, al sectarismo y al autoritarismo. La tolerancia, según la Declaración de Principios sobre la Tolerancia de la UNESCO de 1995, es la virtud que hace posible la paz, ya que contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz. “Tolerancia no es lo mismo que concesión, condescendencia o indulgencia.

Ante todo, la tolerancia es una actitud activa de reconocimiento de los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los demás. En ningún caso puede utilizarse para justificar el quebrantamiento de estos valores fundamentales. La tolerancia han de practicarla los individuos, los grupos y los Estados”. Asimismo, la Declaración señala que la tolerancia “supones el rechazo del dogmatismo y del absolutismo, y afirma las normas establecidas por los instrumentos internacionales relativos a los derechos humanos”. Y es que la propia Declaración Universal de Derechos Humanos afirma en su artículo 18 que toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, mientras que su artículo 19 consagra iguales libertades en materia de opinión y de expresión. Adicionalmente, es el artículo 26 de este paradigmático instrumento internacional el que introduce la clave de bóveda para resolver nuestra inquietud más sustancial. Hablo de la educación. La educación, versa el artículo, “favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos”.

La educación resulta entonces el medio más eficaz de prevenir la intolerancia, y ha de considerarse un imperativo urgente, objetivo para el cual es necesario fomentar métodos sistemáticos y racionales que aborden los motivos culturales, sociales, económicos, políticos y religiosos de la intolerancia, es decir, las raíces principales de la violencia y la exclusión. La tolerancia es necesaria entre los individuos, así como dentro de la familia y de la comunidad, motivo por el que se hace cada vez más imperioso inculcar y fomentar actitudes de apertura, escucha recíproca y solidaridad, que debieran tener lugar en las escuelas y las universidades, pero también mediante la educación extraescolar, en el hogar y en el lugar de trabajo. Amigos, en estos tiempos que corren, en los que las crisis y los grandes flujos de migrantes y refugiados acercan la diversidad social y cultural de un mundo cada vez más globalizado, suelen exacerbarse los prejuicios negativos hacia minorías o personas con diferentes religiones o creencias u otras características, como puede ser la raza, la etnia o la nacionalidad.

Trabajemos más y mejor para prevenir estas conductas, y seamos conscientes, de que el otro es siempre un igual, no solamente en el espacio sino también en el tiempo de la humanidad. El cruel y cobarde asesinato de David Fremd días atrás fue mucho más que un crimen, fue un acto de odio, que nos tomó a todos por sorpresa y nos avergonzó, porque no sólo mató a un uruguayo queridísimo, prominente miembro de la comunidad judía en Paysandú, sino que hirió estos valores que nos identifican, hirió la tolerancia, la convivencia pacífica, la libertad. Pero “nosotros somos David”; y debemos reaccionar como sociedad.

No con la misma moneda, no con más barbarie, sino con mayor civilidad, unión y solidaridad. “Este asesinato no va a quedar en vano y no me refiero a la venganza, sino a lo contrario” dijo uno de los hijos de David en su sepelio. Y horas después, en la noche del pasado Sábado, 12 de marzo, la sociedad sanducera nos mostraba el camino, cuando espontáneamente, sin ninguna convocatoria política se volcaron a las calles 8.000 personas para honrar a David y tornarlo un símbolo de unión y tolerancia. Esa es la mejor respuesta que se le puede dar al odio, al extremismo y radicalismo y eso es lo que nos hace sentir orgullosos de ser uruguayos y con la confianza de que, redoblando nuestros esfuerzos, Uruguay sigue y seguirá siendo una tierra fértil donde crece la paz, la tolerancia y la libertad

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