Entre Cervantes y Mark Twain, Shólem Aléijem
Escrito el 26 Abril 2016. Publicado en Judaismo
Entre Cervantes y Mark Twain, en ídish
Por Gustavo D. Perednik
El escritor Shólem Aléijem, en su centenario.
Tres años atrás me hallaba en San Petersburgo para dar una conferencia en representación de la Universidad ORT Uruguay. Al recorrer la biblioteca de la Universidad Herzen anfitriona, me detuve extasiado ante una inesperada sección de libros en lengua ídish. Que ningún estudiante ni profesor pudiera leerlos no mermaba la iniciativa del homenaje.
El ídish es el fruto del milenario asentamiento de judíos en el valle del río Rin. Muy influido por el hebreo, y escrito en esta grafía, la mayor parte de su vocabulario deriva del Althochdeutsch. Se lo incluye en la familia de las lenguas germánicas occidentales, aunque también exhiba algunos rasgos de los idiomas eslavos.
La riquísima cultura de los judíos oriundos de Alemania -los askenazíes- incluyó un mosaico de todas las ramas de las letras, que 1978 fueron galardonadas con el Premio Nobel de Literatura en la persona del escritor ídish Isaac Bashevis Singer (m. 1991).
En estas semanas se conmemora el centenario del gran precursor, Shólem Aleijem (1859-1916), considerado el máximo autor en esta lengua, y el humorista judío por antonomasia. Precisamente a él estaban dedicados los anaqueles que me sorprendieron en la Herzen.
Hacia 1930, los ídish-hablantes rondaban los once millones, la mayoría en Europa Oriental. La Shoá infligió al idioma un golpe casi letal, y hoy en día la cifra ha quedado diez veces reducida.
Con todo, se distingue últimamente un renacer del ídish, notablemente en Israel, donde algunos miles de estudiantes secundarios lo eligen como su idioma opcional además del hebreo nacional y del inglés obligatorio. La prensa en ídish se ha reducido mucho, pero sigue habiendo programas radiales, y varios teatros que ofrecen obras en el idioma de Shólem, promovidos desde la Autoridad Nacional de la Cultura Ídish, creada en 1996 en el ámbito del Ministerio de Cultura.
Decenas de universidades del mundo ofrecen cursos de esta lengua y de su vastísima literatura. En Israel, la Universidad Bar Ilán alberga un importante centro académico dedicado al idioma, y en la Universidad de Tel Aviv se llevan a cabo cursos estivales organizados por la institución Shólem Aleijem. Una universidad porta este nombre en la Rusia sudoriental, en donde el ídish sigue siendo aceptado como lengua oficial en la fallida región autónoma judía de Birobidzhan.
Los sectores más conservadores de la ultra-ortodoxia religiosa siguen aferrados al ídish como lengua cotidiana, ya que prefieren mantener al hebreo fuera de las cuestiones mundanas.
La otrora gloriosa literatura ídish ha sido traducida a decenas de lenguas y, a su vez, en ella han sido vertidas las obras más importantes de la literatura universal. Incluso en China, la literatura judía comenzó a ser traducida con el Movimiento 4 de Mayo (de 1919), y los pioneros del renacer cultural (Mao Dun y Hu Yuzhi) tradujeron al mandarín la obra de Shólem Aleijem.
Atesoro a Shólem desde mis memorias infantiles. Me despertaba curiosidad que una importante escuela judía se llamara con un mero saludo; me sonaba parecido a que a un colegio lo denominaran «Hola qué tal».
El enigma me fue resuelto por la tía Clarita al obsequiarme las obras de Shólem Aléijem en español, de Acervo Editorial Ediciones en Buenos Aires que desde hace un siglo publica obras judías en castellano.
Me enteré entonces de que «shólem aléijem» -el clásico saludo judaico traducible a "la paz sea con vosotros"- era el seudónimo que había elegido el autor Salomón Rabinovich, precisamente para indicar que narraba la vida cotidiana de los judíos. Lo hacía en el habla vernácula del llano, que a la sazón era tildaba «jerga», y que a partir de Shólem fue elevada a la gran literatura.
Su pluma debutó en 1879 en el semanario hebreo Ha-Tzefirá; luego pasó a redactar ensayos para el órgano del iluminismo judío Hamelitz y, a pesar de que dominaba los tres idiomas de los judíos de marras (hebreo, ruso e ídish), priorizó el último como medio de expresión, y logró enaltecerlo.
El arte de Shólem inspiró el aroma más puro del shtétel -la aldea judía de Europa Oriental- y supo devolverlo en relatos en los que vibran aquellos villorrios ya desaparecidos, habitados por optimistas incurables y desdichados -antepasados de la mayoría de los judíos de hoy en día.
Los personajes de Shólem tradujeron sus privaciones en interminables fantasías de despreocupación y mancomunidad. Una elegía aludió a ellos como «poetas zapateros, peluqueros trovadores, y casamenteros filósofos».
El shtétel -los villorrios de la «zona de residencia» en la que los judíos tenían permitido habitar- se desmoronaron con la judeofobia y la modernización, y sus remanentes fueron arrasados en el Holocausto.
También Shólem debió emigrar con su familia debido a los pogromos que sucedieron a la malograda revolución de 1905. El camino lo llevó a Leópolis, Ginebra y Londres, hasta amarrar en Nueva York donde fue recibido como una celebridad, como «el Mark Twain judío».
En efecto, su coetáneo Samuel Clemens también supo elegir un seudónimo pintoresco, tomado de entre los sonidos que escuchaba en las aguas del Mississippi, y también el norteamericano abrevó en su feliz mocedad para deleitar al mundo con sus relatos.
Ambos se iniciaron como corresponsales y de allí pasaron a las letras; ambos conocieron la migración, las malas inversiones, el duelo, la guerra. Pero la niñez de Shólem no transcurrió a orillas de un río, sino en la aldehuela ucraniana de Voronkov, conocida por el inolvidable apodo que él le impuso en su narrativa: Kasrílevke.
Medio siglo después de la muerte de su creador, aquella aldea arquetípica penetró en Broadway bajo el nombre de Anatévka, con el que introdujo en los grandes musicales temas sombríos como la pobreza y la persecución. Y por sobre sobre todo, glorificó el motivo de la perseverancia de la gente simple que se aferra a su valiosa fe pese al vértigo circundante.
El título del éxito musical de Joseph Stein no fue menos memorable: El violinista sobre el tejado, que proviene del retrato del pintor Marc Chagall a su tío Neuch, subido con su violín a su casa techada. Esa imagen recogía la obra de Shólem Tevie y sus hijas ó Tevie el lechero (1894), en la que describía las desdichas de los hebreos en la Anatévka de la Rusia zarista de 1905, y las dificultades de Tevie, su esposa Golde y sus cinco hijas para mantener la tradición en un mundo velozmente cambiante. Tal como los violinistas que deban producir armonía en el resbaladizo tejado de la vida.
Una dupla de personajes de estirpe cervantina
Tevie fue uno de los dos personajes centrales de Shólem. El otro, Menájem Méndel, también me visita en memorias de la infancia. Cuando efectivamente comencé a leer el regalo de la tía Clarita, no dejaba de reírme ante los insultos que Menájem recibía en las cartas de su esposa Sheine Shéindl, una vez que ésta había cumplido con el respeto formal de la apertura. Cada una de las cartas comienza más o menos así:
«A mi digno y querido esposo, el espléndido, renombrado, inteligente y docto Menájem Méndel, salud. Ante todo te comunico que aquí, gracias a Dios, nos hallamos todos en perfecto estado de salud. Quiera Dios que me digas lo mismo de la tuya, y que siempre te encuentres igualmente bien.
Luego te diré que los tres chicos están con sarampión. Yo me paso las noches sin dormir, y tu allí bebiendo cubeba con orozuz. ¿Total, por qué no? ¿Qué inquietudes tienes? ¡Ninguna! ¡Qué desenfreno el tuyo! ¿A mí me quieres llevar a Odesa? No me atraerás con engaños, te lo aseguro. Mi tatarabuelo nunca estuvo en Odesa y se las arregló lo más bien. Méndel, no lograrás convencerme de que me vaya a la condenada Odesa, que por mí podría quemarse de punta a punta».
El desopilante epistolario se da entre el marido que viaja en procura de negocios que nunca se concretan, y su afanada esposa que le exige retornar a la aldea. Las chispeantes formas y los jocosos personajes me cautivaron desde la niñez. (Admito que no logré despertar una similar valoración de esos cuentos en mis hijos -acaso porque a la juventud le cueste entender qué es un intercambio de cartas o el oficio de lechero-).
Menájem Méndel y Tevie son las dos inolvidables figuras que Shólem moldeó a partir de 1890.
El primero es semi-autobiográfico; abunda en fracasos bursátiles y descabezadas pretensiones, un hombre simple que hace sonreír a partir de su sublimada amargura.
El otro, Tevie el lechero, proporcionaba lácteos a los acaudalados veraneantes de la colonia estival de Iehúpetz (Kiev), y proveía al lector de emocionantes monólogos, que hacían que la audiencia deseara ser cómplice del dramaturgo.
El soliloquio fue, en efecto, el género más importante, el más genial, de los cultivados por Shólem (los otros tres son: los cuentos de niños, las narraciones referidas a festividades hebreas, y el anecdotario del shtétel a través del «ciclo de Krasílevke», su quintaesencia).
Los dos personajes, Tevie y Menájem, compartieron un arte: cómo lidiar, con locuacidad y optimismo, con las dificultades de la vida. Esas dos características, junto a una gran ternura, fueron conformando una semblanza cuya valoración por los lectores creció con el paso del tiempo.
Podemos pensar en Menájem Méndel y Tevie como el Quijote y Sancho de la literatura ídish.
Por un lado, el idealista que no se detiene ante nada, que anhela vivir como en una fantasía, y que se propone enfrentar a todo obstáculo que ose interponérsele. El hombre de los innumerables fracasos, que nunca consiguen desanimarlo.
Por el otro, el realista, el campesino dedicado a lo práctico y útil, aun aquello que no entiende cabalmente. Sagaz, fiel, de buen humor, confiado y generoso.
Los habituales refranes de Sancho, aparecen en Shólem en los desatinos verbales de la siempre citada suegra de Menájem Méndel.
Don Quijote/Menájem y Sancho/Tévie son acaso las dos facetas del mismo hombre, que es su autor.
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