En la noche más profunda, cuando todas las certezas parecen abandonarnos, surge una luz pequeña, tenue, casi frágil. Una llama que podría parecer insignificante, una vela encendida y, sin embargo, lo transforma todo. Esa es la luz de Jánuca. No solo la luz ritual de ocho noches, sino una luz profundamente humana. Una luz que aparece cuando la oscuridad parece imponerse y aun así alguien decide encender algo, aunque sea pequeño. Jánuca nos recuerda que la humanidad no se mide por la magnitud de la adversidad, sino por la decisión íntima de no rendirse ante ella.
Para quienes no conocen esta tradición, Jánuca es una festividad del judaísmo que recuerda un momento en que todo parecía perdido y, aun así, la luz fue preservada. La tradición cuenta que, tras un período de opresión y silencio, se encontró una pequeña vasija de aceite puro destinada a iluminar un espacio sagrado. Alcanzaba solo para un día, pero ardió durante ocho. Más allá del relato histórico o religioso, el milagro de Jánuca habla de algo profundamente humano: la decisión de encender una luz incluso cuando no hay garantías, de cuidar lo poco que queda y confiar en que puede ser suficiente. Por eso, durante ocho noches, se enciende una vela más que la anterior: no para borrar la oscuridad de golpe, sino para recordarnos que la luz crece cuando se comparte.
A lo largo de la historia, el pueblo judío ha encendido esa luz una y otra vez. No como un gesto triunfal, sino como un acto de fidelidad a la vida, a la memoria y a la dignidad. Incluso en los momentos más oscuros, hubo siempre quienes eligieron preservar una llama: primero para sostener una tradición, luego para cuidar una identidad, siempre para mantener viva la esperanza.
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