jueves, 22 de marzo de 2012

c Sé que toda batalla para evitar que Israel sea destruido es justa.Y que, en esa batalla, contará conmigo.

erusalén

Por Gabriel Albiac, filósofo (ABC):
«Pon tu bandera a media asta, / recuerdo. / A media asta / el día de hoy y siempre». En la penumbra de la biblioteca y en voz alta, releo el Shibbolethde un Paul Celan siempre acosado por la fuga de muerte y humo que danza sobre la música más alta o la más alta poesía. Y es Israel lo que retorna en la herida enigmática del poeta. Y en la mía, y en la de cualquier hombre de nuestro siglo que no apueste por ser asesino o imbécil. No es política. Es la áspera teología de un ateo, que trata de entender el absoluto, sin ceder a sentimiento ni afecto. Y sin en nada creer. Y nada amar, a no ser clandestinamente. Ni ante nada aceptar nunca cerrar los ojos. Por más que puedan doler. Y pueden mucho.
Todo el que por allí pasó evoca la luz de Jerusalén como un prodigio de pureza geométrica. A mí me desasosiega. Las pocas veces que estuve en la Ciudad fue por obligación y me sentí extranjero; más aún que en cualquier otro sitio, que ya es mucho. Hay demasiados dioses que, bajo ese cielo de cristal tallado, sobrevuelan la explanada, que unos llaman del Templo y otros de las Mezquitas. Y todos ellos son el Dios único que a todo otro excluye. A los otros Dioses únicos, antes que a todo. A quien en nada cree creer, ese fuego cruzado le es fatal. Infaliblemente. Y huye de tal angustia lo antes que puede. Como debiera haber huido Rilke del ángel aquel de las Elegías de Duino, ángel demasiado bello para no ser homicida. Así fue para mí. Pero no es cosa mía. Sólo. Los filósofos somos los últimos huérfanos del politeísmo. Uno solo de esos Dioses únicos nos aniquilaría, al modo en que aniquila la excesiva poética del ángel rilkeano. La inmortal guerra a muerte de los tres únicos hace, a quien la mira a los ojos, naufragar en la melancolía de no haber entendido, al cabo, que el saber nada cura. Tanto pensar, para esto.
Cualquier rincón umbrío, cualquier calleja, la más mezquina plazuela que el sol inunda, pueden pedir cuentas al descreído. Se las piden. Mucho más que las gentes, al cabo presas de su cortesía, las piedras, arrumbadas o en perfecta sintaxis, hablan todas de lo mismo: perseveramos. Nosotras. Y aquellos que, en nosotras, ponen un sentido al mundo: aunque sea un sentido horrible. La ingenua pretensión de dejar en el umbral de lo humano toda creencia, que hirió al griego inventor de esa disciplina vuestra, en la cual se soñaba descifrar «el estupor ante lo uno y lo múltiple», es tan vana cuanto las fantasías de mundos luminosos que trajeron el infierno en el siglo veinte, sin siquiera el consuelo con el cual nosotras, piedras sagradas, revestimos a quienes por fidelidad nuestra mueren, matan.
A ninguna de esas fidelidades al absoluto yo sobreviviría. No puedo amar, pues, a sus oficiantes. Soy impermeable al masoquismo, y lo sacrificial me conmueve tan sólo en literatura. En lo real me desasosiega. Pero a ningún discípulo, hoy, de San Pablo se le va a ocurrir —salvo excepción psiquiátrica— venir a exigirme que retire del Areópago mis dioses precarios o bien perezca. Pero a ningún estudioso talmúdico va a turbarle el espíritu —salvo excepción psiquiátrica— conversar sobre lo en-sof con un educado discípulo del Epicuro al cual la Misnácondena a ser aniquilado. Jerusalén, como Roma, es hoy eso: la exigencia de que a nadie se imponga una creencia; de que a nadie —y eso es lo que de verdad importa— le sea arrebatada una no-creencia. Eso separa a los dos primeros monoteísmos del tercero. Y de la barbarie. Que hoy lo amenaza todo. Y, frente a esa barbarie, se dibuja la línea última de resistencia que Maurice Blanchot exige a aquel que escribe, a aquel que, «en la retaguardia de la política, no se aparta ni se retira, sino que trata de mantener esa distancia y ese impulso de la retirada para instalarse en ella (precaria instalación), como un centinela que no estuviese allí más que para vigilar, mantenerse despierto».
¿Amo a Israel? Ni más ni menos que a otro sitio. O que a ninguno. Nadie ama sinceramente a un país. Ni siquiera al suyo: menos que a ninguno al suyo. Ama, a veces, muy pocas, a las ciudades. En las que fue feliz o desdichado: que, en la vida de un hombre, es diferencia escasa. En cuya luz deseó morir o ser eterno; no mortal, en todo caso. Ciudades, las más de veces leídas, porque es en la escritura sólo en donde las ciudades revisten la luz cegadora de lo sagrado. No amo a Israel. Como no amo casi nada. Sé —y saber tiene más peso que amar alguno, por intenso que ese amar sea— a Israel una de las muy pocas apuestas necesarias del que fue mi siglo. Y puede que la única moralmente irrenunciable. Sé que hay verdad primordial en las líneas de Emil Ludwig Fackenheim que vaticinan cómo «en la historia en la que Auschwitz es accidental Dios ha muerto, y en la historia en la que es esencial está vivo»; aunque sea con la paradójica vida moral del pensar ateo. Y sé que toda batalla para evitar que Israel sea destruido es justa. Y que, en esa batalla, contará conmigo. Sin que haya en esa apuesta mía generosidad alguna. Puro egoísmo necesario: la fría certeza de que Israel es nosotros, hombres libres.
No amo a Israel. Amo la razón. Y si Israel es la razón hoy en el Cercano Oriente, enhorabuena. Aunque esa razón haya tenido que pagar el precio más horrible que haya pagado jamás pueblo alguno: la Shoá, el proyecto bien planificado de la aniquilación completa durante el nazismo. Y el no creyente que soy piensa, como el rabino, que toda la historia contemporánea se juega en esa atroz paradoja: que «el marco midrásico ha sido destrozado para siempre por Auschwitz, que el Dios de la historia ha muerto». Y que, después de Auschwitz, judíos somos todos. Todos los que, aún hoy y a pesar de todo el peso aplastante de nuestro siglo y contra él, nos llamamos libres. «Ni un solo francés —escribía Jean-Paul Sartre en 1946— estará seguro mientras un solo judío, en Francia y en el mundo entero, pueda temer por su vida». Donde Sartre escribe «francés» nosotros escribimos «hombre»; donde Francia, mundo. Es todo. Y hoy en Jerusalén se juega ese envite.
No hay otra teología posible, después de Auschwitz, que no sea esa lucha sin esperanza contra el mal que renace siempre. Israel cifra esa lucha. Lo siento, pero no es cuestión de afectos. El día en el que Israel caiga, habremos caído todos. Como cayó Centroeuropa el día en el cual la solución final fue una hipótesis factible. Eli Wiesel lo da en el cruel relato del niño que, en la formación del campo de exterminio, ante los cuerpos de los tres judíos que acaban de ser ahorcados por los SS frente a sus compañeros de martirio, pregunta: «¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?» Y una voz, tras él, susurra: «¿Que dónde está? Está aquí, colgando de esa horca». En esa respuesta cabe, con precisión exquisita, el enigma ineluctable del absoluto: el único que tiene valor para el que piensa.
Existiremos como hombres mientras Israel exista. Tal ha sido, tal es, la indigente certeza de un politeísta, anclado en sus anacronías griegas, que en nada cree y que nada espera. Y que desea ya tan pocas cosas. No es política, desde luego. Es la áspera teología de un ateo, que trata de entender el absoluto, sin ceder a sentimiento ni afecto. Y sin en nada creer. Y nada amar, a no ser clandestinamente. Ni, ante nada, aceptar nunca cerrar los ojos. Que, en la penumbra de la biblioteca y en voz alta, relee el Shibbolethde un Paul Celan siempre acosado por la fuga de muerte y humo que danza sobre la música más alta o la más alta poesía: «Pon tu bandera a media asta, / recuerdo. / A media asta / el día de hoy y siempre».

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