por Juan F. Carmona y Choussat
En el año 2003, tras la invasión americana de Irak, el desaparecido tirano libio Gadafi se puso en contacto con las autoridades británicas para rendir su programa nuclear. Esta decisión facilitó la intervención occidental en apoyo a las milicias libias que derrocaron al dictador en 2011, la más señalada participación europea en las revueltas árabes que desde la primavera de ese año afectan la zona.
En el año 2007 aviones israelíes destruyeron la planta nuclear de Al-Kibar en Siria donde el régimen de Asad pretendía hacer avanzar su programa nuclear con ayuda norcoreana. Sin embargo, las condiciones geográficas de Siria, la relevancia de las consecuencias de una intervención sobre sus vecinos, señaladamente el Líbano, sede de la organización terrorista pro-iraní Hezbolá, su alianza con Irán y la falta de un reemplazo claro al poder de Asad, especialmente una vez constatado el resultado de los levantamientos del norte de África y su escaso carácter liberal, han impedido una posición clara de cambio de régimen ante las violencias desplegadas por Asad contra su pueblo resultando en la muerte de unos 6.000 compatriotas.
Sobre toda esta situación sobrevuela, además, el resultado de las invasiones americanas de Irak y Afganistán y el modelo de retirada americana – o liderazgo desde atrás – impuesto por el presidente Obama y confirmado por las restricciones presupuestarias en Defensa derivadas del acuerdo entre ejecutivo y legislativo de 2011 sobre el techo de la deuda americana.
En este ambiente, la política europea en la zona, dividida el año pasado por la ausencia de Alemania en la coalición de la OTAN que ayudó a derrocar a Gadafi, se sustenta en la ruptura de relaciones diplomáticas y la ayuda a la Liga Árabe cuyo protagonismo procede precisamente de su apoyo en 2011 a la zona de exclusión aérea impuesta posteriormente por la ONU en Libia, base de la intervención.
La UE ha actuado en este caso de manera tradicional haciendo funcionar su Política Exterior y de Seguridad Común aplicando once rondas de sanciones contra el régimen sirio que van desde la prohibición de importar su petróleo hasta las restricciones de viaje a personalidades de su aparato estatal, incluyendo prohibiciones de exportación de armas. No obstante no hay ninguna expresión oficial concreta de apoyo a los rebeldes más allá de declaraciones favorables a los ciudadanos sirios y a la pérdida de la legitimidad de Asad. No se proporciona sustento militar ni armamento al Ejército Sirio de Liberación que concentra la mayor parte de la oposición armada a Asad.
A principios de febrero de 2012 varios países europeos llamaron a sus embajadores de Damasco, siguiendo una postura similar adoptada por los Estados Unidos, Túnez y las monarquías englobadas en el Consejo de Cooperación del Golfo. Las autoridades europeas han prometido un incremento de las sanciones para su reunión de 27 de febrero.
Entretanto varios dirigentes nacionales han descrito su posición respecto a la rebelión siria. El fundamento de esta, acordada por Merkel, Cameron y Sarkozy, se encuentra en respaldar a la Liga Árabe para liderar la solución del conflicto entendiéndose que se puede delegar en las organizaciones internacionales regionales las controversias que más les afectan. La solidificación de esta postura sigue a la ausencia de un acuerdo internacional del Consejo de seguridad de la ONU quien a inicios de febrero renunció a condenar al régimen sirio por el veto chino y ruso. Tras esta votación se produjo una condena de la Asamblea general de la ONU, cuyo efecto es un simbólico repudio al régimen de Asad y su violencia.
Por último se han intensificado los contactos con los rebeldes sirios, especialmente por el lado británico, pero con suma cautela tras desvelar la inteligencia americana la participación de Al-Qaeda - suníes paradójicamente apoyados por Irán que a su vez sigue siendo el principal aliado de Asad. El régimen de Jatami, envuelto en su propia escalada de tensión a cuento de su programa nuclear, estaría aparentemente decidido a ocupar la posición favorable al gobierno sirio y la contraria, por lo que pueda pasar.
Es evidente pues que son las consecuencias de la intervención americana en Irak, la de la OTAN en Afganistán y la de esta misma OTAN en Libia las que pesan decididamente a la hora de pasar a mayores en el conflicto sirio. Por otra parte el resultado mitigado de las revueltas árabes que han concluido con gobiernos islamistas con mando en plaza en Túnez, y probablemente en Egipto y Libia, retiene asimismo el celo de los europeos. Por fin, la ausencia de una política de defensa común así como las restricciones presupuestarias y la falta de liderazgo americano han impedido, y lo seguirán verosímilmente haciendo, una implicación mayor de los europeos.
Los europeos bastante tienen de momento con resolver la crisis de la deuda. Ausente el poder americano e incapaces unos y otros de afirmar sin ambages la superioridad del modelo de democracia liberal occidental sobre otros sistemas políticos más precarios, incluida una democracia sin respeto a los derechos fundamentales como la que está tomando cuerpo en los países de la primavera árabe, es imposible una participación europea decisiva en el dramático conflicto sirio. No parece haberse ni siquiera planteado el profundo cambio estratégico que supondría la desaparición del principal aliado en la zona de Irán, ni del socio esencial de Hezbolá, sustituto de facto de las tropas sirias que debieron abandonar el Líbano como resultado de la revolución del cedro de 2005, cuando la intervención americana en Irak hizo pensar a los pueblos de Oriente Medio que la liberación de la opresión islamista – Irán - o fascista – caso del régimen Baaz de Asad – era posible.
Hasta ahora el principal argumento a favor de la intervención – ¿el único? – ha procedido de la anterior asesora de Obama Anne-Marie Slaughter, quien en las páginas del New York Times abogó por esta como la mejor manera de detener los crímenes del gobierno sirio. La confirmación, sin embargo, de que la política occidental, seguida a pies juntillas por la UE, era más bien la otra cara de Obama, descrita por Ryan Lizza en el New Yorker como liderazgo desde atrás, fue la participación de varios países europeos y de la misma ONU en una reunión convocada por el gobierno islamista de Túnez. Allí se consagró la política de delegación en la Liga Árabe apoyada por la ONU, proponiéndose un enviado especial, el antiguo secretario general Kofi Annan, con la intención fundamental de permitir el acceso de los servicios sanitarios de emergencia y preparar el camino a una fuerza de pacificación, una vez que se haya acabado la violencia y puesto en marcha la transición (¿cómo?). La situación especialmente terrorífica del barrio de Baba Amr en Homs que había asistido a la muerte de dos periodistas occidentales en el mismo día, justificó también el acercamiento al Consejo Nacional Sirio, el grupo en que se integran las fuerzas opositoras a Asad. La señal principal de la conferencia, pues, lejos de las propuestas liberal-internacionalistas de Slaughter favorable a una intervención, aunque en su artículo no mencionase una sola vez la efímera doctrina de la responsabilidad de proteger (conocida como R2P) que sirvió para justificar la actuación en Libia, era de moderación occidental. El problema árabe correspondía a los árabes resolverlo.
Este proceso respondía a la percepción occidental de que los islamistas habían mutado. Estos, masivamente representados en los países del sur del Mediterráneo - y en Siria concretamente donde sufrieron en Hama la terrible represión de Hafez el Asad - por los Hermanos Musulmanes, se adaptaron integrándose en el ambiente político tras las guerras de Afganistán e Irak dejando de lado la solución terrorista de Al-Qaeda.
En definitiva nada parecía asegurar que los 6.000 muertos de la revuelta fueran los últimos de la primavera árabe ni que fueran a propiciar una transición modélica a la democracia en Siria, sino que el neo-realismo consagrado por Estados Unidos y no disputado por la más débil UE, apuntaba más bien a la constatación de los graves problemas cuyo caldo de cultivo es Oriente Medio, a su gestión cotidiana y a la desvinculación de Occidente de estos conflictos. La recolocación de los islamistas en el campo no-terrorista, cuyo antecedente está en una interpretación del Levantamiento de Anbar en Irak, bastaba por ahora. No es lo fundamental resolver este combate que parece estar aún en las primeras fases de un proceso aún muy incierto y amenazador para Occidente, especialmente el Sur de Europa. Los efectos de las guerras afgana e iraquí, generan una nueva voluntad, no de solucionar, sino de administrar el enfrentamiento de acuerdo con los modelos diplomáticos tradicionales, la delegación en los responsables regionales y la renuncia realista a buscar lo mejor, evitando al menos lo inmediatamente más preocupante para los intereses europeos.
Fuente: GEES
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