Este martes se agota el ultimátum de Naciones Unidas al régimen de El Asad para poner en práctica el plan propuesto por Kofi Annan y tanto los hechos como las declaraciones del Gobierno de Damasco parecen indicar que el acuerdo se va a quedar en papel mojado. Arrecia la campaña represiva de las fuerzas progubernamentales, pero los ciudadanos contrarios al régimen no se arredran y siguen protestando por toda Siria. Ante semejante situación, cada vez más voces piden olvidarse de negociar con el régimen e intervenir militarmente. ¿Acaso no tiene la comunidad internacional la misma responsabilidad de proteger a los sirios que a los libios? El argumento tiene fuerza, pero no podemos desvincularlo de la pregunta crucial: ¿cómo intervenir? Analizadas las respuestas más comunes a esta pregunta, aferrarse al plan Annan, o a los que le sigan, y perseverar en la vía diplomática parece la opción menos mala.
Las alternativas de intervención se resumen básicamente en dos: una operación militar internacional sin consentimiento del régimen sirio o bien armar a los grupos que están resistiendo a la represión. La primera no cuenta con el respaldo de una parte importante de la comunidad internacional, en particular Rusia y China. Además, no he leído en estos meses ningún plan convincente para intervenir. La mayoría mencionan corredores humanitarios, espacios seguros y zonas de contención. Pero prácticamente no hay zonas liberadas defendibles, sino espacios inconexos, ciudades o barrios, imposibles de proteger sin una presencia militar masiva sobre el terreno. En cuanto a las zonas de contención para refugiados, ¿no sería más fácil y seguro apoyar económicamente a los países de acogida que mantener a los refugiados en territorio sirio bajo ocupación internacional, amenazados por El Asad?
La segunda opción a menudo mencionada es armar a los grupos de resistencia, algo que Arabia Saudí y Catar podrían estar ya haciendo. Tal flujo de armas no parece que vaya a resultar en menos muertes a corto plazo o un cambio de régimen sin intervención exterior, y sí entraña el riesgo de engendrar una violencia que puede acabar enquistada y martirizar al país durante años, como pasó con Líbano e Irak.
¿Acaso no tiene la comunidad internacional la misma responsabilidad de proteger a los sirios que a los libios?
No todos los partidarios de la opción militar tienen una preocupación estrictamente humanitaria. Una intervención internacional en Siria podría sustituir a la guerra abierta contra Irán que algunos halcones (en Jerusalén, Washington y Riad) querrían. Puesto que un ataque directo a territorio iraní tendría efectos potencialmente catastróficos desde el Mediterráneo hasta Asia Central (y en los mercados de hidrocarburos) una guerra indirecta sería una buena opción para los enemigos de Teherán. Siria, el mejor aliado de Irán en Oriente Próximo, podría convertirse en escenario bélico interpuesto en la batalla geopolítica. Las comunidades y los ciudadanos sirios pasarían a ser meros peones, desechables a voluntad, y el espiral violento podría arrastrar al vecino Líbano. Este es el escenario que hay que evitar a toda costa: una solución para Siria basada en los intereses de las potencias exteriores y no en los de los sirios. Incluso entre los rebeldes hay temor a que una intervención acabe llevando a Siria a la situación de otro país vecino, Irak.
De momento El Asad ha esquivado una intervención como las que derribaron a Sadam Husein y Gadafi, y se afana en aplastar la rebelión antes que dé pie a injerencias exteriores. Es imposible saber cuánto apoyo le queda y, sobre todo, cuánto de este apoyo es fruto del terror al régimen, a un enfrentamiento sectario o a ambos. Pero está más que demostrada la determinación inquebrantable de los opositores a cambiar de Gobierno. El tiempo juega a su favor: lo que en Túnez tardó días, en Egipto semanas y en Yemen meses puede tardar años en Siria, pero no parece que la corriente de fondo sea menos intensa. No ha habido revueltas localizadas, sino un giro copernicano en la conciencia política de los sirios que el régimen actual ha demostrado no poder contener.
Para la comunidad internacional es una irresponsabilidad intervenir sin garantías de no generar más sufrimiento a la población a quien se pretende proteger, o con el peligro de caer presa de intereses geopolíticos sin nada que ver con consideraciones humanitarias. Intervenir mal, aunque sea con buenas intenciones, es mucho peor que no hacerlo. No es momento de descartar a ningún interlocutor, ni siquiera a El Asad. Los plazos de la diplomacia, sus esperanzas rotas y retornos al punto cero, son exasperantes en medio de la carnicería. Pero una legítima preocupación humanitaria no nos puede hacer perder de vista que, hoy por hoy, una intervención militar, directa o encubierta, puede contribuir a hundir a Siria en una espiral de violencia devastadora.
EL PAIS.COM
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