SABINA SPIELREIN, PIONERA DEL PSICOANÁLISIS NO RECONOCIDA
Cuando Sabina Spielrein ingresó al hospital psiquiátrico de Zúrich, tenía apenas diecinueve años. Llegó exhausta, con crisis emocionales intensas y varios días sin dormir. El diagnóstico fue rápido y definitivo para la época: histeria femenina. A comienzos del siglo XX, esa etiqueta funcionaba como una sentencia. No explicaba. No escuchaba. Silenciaba.
Pero Sabina no era una mente débil.
Era una mente excepcional en un mundo que no sabía cómo tolerarla.
Hablaba varios idiomas, estudiaba filosofía, matemáticas y ciencias, y poseía una agudeza intelectual poco común. Su sufrimiento no provenía de incapacidad, sino del choque entre una inteligencia intensa y un entorno que no ofrecía espacio para ella.
En ese hospital conoció al joven médico que la trataría: Carl Gustav Jung.
La relación que se desarrolló entre ambos fue compleja y problemática. Sabina fue paciente, pero también estudiante, colaboradora intelectual y una presencia decisiva en el pensamiento temprano de Jung. Le planteaba objeciones, formulaba preguntas nuevas y desarrollaba ideas propias. No fue una figura pasiva dentro del nacimiento del psicoanálisis.
Desde sus primeras investigaciones, Sabina formuló una intuición radical: la existencia de una fuerza destructiva como parte constitutiva del desarrollo psíquico humano. Una idea que anticipaba, con años de ventaja, lo que luego sería conocida como la pulsión de muerte.
Sigmund Freud reconoció la originalidad de su pensamiento. Sin embargo, cuando esas ideas fueron incorporadas al corpus teórico del psicoanálisis, su nombre quedó relegado.
Sabina era joven.
Era mujer.
Era judía.
Era extranjera.
Demasiadas razones para ser ignorada.
Aun así, perseveró. Se graduó en medicina, ejerció como psicoanalista y publicó trabajos innovadores sobre el lenguaje infantil, la ambivalencia afectiva y la relación entre amor y destrucción. Muchos conceptos que hoy son fundamentales en la psicología moderna encuentran sus primeras formulaciones en sus textos.
Pero su nombre desapareció.
La historia oficial conservó a Jung, Freud y otros padres fundadores. Sabina quedó convertida en una nota incómoda, fácilmente omitida.
En 1923 regresó a Rusia. Trabajó como psicóloga infantil, educadora e investigadora. Participó en la creación de algunos de los primeros programas educativos experimentales y defendió una infancia basada en la atención, el desarrollo emocional y el conocimiento científico.
Luego llegó el desastre.
En 1942, durante la ocupación nazi de Rostov del Don, Sabina Spielrein y sus dos hijas fueron asesinadas junto a miles de judíos. Sus cuerpos fueron arrojados a una fosa común en Zmiévskaya Balka.
Durante décadas, su obra y su vida parecieron desaparecer con ella.
Hasta que, en los años ochenta, cartas, diarios y publicaciones olvidadas salieron a la luz. La voz de Sabina volvió a escucharse. Y la psicología tuvo que enfrentar una verdad incómoda.
Sabina Spielrein no fue una figura secundaria.
Fue una pionera.
Pensó antes que otros.
Formuló ideas que otros desarrollaron y firmaron.
Fue borrada por razones ajenas a su talento.
Hoy, su lugar en la historia comienza a restituirse.
No como un apéndice de Jung ni como una curiosidad trágica, sino como lo que realmente fue:
una de las mentes fundamentales en la construcción del psicoanálisis moderno.
Durante casi un siglo fue silenciada.
Ahora, finalmente, vuelve a ser escuchada.

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