De las cenizas del Holocausto al refugio de Ecuador
Ecuador, un país lejano, desconocido y ajeno, se convirtió en refugio para unos 3.000 judíos que escaparon de las garras del nazismo en el Viejo Continente y sentaron las bases de una comunidad que echó nuevas raíces sin olvidar su pasado.
“En Ecuador apenas hay entre 7 y 10 sobrevivientes y proceden de Hungría, Checoslovaquia y Rumanía”, explica Sol Paz, coordinadora del Centro Manuel Antonio Muñoz Borrero, especializado en el estudio sobre el Holocausto, derechos humanos y genocidios.
Fundado en 2012, lleva el nombre del cónsul general ecuatoriano en Estocolmo que durante la Segunda Guerra Mundial expidió visados a judíos europeos para que pudieran escapar del nazismo, lo que le valió el título de “Justo entre las Naciones”, máximo reconocimiento otorgado por el Museo Memorial Yad Vashem de Jerusalén a los gentiles que colaboraron en salvar vidas judías.
Ubicado en el colegio judío Alberto Einstein, en el norte de Quito, al centro acuden investigadores que abordan, “sobre todo, la migración de judíos al Ecuador y el impacto que tuvo en el país”, un fenómeno que se dio en la preguerra, durante la guerra y posteriormente, señala su coordinadora.
“Se reporta que llegaron unos 3.000 judíos del éxodo de la Segunda Guerra Mundial y consiguieron pasaportes o visas como agricultores”, expuso.
La mayoría trajo consigo otras profesiones, pero no desaprovechó la oportunidad para comenzar de cero o considerar Ecuador como plataforma para emigrar a otros países.
Su llegada reforzó en número a la marginal comunidad de origen sefardí existente y desarrolló campos como el textil, industrial o educativo, entre otros.
Muchos se radicaron en Guayaquil, pero con el tiempo Quito se convirtió en el epicentro de la vida judía del país, aunque hoy la capital alberga poco más de 250 familias judías y un centenar la otra ciudad.
El caso de Alfredo Baier, 88 años y originario de la ciudad alemana de Papenburgo, cercana a la más conocida Bremen, que tenía nueve años cuando llegó en barco, podría resumir el de muchos judíos que arribaron al país andino como única opción de supervivencia.
Su progenitor obtuvo la visa como agrónomo gracias a que tenía experiencia como ganadero y cultivaba parcelas, aunque su principal negocio era la distribución de tabaco.
En una entrevista rememora cómo la “Noche de los Cristales Rotos”, una ola de asaltos y agresiones a propiedades judías en Alemania en noviembre de 1938, fue el catalizador de su huida.
“Mi padre fue detenido por los nazis y como condición para soltarle le pusieron que emigrase, y me dijo: ‘lo primero que encontremos, allá nos vamos, porque aquí no podemos seguir”, relata en un castellano que aún lastra un remoto acento germano.
Del trauma de su vida en Alemania recuerda que un amigo suyo amparado en la ideología nazi comenzó a humillarlo: “Sus padres le convencieron de que como soy judío tenía que matarme. ¡Y quiso matarme!”.
Pero ese episodio no le impidió regresar a su país natal a estudiar becado por el Gobierno alemán, del que recibe como reparación unos 700 dólares al mes por el sufrimiento causado durante el Holocausto y la pérdida de bienes.
Su mujer, Sida Samiz, de 80 años, por el contrario, no puede ni escuchar alemán: “Se me paran los pelos”, advierte.
Nacida en Chernivitsi, hoy Ucrania pero durante la contienda territorio rumano, sufrió la “Shoá” (palabra hebrea para la barbarie nazi) y las consecuencias de la guerra en propia carne.
Su familia fue traslada al gueto de Mogilev, en la frontera entre Ucrania y Moldavia, ocupado en 1941 por tropas nazis y rumanas afines al Tercer Reich.
Una tía suya falleció en ese gueto, que califica como “campo de concentración”, un período de su trayectoria del que apenas le quedan recuerdos, pues con cuatro años solo alcanza a describir la imagen de un soldado nazi, sin camisa, lavándose en una pequeña alberca.
“Gracias a dios mis padres lucharon para poder sobrevivir esos cuatro años. Después, llegamos a Ecuador porque otros países no nos daban las visas”, comenta sobre un viaje que antes les llevó a París.
Su hija Rosa menciona los consabidos tabúes familiares en hablar sobre el trauma del Holocausto, pero cita como ejemplo, que “la bodega tenía que estar siempre muy bien aprovisionada. Creo que este es un tema de la guerra”, o frases que escuchaba de su madre y abuela, como la de que “hasta la sopa de cáscara de papa se puede compartir”.
Fuente: Aurora
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