martes, 27 de marzo de 2018

Turquía vs. Irán: de la guerra fría a la paz… igualmente fría

Por Burak Bekdil 

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"Para los mulás iraníes, de distintas tendencias conservadoras, Turquía sigue siendo demasiado occidental, demasiado traicionera… y demasiado suní. Y para los neo-otomanos de Ankara Irán sigue siendo secretamente demasiado hostil, demasiado ambicioso, demasiado poco fiable… y demasiado chií. Las ambiciones neo-otomanas turcas no son bien recibidas en Teherán, Damasco o los despachos subterráneos de Beirut"
Después de haber librado varias guerras no concluyentes, los turcos otomanos y los persas safávidas decidieron en 1639 adoptar un nuevo código de conducta que iba a perdurar siglos: la paz fría. Tras la revolución islámica iraní de 1979, esa paz fría fue puesta a prueba: el entonces férreamente laicista establishment turco temía que los mulás de Teherán pudieran querer debilitar a Turquía mediante la exportación de su islamismo pervertido.
La plasmación de la paz fría en el siglo XXI ha tomado un cariz distinto, después de que Turquía virara de un laicismo oficial acérrimo al islamismo electo. En teoría, la paz fría debería haber dejado de ser fría para transformarse en simple paz. Pero no ha sido así, porque el islamismo turco es demasiado suní y iraní, demasiado chií.
La guerra fría está ahí para quedarse, si bien Ankara y Teherán respetan sus reglas de oro: haz que respetas a tu rival, no te enfrentes abiertamente a él y coopera con él contra los enemigos comunes, que, al fin y al cabo, son muchos.  
El comercio entre los socios de la paz fría ha prosperado. El presidente Recep Tayyip Erdogan dijo una vez, en su época de primer ministro, que consideraba a Teherán su segundo hogar. En correspondencia, el entonces presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, alabó a su buen amigo Erdogan “por su posición clara contra el régimen sionista”. El pasaje a Persia progresaba perfectamente, al menos en teoría.
Cuando, en el verano de 2009, las calles de Teherán se inundaron de protestas y miles de iraníes indignados se rebelaron bajo la bandera del Movimiento Verde contra el corrupto régimen islamista de Ahmadineyad, el Gobierno turco intercambió cortesías diplomáticas con Teherán. “No está bien interferir en los asuntos internos de un gran país como Irán”, declaró el entonces presidente Abdulá Gül sobre las protestas iraníes. “La estabilidad de Irán es muy importante para nosotros. Queremos que Irán resuelva sus problemas sin alterar la paz interna”.
Cuatro veranos después, en 2013, millones de turcos salieron a la calle para protestar contra un Gobierno que a su juicio se movía cada vez más en la dirección iraní, hacia una desagradable mezcla de autocracia e islamismo. Cuando las protestas turcas cobraron fuerza, el Gobierno iraní devolvió el favor de 2009 guardando silencio. Extrañamente, los jóvenes iraníes se mostraron sumamente indiferentes a las revueltas turcas, aunque algunos las vieron con excitación y curiosidad.
En el apogeo de las protestas turcas, Erdogan y sus funcionarios más relevantes achacaron la agitación a un variado surtido de culpables, desde la telequinesia, los grupos de presión judíos y los sionistas a los Gobiernos, medios y compañías aéreas occidentales, todos ellos presuntamente unidos con el único propósito de impedir la emergencia de un nuevo imperio turco.
A finales de 2017, la agitación volvió a las calles persas. La regla de oro que apuntalaba la paz fría turco-iraní permanecía inalterada. Ankara expresó su preocupación por las protestas en las ciudades iraníes, y después los ministros de Exteriores de los países hermanos intercambiaron cumplidos diplomáticos por teléfono.
Erdogan proclamó lo mucho que Turquía valoraba la estabilidad de Irán y alabó generosamente al presidente iraní, Hasán Ruhaní. Los funcionarios iraníes, entre tanto, culpaban de las protestas a los “enemigos”, aunque en este punto se mostraron menos ingenuos que sus colegas turcos, que culparon a criaturas esotéricas como el “cerebro oculto” (una invención de los funcionarios de Ankara que aún está por definir).
Turquía lanzó una advertencia a los que pudieran querer interferir en la política iraní, e incluso su ministro de Exteriores, Mevlüt Çavuşoğlu, acusó explícitamente al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y al presidente de EEUU, Donald Trump, de financiar las protestas iraníes. Entre los manifestantes se pudo ver a jóvenes turco-azeríes panturcos haciendo signos racistas, lo que llevó a Ankara a encomendar a los políticos turcos ultranacionalistas que los convencieran para que “se retiraran (…) del escenario de las protestas”. Otro gesto fraternal.
Pero, como suele ocurrir en la relaciones turco-persas, los momentos de fraternidad entre musulmanes pueden malinterpretarse. Para los mulás iraníes, de distintas tendencias conservadoras, Turquía sigue siendo demasiado occidental, demasiado traicionera… y demasiado suní. Y para los neo-otomanos de Ankara Irán sigue siendo secretamente demasiado hostil, demasiado ambicioso, demasiado poco fiable… y demasiado chií. Las ambiciones neo-otomanas turcas no son bien recibidas en Teherán, Damasco o los despachos subterráneos de Beirut.
Durante muchos años, Ankara pensó que podía ganarse los corazones y las mentes en Teherán resaltando las convergencias frente a las divergencias. Los turcos se opusieron a las sanciones impuestas a Irán y después ayudaron a los iraníes a eludirlas. También estaba el enemigo común –Israel–, pero resultó que hasta Israel puede dividir, en vez de unir, a los suníes turcos y los chiíes iraníes.
Cuando Erdogan hizo de punta de lanza del intento internacional de reconocer el este de Jerusalén como capital del Estado palestino, Teherán se encogió de hombros diciendo que era “demasiado poco, demasiado tarde”. Según Irán, los turcos deberían haberse atrevido a reconocer toda Jerusalén como capital palestina, no sólo la sección oriental. Los mulás de Ankara interpretaron que los mulás chiíes estaban intentando estropearles la jugada.
En diciembre, Erdogan reiteró que el presidente sirio, Bashar al Asad, es “un terrorista de Estado” que “debe marcharse”. Asad es el más fiel aliado que tienen los mulás iraníes en la región. Creer que se va a ir simplemente porque así lo quiere Erdogan provocará seguramente algunas risas en Teherán (y en Moscú).
En 2012, en un raro momento de lucidez, Erdogan puso bajo un foco realista la cuestión turco-persa. “No podemos sentirnos cómodos cooperando con Irán”, dijo. “Ponen demasiado énfasis en el enfoque sectario. He dicho muchas veces a destacados iraníes: dejemos a un lado [la división] aleví-suní. Antes que nada, somos musulmanes. Miremos este asunto [Siria] como musulmanes. Cuando tengo encuentros bilaterales con ellos, nos dicen: ‘Vamos a resolverlo juntos’. Pero cuando llega el momento de dar el paso, tienen, por desgracia, métodos de trabajo muy suyos. Esto, naturalmente, es muy triste”.
Los turcos son listos, pero no siempre lo suficiente. Por fin se han dado cuenta de que los iraníes “hacen demasiado énfasis en un enfoque sectario”. Sin embargo, no han entendido lo que sí ven claramente los iraníes: que los turcos hacen exactamente lo mismo. Es pueril creer que la poco convincente retórica de “vamos a arreglar esto como musulmanes” pueda poner fin a una guerra de catorce siglos.
© Versión original (en inglés): The Begin-Sadat Center for Strategic Studies (BESA)
© Versión en español: Revista El Medio
  

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