La banalización del Apartheid
El Apartheid ("separación" en el idioma afrikáans) fue un sistema institucionalizado de discriminación racial contra los ciudadanos no blancos de Sudáfrica. Regulado por unas 150 leyes codificadas, los negros fueron despojados de sus derechos. No podían votar, no podían compartir el mismo sistema de transporte que los blancos, ir a los mismos parques o a las mismas escuelas. Por ley, el matrimonio, e incluso las relaciones sexuales entre blancos y negros quedaban totalmente prohibidos.
El término apartheid no hace referencia a una mera discriminación o a la existencia de cierto racismo como puede existir en cualquier país alrededor del mundo sino que fue específicamente creado para describir el régimen en Sudáfrica y regímenes análogos.
Así, por ejemplo, a pesar de que hace un año, la ONU denunciaba que en España “todavía hay demasiados gitanos que sufren agravios socioeconómicos significativos e incluso exclusión, así como discriminación y prejuicios en áreas como la educación, la vivienda y el empleo”, nadie osaría acusar a España de ser un régimen de apartheid.
No obstante, ese rigor en el empleo de la terminología se esfuma a la hora de hablar de Israel, ante el cual, cualquier crítica, por endeble que sea, suele encontrar un terreno abonado para expandirse.
En este mismo medio se acusaba recientemente a Israel de ser un estado racista en el que “bantustanes y apartheid marcan el futuro de los territorios ocupados”. El problema de estas afirmaciones es que se sustentan en datos erróneos.
El artículo en cuestión hacía referencia a una entrevista con Nathan Thrall, de quien omitían que aprueba la violencia y el terrorismo palestinos como medio eficaz para expulsar a Israel de Cisjordania, y que es un activista pro BDS (campaña de boicot contra Israel que, por ejemplo en Alemania, ha sido declarada una campaña antisemita).
De hecho incluía afirmaciones tan “marcianas” como que “los 1,9 millones de árabes israelíes pueden votar pero no pueden pertenecer al estado israelí a no ser que se conviertan al judaísmo”. ¿Cómo van a votar sin “pertenecer” al estado en el que votan? Lo cierto es que los casi 1,9 millones de árabes son tan israelíes como el resto de la población. Y más allá de que como en toda sociedad puedan existir bolsas de racismo, el 20% de la población árabe goza de los mismos derechos que sus conciudadanos. Votan en las elecciones, tienen representación política, pueden acceder a cualquier puesto, y se casan con quien les da la gana. Fue el juez árabe, George Karra, quien mandó al expresidente Katzav a la cárcel. ¿Imaginan eso en la Sudáfrica del apartheid?
El texto publicado por La Vanguardia más allá de confundir ciudadanos árabes israelíes con la población palestina en Cisjordania, apela a la emocionalidad del lector, partiendo de un terrible accidente de tráfico en 2012 que sirve de hilo para hilvanar acusaciones de racismo, fanatismo religioso contra Israel, e incluso su “incapacidad para borrar a los palestinos”. Desde luego, incapacidad absoluta, ya que según la Oficina Central de Estadística de Palestina, la población árabe palestina se ha multiplicado por 9 desde 1948.
Pero incluso el accidente de tráfico, anécdota central e ilustrativa de ese régimen del mal, se diluye cuando se confronta con los hechos. Así, el artículo afirma que “las ambulancias y los bomberos israelíes tardaron dos horas en llegar” y que ese “retraso, así como el accidente, explican muy bien los 54 años de ocupación militar israelí”. Pero, en su día, The Guardian, daba voz al padre de una de las víctimas, que afirmaba: “Los camiones de bomberos tardaron 45 minutos en llegar y eran israelíes”. El mismo medio británico daba cuenta de que “una investigación palestina concluyó que el retraso se debió a la confusión de los presentes sobre si debían contactar con los servicios de emergencia israelíes o palestinos”. 45 minutos frente a dos horas, confusión frente a premeditación.
Desde el titular, que denunciaba que Israel busca convertir “Palestina en territorio judío”, pasando por acusaciones sin base como que el Tribunal Supremo israelí aprueba “asesinatos” (sic), o que “la Biblia, las sagradas escrituras, fueron y siguen siendo su base ética y legal”, el contenido del artículo da más prueba de activismo ideológico que de reflexión seria y rigurosa. No hay ninguna ley religiosa israelí y el Tribunal Supremo de Justicia es totalmente independiente.
Es difícil desmontar sin aburrir al lector, punto por punto todos y cada uno de [los] errores ahí expuestos, valga este botón como muestra, pero conviene recordar, a modo de antídoto contra la caricaturización de este conflicto, que cualquier planteamiento simplista en el que conviven malos muy malos con meras víctimas inocentes, sirve entre otras cosas, para eludir o desvanecer las responsabilidades reales.
La acusación de apartheid, por lo disparatada, lejos de deslegitimar a Israel, es un insulto al verdadero drama vivido por la población negra sudafricana hasta los años noventa.
En palabras de Olga Meshoe Washington, abogada sudafricana víctima del apartheid y defensora de Israel,
“es moralmente repugnante que cualquier persona, organización o gobierno se apropie incorrectamente de la historia del apartheid de Sudáfrica contra Israel. También es repugnante reunir a personas de todo el mundo en torno a las experiencias dolorosas, colectivas y reales de los sudafricanos negros para una causa basada en la falsedad (…) su historia no puede ser manipulada para perpetuar una narrativa que borra la frontera entre la crítica legítima a las políticas del gobierno israelí y el antisemitismo”.
* Masha Gabriel es Directora de Revista de Medio Oriente.
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