martes, 28 de noviembre de 2023

 

Una revaluación de Golda Meir, cincuenta años después de la Guerra del Yom Kipur

 

Por Jonathan S. Tobin 

"Cincuenta años después, Israel se encuentra en una posición mucho más fuerte que en el Yom Kipur de 1973, por muchas razones. Aun así, sigue sufriendo presiones por parte de amigos y de enemigos como un Irán potencialmente nuclear. Meir tuvo muchos defectos, y es poco probable que la generación que vivió aquella crisis llegue a perdonarla. Pero sus sucesores harían bien en emular su desconfianza hacia el mundo y tener presente la necesidad de la autosuficiencia. Aunque algunos tachen sus actitudes de reliquias de una época pasada, marcada por la opresión zarista y el Holocausto, la implacable insistencia de Meir en defender los intereses nacionales y, en la medida de lo posible, preferir los activos estratégicos tangibles a la simpatía de una comunidad internacional que se muestra tan indiferente a Israel como hace medio siglo tiene tanto sentido ahora como entonces"

Hay un axioma en periodismo que dice que nunca sabes cuándo vas a hacer aquello por lo que serás recordado por encima de todo. Pocas vidas ejemplifican mejor esta lección que la de Golda Meir, la primera primer ministro de Israel. Según cualquier criterio histórico razonable, la suya fue una vida extraordinaria de logros, en la que se reflejó la peripecia del pueblo judío durante el siglo XX.

Sin embargo, pocos le concedieron el estatus de madre fundadora de Israel, junto a su viejo colega David ben Gurión o incluso su rival político Menájem Beguin. La razón de ello fue la tragedia de la Guerra del Yom Kipur, de la que tantos israelíes le culparon. Ahora, cincuenta años después de aquel trauma, una película y dos libros defienden que ha llegado el momento de restaurar su reputación y colocar a esta extraordinaria figura donde se merece.

Para los judíos de la Diáspora, especialmente los estadounidenses con edad suficiente para recordarla como uno de los dirigentes israelíes más emblemáticos de su generación, Meir era algo más que una heroína sionista y la mujer que había recaudado el dinero para ayudar en la lucha durante la Guerra de Independencia (1948) y a absorber a los refugiados de Europa y de los mundos árabe y musulmán. Meir era la abuela judía de todos que cuidaba al pueblo judío sin dejar de tratarlo con firmeza.

Una heroína en el extranjero, no en casa

Pero para la mayoría de los israelíes su reputación era muy distinta. Las encuestas muestran que es considerada uno de los peores gobernantes que haya tenido el país. El veredicto negativo se debe a la Guerra del Yom Kipur. Meir fue condenada por haberse quedado cruzada de brazos y permitido que Egipto y Siria lanzaran ataques contra Israel en el día más sagrado del año para los judíos. Los 2.656 israelíes que murieron en ese conflicto, junto con los 7.251 que resultaron heridos y los 294 que cayeron en manos del enemigo como prisioneros –números asombrosos para lo que entonces era un país de sólo 3,3 millones de habitantes, donde la mayoría había servido en las Fuerzas Armadas– fueron algo demoledor.

Meir fue reelegida primera ministra, aunque con una mayoría capitidisminuida, en las elecciones celebradas sólo unas semanas después de que cesaran los disparos, en diciembre de 1973. Y fue exonerada de responsabilidad por el fiasco bélico por la Comisión Agranat, que investigó el desarrollo de la contienda. Pero el masivo movimiento de protesta de posguerra contra el Gobierno –principalmente, contra el ministro de Defensa, Moshé Dayán, y la propia Meir– generó tal clamor que Meir se sintió obligada a dimitir en abril de 1974. Murió cuatro años después, en 1978, sin que recuperara el prestigio entre sus compatriotas.

Las familias de los caídos nunca la perdonaron, como tampoco lo hicieron muchos de los veteranos que pensaron que la contienda -el preludio, la confusa guerra de los generales que tuvo lugar durante los 18 días de combate y el final, justo cuando Israel había conseguido cambiar las tornas en su beneficio– ilustraba la bancarrota de la clase dirigente del país, simbolizada principalmente por Meir, de 75 años en aquel entonces. La guerra fue el punto de inflexión que propició el posterior mahapaj o «levantamiento» de 1977, cuando la victoria electoral de Menájem Beguin y el partido Likud puso fin al largo gobierno de los laboristas sionistas, que se remontaba a la época preestatal.

Meir no era siquiera querida por la propia izquierda israelí. Así, la culparon, por su justificada mano dura contra los enemigos de Israel –en particular, los árabes palestinos–, del fracaso en la consecución de la paz antes de octubre de 1973.

Nacida con el apellido Mabovitch en el Imperio ruso, en lo que hoy es Ucrania, en 1898, Meir emigró con su familia a Estados Unidos siendo una niña, y se forjó como profesora y activista sionista socialista. Hizo aliá en 1921, con su marido, Morris Meyerson; y a lo largo de toda una vida de servicio al sionismo laborista y al flamante Estado judío desempeñó un papel clave en todas las luchas políticas y diplomáticas de Israel. Así, fue la primera embajadora del país ante la Unión Soviética, ministra de Trabajo, ministra de Asuntos Exteriores (1956-66) y primera ministra –de 1969 a 1974.

Ese historial de logros se olvidó o se consideró insignificante en comparación con la rabia que sintieron los israelíes ante la primera de las guerras en la que no pudieron hacerse con una victoria total. De hecho, todavía parecen pensar que aquello fue no sólo un revés, sino un juicio moral de proporciones bíblicas, en el que fueron severamente castigados por su arrogancia tras la Guerra de los Seis Días (1967).

He aquí una de las crueles ironías de la historia.

Bajo cualquier criterio militar, incluso político, Israel salió victorioso de la guerra. Sus tropas estaban más cerca de El Cairo y Damasco al final de las hostilidades que al principio de las mismas. Y los triunfos tácticos de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) no fueron nada comparados con los estratégicos. La victoria de Israel puso fin esencialmente a la amenaza de otro conflicto militar convencional, en el que la nación árabe más grande y poderosa –Egipto– podría lanzar un ataque destinado a destruir el Estado judío. Por el contrario, los egipcios, cuyas fuerzas, según cualquier criterio objetivo, perdieron la guerra, siguen pensando que ganaron; ahora bien, este espejismo contribuyó a allanar el camino para que el presidente Anwar Sadat firmara la paz con Israel unos años más tarde.

Corregir la historia, al menos en lo que respecta a Meir, es el objetivo de la recién estrenada película Golda, protagonizada por la estrella inglesa Helen Mirren, que luce una nariz protésica que rivaliza con la que lleva Bradley Cooper en su interpretación de Leonard Bernstein en Maestro. A la campaña a favor de Golda se suman Golda Meir, biografía escrita por Deborah Lipstadt, historiadora y actual enviada especial del Departamento de Estado para la lucha contra el antisemitismo, y Eighteen Days in October («Dieciocho días de octubre»), una nueva crónica de aquella guerra escrita por Uri Kaufman.

En defensa de Golda

Obra del cineasta israelí Guy Nativ, Golda se ciñe a la vida de Meir durante la guerra del Yom Kipur. Se beneficia de las buenas actuaciones de Mirren y Liev Schreiber, que hace una razonable interpretación del secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, y del resto de un reparto mayoritariamente israelí. Pero parece más bien una versión cinematográfica de una obra de teatro para la que hay que prepararse seriamente si uno no quiere perderse en un mar de detalles, incluso en esta versión cribada de un tema muy complejo.

Sin embargo, sí que da un par de claves de la fortaleza de Meir y la presión que soportó al lidiar con una crisis imprevista y potencialmente existencial para el Estado de Israel mientras recibía tratamiento médico a causa de un linfoma, algo que se ocultó a la opinión pública israelí, que no tenía ni idea de que su anciana dirigente estaba viéndoselas con más desventajas que las derivadas de fumar ocho paquetes de cigarrillos al día, la torpeza de sus asesores y la brutal presión estadounidense. El penoso desempeño de Dayán en esas circunstancias y el modo en que la inteligencia militar israelí fracasó son expuestos con toda crudeza.

La biografía de Lipstadt es el polo opuesto de la película. El más reciente título de la serie Jewish Lives (Vidas judías) de Yale University Press es un poderoso alegato en favor de la centralidad de Meir en la historia sionista y judía. Lipstadt, una respetada historiadora del Holocausto antes de convertirse en la principal apologeta judía de la Administración Biden, hace justicia a la complicada peripecia de su protagonista sin caer en la hagiografía. De ahí que no ahorre a los lectores detalles desagradables sobre su vida personal, que incluyó un matrimonio fallido y relaciones con destacados sionistas laboristas como David Remez –que dio a su carrera un importante impulso inicial–; así como sobre su rígido sectarismo y su adhesión a un sistema económico socialista que había dejado de ser útil mucho antes de que fuera abandonado por los sucesores de Meir, veinte años después. Lipstadt también critica la hostilidad de Meir hacia el feminismo (a pesar de su propia vivencia a la hora de tener que lidiar con el trabajo y la maternidad) y escucha con atención a quienes la consideran demasiado derechista en su enfoque sobre los retos de seguridad de Israel –su afirmación de que «no existían los palestinos» antes de 1948 sigue siendo controvertida, pero era totalmente acertada.

Extrañamente, Lipstadt considera que la Guerra del Yom Kipur fue simplemente «un final ignominioso para una carrera llena de hitos», y dedica apenas seis de las 232 páginas del libro a abordar un conflicto que fue el acontecimiento determinante de la carrera de Meir. Es una decisión absurda que quita valor a la obra. Quien desee una visión más completa del legado de la líder israelí tendrá que buscar en otra parte.

Aunque no es una biografía y su autor no es un historiador profesional, sino un aficionado bien informado, el libro de Kaufman defiende mucho mejor la causa de Meir. Con un gran aporte de investigación original, con documentos desclasificados procedentes de varios archivos, Kaufman ofrece una crónica de la Guerra del Yom Kipur signada por la incompetencia de los mandos israelíes, solventada finalmente por los nervios de acero de algunos dirigentes, entre ellos Meir, pero sobre todo por el heroísmo de los oficiales y soldados de las FDI. Después de leerla, es fácil entender por qué la mayoría de los israelíes consideraron esa guerra no tanto una lucha difícil como un veredicto condenatorio de la casta política y militar que había dirigido el país sin oposición durante tanto tiempo.

Que Meir optara por no movilizar plenamente al Ejército, a fin de atacar a los egipcios y los sirios antes de que lo hicieran ellos, para no enemistarse con Estados Unidos supuso un vivo contraste con sus posiciones previas, en las que casi siempre desdeñaba a aquellos que, como su ministro de Asuntos Exteriores –Aba Eban–, estaban más preocupados por la opinión internacional que por la ventaja militar de Israel.

Aun así, es difícil culparla por sucumbir a la presión estadounidense al principio de la guerra, dada la dependencia de Israel de EEUU en lo tocante al reabastecimiento de armas, frente al compromiso total de la Unión Soviética con los egipcios y los sirios. Al carecer de experiencia en asuntos militares, también dependía por completo del titubeante Dayán y del resto de sus asesores, como el jefe de Inteligencia Militar, el general Eli Zeira, el más culpable de todos para casi todo el mundo.

Tampoco es seguro que un primer ataque israelí justo antes de la guerra hubiera funcionado, ya que, como pronto comprobaron, los mandos militares de las FDI no habían tenido en cuenta la posibilidad de que el enemigo utilizara misiles soviéticos, que al menos en un primer momento neutralizaron la superioridad terrestre y aérea israelí. Sin embargo, una vez que egipcios y sirios desperdiciaron la ventaja que obtuvieron al lograr una sorpresa casi total, los israelíes fueron capaces de improvisar soluciones y, finalmente, conseguir victorias en el campo de batalla.

Como argumentan persuasivamente tanto la película de Nativ como el libro de Kaufman, a pesar de los errores, Meir merece pleno reconocimiento por gestionar hábilmente la relación con una Administración Nixon que se mostraba ambivalente respecto a Israel, así como por controlar a unos generales que luchaban entre sí tanto como contra el enemigo. El hecho de que Meir le dijera a Dayán «olvídalo» –en inglés, no en hebreo– cuando, aparentemente desquiciado, éste sugirió utilizar armamento nuclear deja claro que esa mujer de 75 años era la persona más sensata del Gabinete israelí.

Por su parte, Kissinger, que, aunque no era sionista, simpatizaba relativamente con Israel, estaba dispuesto a dejar que la guerra, que empezó bajo las premisas impuestas por los árabes, terminara de tal forma que se privara al Estado judío de la victoria total que sus soldados se habían ganado. El papel equívoco de Kissinger es también objeto de un debate interminable. Puede que facilitara y garantizara el reabastecimiento de las armas que Israel necesitaba para defenderse; sin embargo, también explotó despiadadamente esa dependencia israelí para alcanzar sus propios objetivos. Y cometió un error fenomenal que rivaliza con cualquiera de los cometidos por las partes en conflicto: no aprovechar su rescate del condenado Tercer Ejército egipcio en los últimos días de la contienda para obligar a los saudíes a renunciar al boicot petrolero árabe contra Occidente, que tuvo un impacto devastador en la vida de los estadounidenses de a pie.

Cuando se trata de rememorar la Guerra del Yom Kipur, restaurar la imagen de Golda Meir dista mucho de ser la cuestión más importante. La lección principal es que hay que rechazar el exceso de confianza y el menosprecio por el enemigo, que llevaron a los dirigentes israelíes a pensar que un ataque por sorpresa era imposible. Igualmente importante es evitar volver a una situación en la que la seguridad de Israel dependa de la buena voluntad, a veces dudosa, de otras naciones.

Cincuenta años después, Israel se encuentra en una posición mucho más fuerte que en el Yom Kipur de 1973, por muchas razones. Aun así, sigue sufriendo presiones por parte de amigos y de enemigos como un Irán potencialmente nuclear. Meir tuvo muchos defectos, y es poco probable que la generación que vivió aquella crisis llegue a perdonarla. Pero sus sucesores harían bien en emular su desconfianza hacia el mundo y tener presente la necesidad de la autosuficiencia. Aunque algunos tachen sus actitudes de reliquias de una época pasada, marcada por la opresión zarista y el Holocausto, la implacable insistencia de Meir en defender los intereses nacionales y, en la medida de lo posible, preferir los activos estratégicos tangibles a la simpatía de una comunidad internacional que se muestra tan indiferente a Israel como hace medio siglo tiene tanto sentido ahora como entonces.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.