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Tzav (Levítico 6-8 )
Ideas filosóficas y cabalísticas de la parashá semanal.
La parashá de esta semana comienza presentándonos dos peculiares mandamientos.
El primer mandamiento ordena a los Kohanim limpiar las cenizas residuales después de los holocaustos que se ofrecían en el altar. Ellos debían colocar una parte de estas cenizas a un costado del altar y transportar el resto a un lugar que había sido designado fuera del campamento; para hacer esto, debían cambiar sus atuendos regulares por sus ropas sacerdotales, sin embargo, podían utilizar ropas sacerdotales gastadas.
No hay nada peculiar en limpiar las cenizas de por sí; lo peculiar es que esto sea una mitzvá. No tiene mucho sentido dar una orden que de todas formas será ejecutada. Además, los Kohanim hacían su mayor esfuerzo para mantener el Templo meticulosamente limpio. El Talmud (Pesajim 64a) relata cómo ellos insistían en limpiar el Templo en Shabat incluso ante la desaprobación rabínica. ¿Qué necesidad había de transformar una actividad rutinaria como la limpieza en una mitzvá, especialmente si ésta se habría realizado de todas formas?
El segundo mandamiento ordena a los Kohanim mantener un fuego encendido en el altar de forma perpetua.
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Fuego perpetuo
Este es el comentario del Séfer Hajinuj sobre este mandamiento; el Séfer Hajinuj —una de las obras básicas del pensamiento judío sobre las 613 mitzvot de la Torá, escrito por Rav Pinjas Halevi de Barcelona, un conocido pensador y maestro medieval—, realizó un exhaustivo trabajo discutiendo todos los detalle del tema, por lo que citaremos ciertas partes de su explicación:
(Mandamiento 132) Encender un fuego en el altar diariamente y mantenerlo encendido de forma constante. En su discusión sobre esta mitzvá, nuestros Sabios de bendita memoria dijeron: “A pesar de que el fuego desciende del cielo, de todas formas hay una mitzvá de encender un fuego común y corriente”.
Ahora, no te preguntes “¿¡Qué clase de mandamiento es este!? ¡Obviamente tenían que mantener un fuego de todas formas, ya que las ofrendas que debían ser sacrificadas no podían ser ofrecidas sin fuego (había una obligación de quemarlas en el altar)!”, puesto que esta mitzvá involucraba mantener un fuego separado, aparte del fuego que era necesario para quemar los sacrificios…
[Pero esto genera un problema totalmente diferente. ¿Cuál era la necesidad de un fuego como este? ¿Cuál es el propósito de un mandamiento que simplemente ordena mantener un fuego encendido en el altar?] Con respecto a esto, es un asunto bien sabido para nosotros y para todo hombre sabio que incluso cuando Dios realiza grandes milagros para beneficiar a los seres humanos en Su gran bondad, Él siempre los realiza de forma oculta y ellos parecen ocurrir de formas naturales. Pues incluso sobre el milagro de la división del Mar Rojo, el cual obviamente fue un milagro, está escrito: “Dios hizo retroceder al mar mediante un poderoso viento del este durante toda la noche...” (Éxodo 14:21). Aquellos que tienen inteligencia entenderán que la necesidad de este ocultamiento es a causa del nivel sublime de Dios y del nivel mundano de los receptores.
Rav Halevi quiere explicar que los milagros sólo pueden ser percibidos si pueden ser absorbidos mediante los cinco sentidos. Nosotros sólo podemos experimentar milagros si ellos son envueltos primero en un fenómeno natural. Puede que reconozcamos que la fuente de dichos eventos es sobrenatural, pero nuestra experiencia directa siempre es a través de la naturaleza. Continúa diciendo:
Por esta razón Él nos comandó encender un fuego en el altar a pesar de que de todas formas descendía un fuego del cielo; para ocultar el milagro. Obviamente el fuego que bajaba no podía ser percibido directamente en en el momento en que descendía por la razón que hemos explicado…
Rav Halevi se refiere al fuego celestial descrito en el Talmud (Ioma 21b). Este fuego tenía la forma de un león recostado en el altar en la época del Primer Templo, mientras que en la época del Segundo Templo tenía la forma de un perro inclinado. El mandamiento de mantener nuestro propio fuego terrenal encendido tenía por objetivo hacer que este fuego sagrado fuera visible para el observador humano, por medio de empacarlo en un envoltorio que fuese detectable para nuestros sentidos. Volviendo al texto:
Aún debemos explicar el significado de la mitzvá de encender un fuego en el altar aparte del fuego que era necesario para las ofrendas. [Sabemos que] el hombre es bendecido de acuerdo a las actividades en las cuales se involucra para satisfacer la voluntad de su Creador… [Por lo tanto,] el propósito de esta mitzvá —que imponía el deber de ocuparnos diariamente con el fuego de Dios— es hacer que el hombre sea bendecido en el aspecto del fuego que hay en él.
¿Y cuál es el fuego [que hay en el hombre]? Es la fuerza motora que hay en él. Uno de los cuatro elementos que hay en el hombre es el fuego, el cual es el principal de los cuatro ya que es el elemento que energiza al hombre y que le permite moverse y funcionar. Por lo tanto, la bendición de Dios es más necesaria en este elemento. El objetivo de una bendición es [alcanzar la] completitud, asegurar que no haya nada faltante ni nada superfluo. Por lo tanto el elemento de fuego en el hombre también necesita bendición: que haya en él la cantidad exacta que necesita, no menos —ya que su fortaleza sería debilitada—, y no más —ya que sería consumido por ella—. Los hijos de Aarón agregaron fuego por iniciativa propia, sin haber recibido una orden (Levítico 10:1), por lo tanto fuego fue agregado en ellos y fueron consumidos. Porque de acuerdo a las acciones de una persona será su castigo o la bendición que Dios hará descender sobre ella.
A primera vista, las dos razones ofrecidas por Rav Halevi parecen estar en conflicto. Por un lado, necesitamos el fuego para revelar el fuego sagrado de Dios que se posa constantemente sobre el Altar. Esta razón pareciera servir el propósito de Dios, no del hombre. Pero la segunda razón explica que el fuego del altar era encendido de forma que Dios pudiese ‘perfeccionar’ el fuego interior del hombre. Esta segunda razón pareciera servir el propósito del hombre, no de Dios.
Si estudiamos las razones con mayor profundidad, descubriremos que en realidad no están en conflicto después de todo.
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Fuego, aire, agua y tierra
De acuerdo a la tradición judía, la idea griega de que todos los fenómenos del universo están compuestos de cuatro elementos básicos —fuego, aire, tierra y agua, mezclados en proporciones variadas— tiene su origen en el judaísmo. La idea básica de los cuatro elementos es espiritual. Estos son en realidad las emanaciones de las cuatro letras del nombre sagrado de Dios, YHVH. Los elementos, según los encontramos en el mundo físico, son la expresión más externa de estas emanaciones espirituales; el nivel material siempre es la capa más superficial de la realidad que recubre las cualidades metafísicas que se mantienen escondidas bajo ella.
En la obra Nefesh Hajaim, Rav Itzjak de Volozhin [ver la nota larga al comienzo de la obra] explica el verdadero significado de estos cuatro elementos utilizando su manifestación física como una metáfora para describir su esencia. Como vemos en nuestra experiencia diaria en el mundo, el fuego siempre se eleva hacia el cielo. Nunca arde en dirección hacia abajo. El fuego, según lo conocemos, también tiene la capacidad de transformar los objetos físicos en humo, una sustancia que prácticamente no es física. Cualquier cosa que se encienda en llamas se eleva como humo. Simbólicamente, el elemento del fuego representa el impulso hacia la espiritualidad: un impulso a volver hacia el Creador y a ser consumidos por la unión espiritual con Él.
En el extremo opuesto de los cuatro elementos está la tierra, la cual nunca se dirige hacia arriba, sino que siempre desciende hasta el fondo de cualquier solución. Si la dejas sola, la tierra es inerte. Simbólicamente, el fuego y la tierra representan dos extremos: la ardiente pasión por espiritualidad versus la total apatía. El fuego y la tierra nunca se combinan directamente; la tierra no es inflamable.
Entremedio de estos dos niveles extremos de tierra y fuego están los elementos de aire y agua. El fuego no se puede combinar directamente con el agua, pero el fuego y el aire sí se combinan fácilmente. El aire y el agua también se pueden combinar con bastante facilidad, y a medida que el fuego calienta el aire, el aire traspasa los efectos de éste al agua. El agua entonces se evapora, luego cae a la tierra y se mezcla con el suelo para aportar los nutrientes vitales. Los elementos intermedios de aire y agua unen por lo tanto a los extremos opuestos de fuego y tierra en un solo sistema. Si vemos la creación como un solo sistema unificado, es fácil entender por qué tiene que estar compuesto de los cuatro elementos. Uno tiene que pasar por cuatro etapas para transformar lo espiritual en físico y para transformar el universo en un solo sistema integrado.
Siguiendo esta metáfora podemos percibir también que es en la tierra —el elemento inerte—, donde se expresan los tres elementos activos. Es la tierra la que sirve de “útero” desde el cual emerge la vida. El aire y el agua le permiten a la tierra combinarse con el fuego y expresar la energía de vida en varias formas. Es la única substancia que puede tolerar la combinación de los cuatro elementos. A pesar de ser ella misma inerte, la tierra es la fuerza unificadora del universo.
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Los cuatro elementos y el espíritu del hombre
Estos cuatro elementos, los cuales están presentes en el mundo físico en sus conocidas formas, tienen sus contrapartes correspondientes en todos los niveles de la creación. Los niveles de la creación están unidos por estos cuatro elementos —los cuales se expresan en sus formas correspondientes— hasta el nivel más alto —las cuatro letras que componen el nombre sagrado de Dios, YHVH—, que es la fuente de todos los niveles de existencia.
Por lo tanto, no es ninguna sorpresa que estos cuatro elementos también se expresen en el hombre. El cuerpo del hombre representa la tierra, como aprendemos de la Torá:
“…y YHVH Elo-him formó al hombre del polvo de la tierra” (Génesis 2:7).
Al igual que la tierra, el cuerpo del hombre es el elemento unificador en el cual sus pensamientos, emociones y acciones —los cuales corresponden a los elementos de fuego, aire y agua— se revelan hacia el mundo exterior y se expresan a sí mismos.
Pero la representación simbólica de los elementos básicos en el hombre tiene ramificaciones más profundas. Cada nivel en el hombre tiene sus propios ingredientes inertes y activos.
Por ejemplo, en el cuerpo, el cual sirve en su totalidad como una representación simbólica de la ‘tierra’, hay órganos que representan a cada uno de los otros elementos. Rav Jaim explica que estos órganos representativos son el cerebro, el corazón y el hígado. El cerebro es el órgano del hombre capaz de servir como receptor de los mensajes transmitidos por su alma. El alma misma es puro fuego, el aspecto espiritual del hombre que asciende siempre hacia arriba para intentar unirse con el infinito; el cerebro, el cual transmite los mensajes del alma en la forma de pensamientos, es el fuego que hay en la tierra.
Los pensamientos del cerebro que transportan los mensajes del alma son un símil del elemento del aire mezclado con el fuego. Estos pensamientos dejan una huella en el suelo del cerebro en la forma de poderosas decisiones y resoluciones. La habilidad para tomar decisiones y resoluciones a partir de los pensamientos es el elemento del agua que se mezcla con el aire e imprime estos pensamientos —que fueron originados en el alma— en el suelo del cerebro. El ‘florecer’ del suelo de la mente puede ser detectado en el nivel de su foco en el mundo espiritual. La concentración de su atención es el indicador externo del poder del fuego que hay en el alma.
El siguiente nivel es el corazón. Dado que el corazón es el lugar que alberga la fuerza vital, la expresión de los elementos básicos es más poderosa aquí. El fuego toma la forma de emociones, amor y temor a Dios, las cuales pueden producir un poderoso sentimiento de elevación en la persona que las experimenta. La tierra del corazón es la boca, en la cual el fuego de las emociones del hombre se expresa mediante su poder del habla. Un ser viviente es un espíritu hablante (de acuerdo al Targum, la traducción de Onkelos de Génesis 1:7), combinando el aliento (aire) y la humedad (agua) de sus pulmones en la voz que sale de su boca (tierra).
Aún más bajo está el hígado, el órgano que está a cargo de controlar la calidad de la sangre en el cuerpo y que es por lo tanto el eje central de todos los órganos activos. Allí, el fuego del alma y del corazón se expresan como la alegría de vivir que siente la persona cuando se involucra en los mandamientos de Dios, siendo el viento la intensidad y entusiasmo con el cual lleva a cabo las acciones que están relacionadas con el cumplimiento de los mandamientos de Dios, y el agua la atracción y deseo de espiritualidad o repulsión y disgusto de la pura fisicalidad.
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Sólo la mitad de la escena
Esta es una descripción de cómo el fuego sagrado de su alma puede penetrar todo el ser del hombre, pero solo constituye la mitad de la escena.
En el hombre también arde un fuego profano, y el hombre fue enviado a la tierra a apagarlo. Este fuego no se origina en su alma. El fuego de su alma da lugar al candente deseo de elevarse hacia el infinito, y este fuego no puede conducir al hombre hacia el mal o lejos de Dios. El fuego profano se origina en su propio corazón. Es el fuego de la soberbia o del egocentrismo el cual motiva al hombre a verse a sí mismo como el punto más alto del universo. Cuando él se permite a sí mismo ser consumido por este fuego, la elevación del hombre termina ahí y se expresa en vez como la satisfacción de sus propios deseos.
Este fuego profano puede dejar una huella en el cerebro de la misma forma que el fuego sagrado del alma, formando pensamientos y resoluciones en el cerebro mediante un proceso idéntico al descrito anteriormente. Pero el resultado de esto es la satisfacción de la sed que genera el fuego de la soberbia con las aguas de los deseos, con el aire del habla impropia y con la tierra de las acciones prohibidas.
Si tomamos las primeras letras de las palabras en hebreo para cerebro (moaj), corazón (lev) e hígado (kaved), formaremos la palabra melej, que significa “rey”.
Cuando el fuego de su alma es el que guía las acciones del hombre, él es una criatura real, llena de poder y majestuosidad, y puede ser comparado incluso en su presencia física con un león, el rey de los animales. Pero cuando el fuego de su corazón es el que domina su vida, él es comparado con un kelev, un perro. Esta palabra hebrea es la misma que la palabra rey escrita al revés salvo por la letra mem, la cual representa al cerebro y que está completamente ausente, siendo reemplazada por la letra bet, la cual simplemente representa al número dos. Cuando el hombre arde con el calor de su propio fuego terrenal, él se ve revertido espiritualmente; él comienza desde su hígado en vez de comenzar de su cabeza, nunca llega más arriba que su corazón y utiliza su cerebro como su corazón número dos, una máquina para buscar cuál es la mejor manera de satisfacer sus deseos.
En la época del Primer Templo, el fuego sagrado que descendía del cielo se posaba en el altar en la forma de un león. La Shejiná —la presencia de Dios—, era manifiesta en el primer Templo; el hombre era capaz de experimentar completamente el fuego sagrado de su alma y dedicar el fuego que había en su propio corazón a ser una expresión del fuego sagrado de Dios que ardía en el altar.
En el Segundo Templo, la Shejiná no era manifiesta. El fuego del alma ardía de forma menos brillante y nunca podía alcanzar su mayor expresión. El resultado más intenso que podía producir el alma no podía suplir el aporte que era necesario para subyugar al fuego impuro del corazón del hombre, el fuego que lo transformaba a él en un kelev, un perro; el fuego sagrado del altar también adoptaba esta forma.
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Polvo y cenizas
Ahora podemos regresar al segundo mandamiento referente a la recolección de las cenizas que mencionamos al principio.
Cuando el fuego consume algo, deja un residuo de cenizas. Si el hombre utiliza su fuerza vital como combustible para el fuego que arde en su alma y que lo lleva a unirse con el infinito, entonces él estará transformando el polvo de la tierra —del cual él fue formado— en cenizas. Además del residuo de cenizas que deja este incendio, toda la fuerza vital del siervo de Dios se 'eleva en el humo' de su servicio Divino y se une con Dios. La soberbia de su corazón —el fuego profano de su ego—, ha sido totalmente consumido por el fuego de su alma. Ahora él se puede describir a sí mismo como alguien que consiste sólo de polvo y cenizas, tal como lo hizo Abraham: él puede demostrar que el 'polvo' del cual fue formado puede ser encontrado completamente en las cenizas residuales:
"Abraham respondió y dijo: 'He aquí que quise hablar con Mi Señor, si bien no soy más que polvo y cenizas'" (Génesis 18:27).
Pero todo el tiempo que el hombre se mantenga envuelto en la batalla entre sus dos fuegos y que su vida sea una mezcla de la expresión del fuego que hay en su alma y la llama de su ego, el residuo de cenizas que se formará a partir de la quema será una mezcla de ambos fuegos que arden en él. Algunas de las cenizas serán producto del fuego de su alma, pero el resto será un producto de la energía que fue utilizada como combustible por el fuego de la soberbia que arde en el corazón del hombre.
El mandamiento de limpiar las cenizas consiste por lo tanto de dos partes:
Una parte de las cenizas debe ser puesta a un costado del altar, donde eran milagrosamente absorbidas por el suelo del Templo (Talmud Ioma 21a) y se volvían parte del suelo sagrado de éste. Cuando el hombre consume su cuerpo para alimentar el fuego de su alma, incluso el residuo se vuelve sagrado. El polvo del cual fue formado se vuelve parte del suelo del Templo y la presencia de Dios se expresa a través de él.
El resto de las cenizas debe ser transportado a un lugar fuera del campamento. Estas cenizas son el residuo del fuego de la soberbia que hay en el corazón del hombre y no puede mantenerse en un lugar sagrado. Pero incluso estas cenizas merecen un tratamiento especial; ellas también fueron santificadas en el altar de Dios. El kohén debe vestir sus vestimentas sagradas cuando las lleva. Estas cenizas son removidas, pero son tratadas con respeto.
No hay ninguna contradicción entre las dos razones que presentó Rav Halevi en el Séfer Hajinuj para el encendido del fuego del Altar. El fuego que arde en nuestras almas es un fuego que envía Dios. Nuestra misión es absorberlo en nuestras vidas. El fuego sagrado sólo puede volverse visible en nuestro mundo cuando utilizamos la energía de nuestra fuerza vital para llevar a cabo los mandamientos de Dios en nuestras vidas cotidianas.
Nuestra meta siempre debe ser involucrarnos en el servicio Divino para que Él pueda hacer que el fuego de nuestro interior crezca y se expanda, pero de forma exacta. Demasiado fervor nos consumirá en lugar de hacernos brillar, pero muy poco nos dejará a oscuras. El residuo de cenizas que dejamos atrás cuenta la historia de qué es lo que hemos hecho con el fuego y la energía de la vida.
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