El frente anti-Netanyahu está jugando con fuego
Por Jonathan S. Tobin
Al igual que los demócratas que salieron a las calles por millones el fin de semana en que Donald Trump fue investido presidente, en enero de 2017, los enemigos de Benjamín Bibi Netanyahu tienen la clara intención de actuar como una resistencia en lugar de como una oposición leal.
Netanyahu y sus socios de coalición, de derechas y religiosos, obtuvieron una clara mayoría en la Knéset, con 64 escaños sobre 120 frente a la colección de partidos de izquierdas, exderechistas y árabes que gobernaron Israel en los últimos 18 meses. Pero, como ocurre en Estados Unidos, en Israel la política se ha convertido en una guerra cultural tribal.
Ahora bien, aunque todo el mundo se haya acostumbrado a un estado de cosas en el que dos bandos se ven mutuamente no sólo como equivocados sino como enemigos de la decencia y la democracia, con el nuevo Gobierno de Netanyahu a punto de tomar posesión, este mismo jueves, sus oponentes están jugando con fuego.
Desde que se hizo evidente su derrota, el frente Cualquiera Menos Bibi, liderado por el primer ministro interino, Yair Lapid, ha hecho todo lo posible para tachar a sus sucesores de «peligrosos, extremistas e irresponsables». Siguiendo el ejemplo de los demócratas, su bando afirma que los vencedores de las elecciones democráticas celebradas el mes pasado pretenden destruir la democracia israelí.
En la misma estela, en los medios de comunicación israelíes son muchos los que, como David Horovitz, del Times of Israel, suenan como plataformas –pensemos en la página editorial del New York Times– con las que siempre se puede contar para pintar al Estado judío de la peor manera posible, cuando no para demonizarlo por completo.
La última escalada la protagoniza un grupo de más de 330 rabinos estadounidenses, que han firmado una carta abierta en la que denuncian a Netanyahu y a sus socios y se comprometen a no permitir que miembros del bloque del Partido Sionista Religioso, dirigido por Bezalel Smotrich –que incluye al Otzma Yehudit de Itamar ben Gvir y a la facción Noam, mucho más pequeña y contraria al colectivo LGBTQ, y dirigida por Avi Maoz–, hablen en sus sinagogas o entidades.
Para cualquiera que conozca realmente el funcionamiento de la judería americana, ese boicot contra los 14 miembros de la Knéset elegidos bajo la bandera del sionismo religioso no es nada nuevo. De hecho, muchas de las sinagogas en cuestión jamás han acogido a representantes de formaciones israelíes de centro-derecha, incluido el Likud de Netanyahu. Tampoco invitan a un orador judío americano políticamente conservador, a menos que esté acompañado por un homólogo progresista. E incluso esta práctica se ha abandonado en gran medida en los últimos años, con el aumento de la intolerancia progresista hacia los conservadores.
Las entidades judías, incluidas las supuestamente apartidistas, a menudo son igual de reacias a promover debates reales sobre cuestiones importantes como hostiles a la libertad de expresión, de la misma manera que las opiniones no izquierdistas en los campus universitarios son canceladas en lugar de debatidas.
El veto a los referidos políticos israelíes debe verse desde esta perspectiva. Pero el hecho de que Smotrich, Ben Gvir y compañía tengan dónde hablar en sus visitas a EEUU no es la cuestión crucial. Lo crucial es la sostenida campaña de agitprop para pintar al Gobierno de Netanyahu como el equivalente moral del régimen iraní, campaña que está perjudicando a Israel en formas que sus autores y compañeros de viaje parecen no comprender.
Argumentos poco convincentes
Lo que se dice sobre el supuesto extremismo de la nueva coalición no se sostiene cuando se lo analiza seriamente.
Así, la idea de que la reforma de una Corte Suprema salida de madre e inclinada hacia la izquierda, propuesta por la derecha israelí, es antidemocrática resulta absurda. Esa reforma devolvería cierto equilibrio a un sistema en el que el Poder Judicial puede anular cualquier medida aprobada por el Legislativo sin remitirse a más principios constitucionales que los que los propios jueces se saquen de la manga.
Ningún estadounidense, ni de derechas ni de izquierdas, toleraría que fueran los jueces, y no representantes electos por el pueblo, los que eligieran a sus propios sucesores. Sin embargo, esto es lo que promueven quienes afirman que acometer dicha reforma sería antidemocrático.
Otras propuestas supuestamente extremistas, vistas en su contexto, tampoco son tan radicales como las pintan. Un ejemplo: la afirmación de los críticos de Netanyahu de que su Gobierno está a punto de legalizar la discriminación contra los homosexuales, o de permitir que los médicos se nieguen a tratar a pacientes por motivos religiosos, es sencillamente falsa. El objetivo real es conceder a los particulares y a las empresas el derecho –como el que confiere la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos– a no ser obligados, en determinadas circunstancias, a no participar en prácticas contrarias a su fe.
Además, contrariamente a la petición de los rabinos americanos, Netanyahu no planea anexionarse todo Judea y Samaria (la Margen Occidental) sin conceder a los palestinos el derecho de voto. Lo que está en debate es la aplicación de la ley israelí en la Zona C de los Acuerdos de Oslo, donde hay comunidades israelíes que no van a ser abandonadas aunque se haga realidad la remota posibilidad de un acuerdo de paz con los palestinos.
Igualmente insustanciales son las denuncias de los antecitados rabinos a cuenta de una propuesta para expulsar a terroristas, y su petición afirma falsamente que es un intento de silenciar a los críticos árabes del Gobierno.
Luego está la histeria ante el hecho de que se dé más poder a Smotrich como ministro de Finanzas para financiar los asentamientos, o que el ministro de Seguridad Pública, Ben Gvir, tenga autoridad sobre la policía. Ninguna de las dos cosas es descabellada. Lo primero sencillamente reforzaría las comunidades judías en los territorios, una medida apoyada por la mayoría del electorado israelí. El segundo tiene el mandato de actuar, como manifiestamente no hizo el Gobierno saliente, para contener el terrorismo palestino y los graves índices de criminalidad en el sector árabe-israelí.
Es comprensible la preocupación acerca de si Ben Gvir, antiguo partidario del difunto rabino Meir Kahane, y el veterano activista de derechas Smotrich actuarán con responsabilidad una vez en el poder. Pero ambos están ansiosos por demostrar su valía, y considerarlos inelegibles para un alto cargo debido a sus creencias y comportamientos pasados es un principio que pocos aplicarían en todo el espectro político.
De hecho, casi todos los que gritan que la referida pareja amenaza la democracia estaban tan contentos con la participación en el Gobierno saliente de Mansur Abás, líder de un partido islamista antisionista que es más hostil a los derechos de los homosexuales y a la libertad religiosa que cualquiera de la derecha israelí. Una vez se recuerda este hecho incómodo, la mayoría de las críticas de la izquierda al nuevo Gobierno quedan expuestas como hipocresía partidista.
Aun así, algunas propuestas, como la de modificar la Ley del Retorno, son controvertidas. Dicha norma se redactó para dar cobijo en Israel a todos aquellos que pudieran haber sido letalmente señalados por los nazis, es decir, a cualquiera con un abuelo judío. Esto provocó la afluencia de un gran número de inmigrantes, especialmente de la antigua Unión Soviética, que ni eran judíos ni se identificaban como tales.
La cuestión de si la cláusula de los abuelos sigue siendo necesaria décadas después del Holocausto, o de si está perjudicando al país demográficamente (y económicamente, pues muchos de esos inmigrantes aceptan las prestaciones estatales y luego abandonan el país), es discutible. Pero, dada la oposición de Netanyahu y la mayor parte del Likud a la enmienda, no es probable que se apruebe.
Ayudar a los antisionistas, no sólo a los críticos de Bibi
Las difamaciones de la resistencia anti Bibi van más allá. Lapid sabe que sus acusaciones –en la línea de las que los políticos israelíes de todas las tendencias se lanzan regularmente unos contra otros– son, en el mejor de los casos, una exageración. Pero lo que pretende es empeorar las relaciones entre la nueva coalición y Washington, y crear unas circunstancias en las que el Gobierno se desmorone, aunque sus posibilidades de ganar las próximas elecciones sean insignificantes. En el proceso, sin embargo, lo que él y los rabinos americanos están olvidando es que sus argumentos, destinados únicamente a desacreditar a Netanyahu y a sus socios, están siendo escuchados y utilizados por quienes se oponen a la existencia de Israel, independientemente de quién esté al frente del Estado judío.
La falsedad de que Israel no será una democracia con Netanyahu proporciona munición al movimiento antisemita BDS y a sus compañeros de viaje judíos de Jewish Voice for Peace e IfNotNow. También alimenta la atmósfera hostil hacia el sionismo en algunos sectores que, influidos por la ideología interseccional y la teoría crítica de la raza, ya vilipendian a Israel como plasmación del colonialismo blanco y el apartheid.
Como tantas otras cosas de la cultura estadounidense importadas a Israel, quizá fuera inevitable la deslegitimación de unos oponentes políticos pintados como autoritarios empeñados en destruir la libertad de sus conciudadanos. Asimismo, puede que, una vez Netanyahu esté de vuelta en el cargo y su Gobierno se comporte de manera muy similar a sus predecesores, la campaña de desprestigio remita. Pero, como vimos con la Administración de Trump, cuando se impone ante la opinión pública judeo-americana y en Washington, la noción de la ilegitimidad del Gobierno es difícil de desacreditar.
Es por esto que quienes están dejando que sus frustraciones por la victoria de la derecha en las elecciones del 1 de noviembre campen a sus anchas deberían parar. Deben reconocer que, en su intento de demonizar a Bibi, están infligiendo un daño potencialmente irreparable a Israel y al pueblo judío.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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