Las cosas siguen igual: Asad debe irse (y 2)
Por Michael J. Totten
"Asad sigue teniendo multitud de defensores en Occidente, porque es laico y por lo tanto preferible a los islamistas. En el plano personal, sí, Asad es laico. Ni siquiera es musulmán. Pertenece a la secta alauí, una minoría religiosa sincrética a la que pertenece aproximadamente el 12% de la población siria y que ha sido considerada herética por los musulmanes durante más de mil años. El problema es que sus principales soportes políticos y militares –Hezbolá y los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria iraní– son islamistas radicales. Su propio ejército ya no es más que la cáscara de lo que fue en tiempos, y es probable que nunca pueda volver a imponer un régimen laico sobre todo el país"
Durante años, Asad ha mantenido en cuarentena en sus cárceles a los islamistas radicales, muchos de los cuales habían combatido con Al Qaeda en Irak y vuelto a casa, y con la “reforma de la justicia penal” más cínica de la historia los dejó salir de sus jaulas. Hicieron exactamente lo que sabía que harían: formar ejércitos terroristas en el desierto.
Uno de ellos fue el Frente al Nusra, vinculado a Al Qaeda, y otro fue el ISIS, formado a partir de las ruinas de Al Qaeda en Irak, de la que hacía años que el mundo no tenía noticia.
Cada vez que conquistaban un pedazo de territorio, los combatientes del ISIS se grababan en vídeo actuando de la forma más sanguinaria y psicopática posible. “Dejar a los terroristas vestidos de negro correr alrededor de una capital de provincia crucificando y decapitando gente ayudó mucho a la propaganda”, escriben Weiss y Hasan en ISIS: Inside the Army of Terror.
Esa propaganda se ajustaba a las anteriores afirmaciones ridículas de que Asad estaba librando una guerra contra el terrorismo, cuando, sencillamente, no era así. Por fin tuvo la guerra que necesitaba. Se hizo erigió en indispensable creando problemas que supuestamente sólo él podía resolver, y se borró de la lista de tareas pendientes de Occidente.
Y aquí estamos. Si no fuese por Bashar al Asad, el ISIS ni siquiera existiría.
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Asad no es más que un hábil manipulador. Contra todas las evidencias, logró convencer a los secretarios de Estado John Kerry y Hillary Clinton de que era un reformista cuando era exactamente lo contrario, y consiguió convencer al presidente Trump de que estaba combatiendo al ISIS, cuando él y los rusos han dedicado más del 99% de su tiempo, sus energías y sus municiones contra cualquier ejército rebelde excepto el ISIS.
Sin embargo, sigue teniendo multitud de defensores en Occidente, porque es laico y por lo tanto preferible a los islamistas. En el plano personal, sí, Asad es laico. Ni siquiera es musulmán. Pertenece a la secta alauí, una minoría religiosa sincrética a la que pertenece aproximadamente el 12% de la población siria y que ha sido considerada herética por los musulmanes durante más de mil años. El problema es que sus principales soportes políticos y militares –Hezbolá y los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria iraní– son islamistas radicales. Su propio ejército ya no es más que la cáscara de lo que fue en tiempos, y es probable que nunca pueda volver a imponer un régimen laico sobre todo el país.
“Tras cinco años de guerra”, escribe Tobias Schneider en War on the Rocks, “las fuerzas de combate del Gobierno consisten hoy en una desconcertante mezcla de milicias hiperlocales alineadas con diversas facciones, patrocinadores nacionales y extranjeros y señores de la guerra locales”. Siria está plagada de guardias revolucionarios iraníes, combatientes libaneses de Hezbolá y milicias islamistas compuestas principalmente de iraquíes y afganos entrenados por Irán.
Matthew DeMaio lo explicó así en la revista Muftah: “El régimen sirio no es laico, ni soberano ni independiente”. Su artículo incluye una elocuente imagen de cuatro banderas que demuestra quién manda en la ciudad de Alepo en estos momentos: en ella aparecen el presidente ruso, Vladímir Putin; el sirio, Bashar al Asad; el Líder Supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei, y el secretario general de Hezbolá, Hasán Nasrala.
Miren: ahora es prácticamente imposible que el 12% de minoría alauí someta al 74% de mayoría suní sin ayuda exterior, y hasta que no llegaron los rusos –en septiembre de 2015– esa ayuda provenía enteramente de los islamistas iraníes y sus aliados regionales. En este punto, el secularismo de Asad apenas merece comentario.
Aunque nada de lo anterior fuese cierto, si Asad no hubiese alimentado primero a Al Qaeda en Irak y después al ISIS para sus propios intereses nefastos, si el territorio controlado por el Gobierno no hubiese estado realmente bajo el control de milicias teocráticas extranjeras, Asad seguiría sin ser la solución al ISIS por una simple razón: el ISIS es el ying para el yang de Asad.
El apoyo al ISIS en el mundo árabe se mueve en cifras de un solo dígito, del 6% en los territorios palestinos y el 3% en Jordania al 0% en el Líbano. La única razón por la que ejércitos terroristas como el ISIS y el Frente al Nusra son tolerados actualmente por los civiles en Siria es porque muchos perciben a Asad como el peor de dos males. Da igual la ideología: Asad es responsable de la sobrecogedora cifra de muertos y refugiados generada por el conflicto. Casi nadie en Siria apoyaría, ni siquiera temporalmente, la demencial revolución del ISIS y el Frente al Nusra si no hubiese nadie en Damasco contra el que revolverse. Si esta gente no estuviese sometida al asedio diario de la maquinaria letal de Asad, con sus bombas de barril y sus armas químicas, derrocaría violentamente a los islamistas como hicieron los iraquíes.
Pero el verdadero problema va más allá del ISIS, y de Bashar al Asad.
Siria, como el Líbano e Irak, está fracturada en líneas sectarias. Los tres países han sufrido largas y devastadoras guerras civiles, fomentadas en parte por regímenes extranjeros, durante el último cuarto de siglo. La única razón por la que Siria logró mantenerse unida hasta hace relativamente poco es que la familia Asad exportó eficazmente la propia inestabilidad siria a sus vecinos, casualmente el Líbano e Irak.
“Antes de Asad, Siria era un territorio propicio para la intervención extranjera”, me contó Martin Kramer, del Washington Institute for Near East Policy, cuando la quiebra del país estaba ya muy avanzada. “Hafez al Asad convirtió Siria en un actor regional por derecho propio ocupando el Líbano, controlando a sus propias facciones palestinas y activando a Hezbolá. Pero ahora Siria ha vuelto a su estado anterior y es cafarnaúm de intereses grupales en conflicto y sectas resentidas que se enfrentan entre sí y buscan apoyos extranjeros que puedan inclinar la balanza a su favor. A la larga, esa debilidad fragmentaria podría ser su condición natural, y la Siria de Asad padre una aberración”.
Asad se sacudió la presión de los islamistas suníes enviándolos a Irak a luchar contra las fuerzas estadounidenses y las milicias chiíes. Se sacudió la presión de potenciales separatistas kurdos patrocinando al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (o PKK) contra Turquía. Y justificó lailegitimidad intrínseca de su régimen –que el poder lo detentara su minoría alauí– enarbolando la gran causa de suní y exportando terrorismo a Israel vía Hamás y Hezbolá.
Ahora que el baile ha terminado, Siria es un importador neto de terrorismo, en vez de un exportador. Sin embargo, los terroristas que Siria sí exporta están atacando objetivos tan remotos como San Bernardino y París, en vez de Tel Aviv, Beirut y Bagdad.
El argumento a favor de mantener a Asad en el poder exige creer que va a poder mantener todo bajo control si gana la guerra. Un régimen de mano de hierro sólo puede mantener todo bajo control hasta que deja de hacerlo, pero lo cierto es que Asad nunca lo intentó de verdad. De hecho, él y su padre Hafez han estado haciendo exactamente lo contrario desde los años setenta, y después de más de cuarenta años no hay motivos para creer que el régimen vaya a cambiar alguna vez. Asad no es una fuerza para la estabilidad: es un motor para el caos.
En los países estables de Oriente Medio, con regímenes legitimados y civilizados, como Jordania, Emiratos, Marruecos, Omán y Túnez, fenómenos como el del ISIS tienen poca base. Víctimas del terrorismo pueden ser los ciudadanos de cualquier país, pero los ejércitos terroristas propiamente dichos sólo pueden surgir en Estados fallidos o colapsados, donde la autoridad central está herida de muerte, está completamente deslegitimada o ambas cosas.
Siria necesita un régimen fuerte y políticamente moderado –democrático o no–, donde los árabes suníes conformen la mayoría y sus representantes sirvan junto con los no meramente simbólicos representantes de las minorías alauí, cristiana, drusa y kurda. No hay otro sistema bajo el cual Siria pueda estar en paz consigo misma y con sus vecinos.
La OTAN debería haber defenestrado al régimen ya en 2011, cuando la elección era entre Asad y los reformista; cuando el ISIS y el Frente al Nusra aún no existían. Ahora que la elección es entre Asad y los terroristas, es demasiado tarde.
Por ahora, destruir al ISIS debe seguir siendo nuestra máxima prioridad, y una política indefinida respecto a Asad tal vez sea lo apropiado. No podríamos echarlo hoy, de todos modos, si no estuviésemos dispuestos a correr el riesgo de un enfrentamiento militar con Rusia; y aunque los rusos no estuviesen por en medio, prácticamente nadie –yo tampoco– está interesado en otra invasión al estilo de la de Irak.
Al final, sin embargo, de un modo u otro, Asad se tendrá que ir.
© Versión original (en inglés): The Tower
© Versión en español: Revista El Medio
© Versión en español: Revista El Medio
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