lunes, 29 de mayo de 2017



LAS LECCIONES DE MI PADRE
Aunque resulte curioso, una de las lecciones “de vida” más importantes que recibí de mi padre, fue después de su partida.
Durante sus setenta y cuatro años en este mundo, me acostumbré a encontrarlo siempre en su casa, en su trabajo, o en algún sitio en particular.
Pero su característica de ubiquidad me la reveló cuando ya no se encontraba físicamente.
No más comunicaciones telefónicas, ni cartas, mails, ni viajes cansadores.
Todo aquello pasó a ser irrelevante.
Me enseñó que uno puede llevar a su padre en un bolsillo, en el puño de una mano, e incluso en una lágrima de impotencia, de dolor o de emoción.
O también agazapado junto a otros pensamientos mundanos.
Y que a diferencia de las llaves o de los documentos, jamás uno se lo olvida en casa.
Me enseñó a descubrirlo en las sonrisas de todos mis nietos.
Y basta con hablarle, para que me responda sin demora alguna.
“Heme aquí”, dice mi padre, siempre, y a cualquier hora.
Cuando lo requiero.
Constantemente tiene tiempo y la mejor disposición para conversar, analizar, aconsejar.
E incluso reprenderme.
Desde hace nueve años mis conversaciones con él son permanentes, y se interrumpen de a ratos, o durante algunas horas o días, y continúan a partir del mismo punto.
En muchos casos converso con él durante mis sueños.
Por eso, hoy, me atrevo a afirmar que, si bien extraño su presencia física y su sonrisa, su ternura y la luz de su rostro, me consuela completamente saberlo a mi lado.
Siempre y para siempre, a mi lado.
Presente, amoroso e inseparable.

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