Derivado de una de esas casuales, y siempre esenciales, ocurrencias de J.L. Borges, el crítico Ricardo Piglia pergeñó la confrontación de cuentos y contra-cuentos en la república literaria. Su inspirada dialéctica debería estirarse hasta historias y contra-historias, que suele ser la sustancia desde donde derivan los cuentos.
Toda historia recae inexorablemente en narración, aunque aspire a la realidad material del origen. Los arqueólogos suelen nutrir con metales y yesos las narraciones, pero como había observado el precavido Walter Benjamín, la crónica debería repasarse a “contrapelo” para ver el “ángel de la historia” volando al revés. En ese arriesgado planeo, quizás se escuche trepidar la contra-historia. “Una historia de gauchos y judíos” es el título de un joven escritor argentino empeñado en atisbar ese paradójico vuelo.
Alentado por la leyenda familiar que envolvía a su bisabuelo, colono fundador de Moisés Ville y posterior decano de la prensa ídish, el periodista Javier Sinaycomenzó visitando el conjunto de calles y caserones sombreados que hoy son objeto de un nostálgico turismo rural.
La reverencia al Barón Hirsh y las primeras especulaciones sionistas de Herzl,debaten y prestigian con una aureola fundacional el primer intento agrícola judío de Argentina. Aunque quedan pocos judíos reconocidos, la presencia pionera es guardada en los recuerdos dispersos de los viejos, en los restos idisches de avisos y paredes, en la cuidada biblioteca, el teatro comunitario y las sinagogas, aparte del orgullo por el patrimonio cultural.
Al joven periodista lo impulsaba una crónica en ídish de su bisabuelo Mijil Hacohen Sinay, editado por el IWO de Buenos Aires en 1947, sobre los crímenes que asediaron la pequeña comunidad entre 1889 y 1906.
Una crónica olvidada, pero cargada de suspenso y revelación histórica. De sus sabrosas conversaciones con su abuela, emergieron los fantasmas de aquella tumultuosa colonización. En ese desván desigual, también encontró la violencia soterrada que había rememorado aquel artículo tardío sobre “las primeras víctimas fatales en Moisés Ville”. En otros diarios añejos, y con tenaces investigaciones en Rosario y Santa fe, logró entresacar aquella maraña casi inescrutable de 22 crímenes sepultados en los albores de la colonización.
De su sorprendente investigación, y comparando la demografía, concluyó con la impresión de que los niveles de criminalidad eran el doble que en la violenta Argentina actual. Advirtió entonces la fricción, destemplada al principio, entre los gauchos desposeídos, imprevistamente atrapados por leyes y alambrados, y los desposeídos judíos llegados desde una región acosada por el rechazo y la pobreza.
Es fácil advertir en esta narración, también biográfica, si el género incluye la memoria familiar, el temple contrario de otra novela, “Los gauchos judíos” de Alberto Guerchunoff.
En 1910, en conmemoración del Centenario, Guerchunoff entregó a la prensa aquellas famosas viñetas sobre la colonización judía en Entre Ríos. Su texto logró fusionar en el crisol patriota los inmigrantes y los gauchos. Aquellos colonos que procuraban ser chacareros, en confrontación inclemente con el clima, las penurias de la tierra, las burocráticas instituciones oficiales, las frágiles cooperativas, y la pérdida de su viejo mundo, fueron “agauchados” en benevolente veta telúrica por Guerchunoff.
En uno de los capítulos de esta crónica bucólica se desliza una cruda violencia real de un grupo de criollos (los gauchos ya no existían) que asesinan unos colonos judíos; una de esas víctimas fue el padre de Gerchunoff. Para algunos lectores, esa breve marca de sangre transfluye tragedia al resto del libro, y quizás también al de Sinay. Lo que primaba en el texto de Guerchunoff era la integración, ya que a diferencia de la identidad migratoria norteamericana que privilegiaba la pluralidad, en Argentina se exaltaba la fusión.
No obstante, esa marca que viajó cien años hasta la novela sobre los crímenes de Moisés ville, nos deja adivinar la dura contra historia, lo siniestro obturado en aquella colonización.
No más de un lustro más tarde del alegórico libro de Guerchunoff, con “La guerra gaucha”, Leopoldo Lugones alentó la exaltación criolla, que ya solía practicarse desde los criollos “contra” los gringos. Y el mismo Lugones, una década después, proclamó “La hora de la espada”, que glorificaba el aire fascista que había poetizada D´anunzio y también perfumaba el “Ariel” de Rodó. El pogrom durante la semana trágica, debido al fervor de la Liga Patriótica, estaba arengado por sus arrebatos retóricos. Los gauchos que esa oligarquía había marginado violentamente medio siglo atrás, eran enarbolados ahora como símbolos contra los obreros y sus “imaginaciones” rusas. Los judíos solían estar en el centro de esos devaneos.
En el prólogo a la primera parte del “Martín Fierro”, otro contra libro del Facundo en esa vieja discordia nacional, José Hernández, vencido y refugiado en Rosario, destilaba con sequedad en 1872 su hidalguía melancólica por la última derrota federal en Entre Ríos.
Desde ese entonces, hasta comienzos del siglo XX, corre la napa de criminalidad rural que nuestro investigador pudo atisbar en documentos, crónicas perdidas, y memorias de asesinatos de judíos por gauchos. Justo en 1872, un grupo de gauchos, al grito de “¡Viva la Santa Confederación! ¡Viva la religión!, ¡Mueran gringos y masones!”, pasó a degüello un grupo de colonos extranjeros de Tandil.
Esta especie de involuntario contra libro, no solo ilustra una colonización que reencontraba en la tierra de promisión los fantasmas peronistas, también el de una población criolla despojada, entreverada sin mediación en una modernización forzada. Ambas desposesiones, dos formas de la desdicha, se cruzaron en la sombra escondida de la romántica memoria nacional.
También fue otro contra libro, “El rufián de Odessa”, con el que Edgardo Cozarinsky, que había confesado su predilección por los “judíos malos”, ilustraba el mundo turbio de prostitución y tango que bordeaba la comunidad judía urbana con una mancha execrada.
La creación artística suele tramitar estas voces en sordina, cuya exasperada veracidad permite entender otro ángulo del asunto. La historia es agraciada por este don revelador del arte. La película “Ida”, denostada por los actuales “patriotas” de Varsovia, ilustra la “caza de judíos” que infama todavía la huidiza memoria polaca sobre la guerra.
Podría ser el primer contra film de algunos de Wadja que niegan el suceso por omisión flagrante. En la Venezuela saudita, años antes del chavismo, un poemario de Martha Kornblith, “El perdedor se lo lleva todo”, se anticipaba a la peligrosa ruleta en que giraba el entusiasmo venezolano y su exaltación del petróleo.
Fue contra-libro de muchos otros, y anticipación clarividente de un ominoso futuro. Quizás haya algo que impulsa en el arte a retomar sus clásicos, como hizo Picasso con las Meninas de Velazquez o Monet en Olympia con la Venus de Tiziano; esos retornos sirven para ilustrar desvíos, posibilidades ignoradas de las cerradas “obras maestras”, y también otros sigilosos encubrimientos. La historia suele hacer esos recorridos mediante la literatura. En estos tiempos de información sofocada y sofocante, la función poética del lenguaje se hace cargo con frecuencia de la verdad perdida en la historia documentada. La otra versión de Judas, personaje cristalizado como efigie de la infamia, fue tratada luminosamente desde otro ángulo por Jorge Luis Borges, también por Juan Bosch con político tono menor, anunciada por un arrebato de León Bloy, y finalmente trabajada por la diestra novela de Amos Oz. El autor israelí postula una contra-historia que mezcla con fluidez asombrosa la crónica y la especulación filosófica en su escenario original.
Maurice Minkowsky, en paralelo a Marc Chagall, pero con una trashumancia más sorda e ignorada, también documentó desde otra acera las persecuciones y la pobreza de los judíos europeos del primer cuarto de siglo. Había preferido un trazo costumbrista, una contenida impresión del sufrimiento, y su muestra recorrió airosamente el mundo, y recaló en la próspera Argentina de ese tiempo.
Murió en Buenos Aires por un accidente de tránsito en 1929, y sus cuadros sufrieron la indiferencia de sucesivas vanguardias hasta que se redescubrieron para nuevos ojos. Muchas de sus pinturas estaban depositadas en la AMIA, y compartieron la explosión terrorista de documentos, archivos y otras reliquias de la historia comunitaria. Días más tarde de la masacre, en el esqueleto devastado, colgado apenas del tercer piso, una de sus pinturas se balanceaba sobre los rescatistas. Dado sus temas, habría tenido una historia similar al relato “El texto que viajó al origen”, que había sido publicado en estos mismos medios meses atrás.
Para el caso, Ester Szwarc, directora académica del IWO-Instituto Judío de Investigaciones, trepó con otros para buscar la pintura, y en ese salvataje se recuperaron anales, revistas, libros, periódicos remotos y crónicas. De algunos de esos documentos, extrajo Javier Sinai buena parte de su indagación sobre los crímenes de Moisés Ville. Quizás haya un tercer contra-libro que pueda tejer estos extraños caminos de catástrofes, restos, lectura e historia que modulan la red de vicisitudes perdidas. Para el sentido judío del tiempo, para el mesianismo sincopado del instante, ese rumbo seria natural, su vocación fue siempre devanar una larga contra-historia.
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