Cada día, en los túneles de Gaza, a cuarenta metros bajo tierra —donde la luz es solo un recuerdo, y que durante dos años albergaron los pasos de los hombres y mujeres israelíes tomados como rehenes por Hamás—, Shem Tov recitaba versículos del Salmo 20.
Shem Tov tenía veinte años cuando terroristas árabes palestinos lo capturaron durante el ataque del 7 de octubre de 2023 en el sur de Israel. Se había criado en una familia laica. Tras unos días de cautiverio, Shem Tov comenzó a recitar bendiciones sobre cualquier alimento que los terroristas le daban, y en ese momento el túnel se convirtió en un templo. “La fe me impulsó a seguir adelante”. Fue liberado a finales de febrero como parte de un acuerdo de alto el fuego temporal, tras 505 días en Gaza.
Dentro de los túneles de Gaza —donde hasta la respiración podía delatarlos, entre las húmedas paredes de un encarcelamiento eterno— se libró una batalla espiritual entre los terroristas de Hamás y los rehenes, hombres y mujeres que se convirtieron en guardianes de algo que ninguna cadena podía romper.
Fueron capturados por la fuerza, confinados a lugares sin horizonte, sometidos con violencia, tortura y hambre. Pero incluso cuando la violencia desgarraba sus cuerpos y el hambre les consumía los huesos y la voluntad, rezaban. En silencio. En secreto.
Salvaguardaban la identidad judía que Hamás busca destruir, en una profundidad que parecía separar el cuerpo del mundo. Uno de ellos recitó el Shemá Israel. Ese sonido se convirtió en un eco en las paredes del túnel. Cada festividad establecida por la tradición judía —Pascua, Shavuot, Yom Kipur— se convirtió en un desafío al olvido impuesto por el terrorismo. En los túneles, construyeron altares improvisados.
Una habitación estrecha se convirtió en un Bet HaKnéset, una sinagoga; un pequeño paño sobre una caja se transformó en un talit. Con las migajas de pan recogidas del hambre compartida, rememoraban el Éxodo de Egipto. Y para Yom Kipur, el ayuno no era una opción, sino una condición, y aun así lo aceptaban.
Y así, mientras Occidente se desliza hacia una secularización fluida, donde la fe es como un atuendo festivo, ellos resistieron. En un apartamento ruinoso en el corazón de Gaza, un joven judío estaba sentado en un suelo polvoriento. Se colocó un trozo de papel higiénico en la cabeza a modo de kipá improvisada y susurró la bendición que había recitado en la mesa de Shabat de su familia desde niño.
Muchos rehenes liberados han descrito experiencias similares a la de Shem Tov, encontrando consuelo y la fuerza para sobrevivir al reconectar con rituales judíos que a menudo habían olvidado.
Entre ellos se encontraba Eli Sharabi, quien, tras 491 días de cautiverio, salió demacrado y descubrió que su esposa y sus dos hijas adolescentes habían muerto en el ataque del 7 de octubre. Contó que recitaba el Shemá, la oración judía más importante, cada día en la oscuridad del túnel que compartía con otros rehenes, y que cada viernes por la noche intentaba recitar el Kidush, la bendición sobre el vino, aunque solo tuvieran agua.
Una semana después de su captura, Shem Tov decidió seguir las leyes kosher en la medida de lo posible, comiendo queso o carne enlatada cuando se los ofrecían, en cumplimiento de las normas dietéticas que prohíben mezclar carne y lácteos. Le prometió a Dios que, si regresaba a casa, rezaría cada día con tefilín, las pequeñas cajas de cuero que contienen las Escrituras y que los fieles se colocan en la cabeza y el brazo izquierdo durante las oraciones matutinas. Ahora, como hombre libre, Shem Tov continúa con las mismas oraciones.
Sus palabras resonaron en las paredes del túnel como una promesa sin límites. Daniella Gilboa relató más tarde que ella y cuatro de sus compañeras cautivas aprendieron a recitar una canción tradicional de Shabat en árabe, por temor a decirla en hebreo.
Agam Berger describió una experiencia similar. Proviene de una familia masortí, término israelí para quienes son religiosamente tradicionales pero no estrictamente ortodoxos. «Mientras me secuestraban, recitaba continuamente el mismo versículo que los judíos han recitado en el umbral de la muerte durante milenios: el Shemá Israel».
Hamás intentó obligarla a convertirse al islam, imponiéndole el hiyab. Agam optó por observar todos los ayunos judíos posibles en ese templo espiritual construido en el mismísimo corazón del infierno.
Los captores encontraron textos religiosos entre periódicos y mapas abandonados por soldados israelíes y se los llevaron a las rehenes, intentando aprender hebreo. Dejaron un sidur, un libro de oraciones judío, para el cual Agam confeccionó una bolsita en sus pantalones desgastados. Decidió no encender fuego durante el Shabat para cocinar para sus captores. Celebró Pésaj, la Pascua judía, confinada en una pequeña habitación sin luz. Limpió la habitación y decoró la mesa con servilletas y pequeños adornos hechos con trozos de papel.
Se han establecido numerosas comparaciones entre el Holocausto y el 7 de octubre, especialmente cuando los rehenes regresan a casa —algunos demacrados, con los ojos hundidos—, asemejándose a los supervivientes de aquella atrocidad. Los relatos de la práctica clandestina del judaísmo en los túneles de Gaza, que recuerdan a los de los campos de concentración nazis, añaden otra dimensión a este paralelismo.
Mientras un helicóptero de las Fuerzas de Defensa de Israel la llevaba a casa, Berger sostenía una pequeña tabla en la que había escrito en hebreo: «Elegí el camino de la fe, y por el camino de la fe he regresado».
El rehén Matan Zangauker contó que encontró un Libro de los Salmos desgastado bajo tierra y rezaba a diario. En un lugar con poco aire y casi sin luz natural, el ritmo constante de esos versículos se convirtió en una rutina, luego en un punto de referencia y, finalmente, en un consuelo.
Herido y torturado, Matan Angrest, de veinte años, fue arrastrado a Gaza; fue el único superviviente de su tripulación tras el ataque de Hamás. Matan recordó: “Pedí tefilín, un libro de oraciones y un Tanaj, y de alguna manera me los trajeron. Desde ese día, recé tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por la noche. Me dio fuerza. Me protegió”. Dijo que Gali Berman tenía un rollo de la Torá y que ambos leyeron repetidamente los cinco libros de la Torá. “Me sé de memoria cada parashá de la Torá”.
La familia de Rom Braslavski dijo que la oración lo sostuvo cuando la comida y el sueño no lo hacían, un salvavidas al que se aferró en las peores semanas, mientras Hamás lo torturaba, incluso sexualmente. Los captores intentaron repetidamente obligar a Braslavski a convertirse al islam, pero él se resistió. “Me repetían: ‘Somos musulmanes’, ‘Somos árabes’, ‘Somos la verdadera religión’, ‘Somos Mahoma’. Lo único que me dio fuerza fue saber que todos los que me rodeaban no eran judíos, y que la razón por la que estaba allí era simplemente porque yo era judío”.
Bar Kupershtein era un joven secuestrado durante el ataque al Festival Nova. Afirmó que su fe fue esencial para sobrevivir: «Oré en silencio, en mi corazón, en mi alma», cuando al principio no podía emitir ningún sonido. Cuando sus captores musulmanes oraban, eso lo motivaba: «Si ellos oran, yo debo orar aún más; ellos oran por la muerte, yo oro por la vida».
Tras su liberación, Kupershtein se reunió con el Ministro de Defensa para entregarle una pulsera con la inscripción en hebreo: «Siempre en las manos del Creador». Dijo que lo que más fuerza le dio en Gaza fue una canción escrita hace dos siglos por el rabino Najman de Breslov. El texto enseña que Dios se encuentra incluso en los lugares más oscuros.
Eitan Horn, del kibutz Nir Oz, ayunó por primera vez en su vida en Yom Kipur mientras se encontraba en los túneles de Gaza. Sasha Troufanov, un ingeniero que trabajaba para una filial de Amazon, fue secuestrado en la parte trasera de la motocicleta de un terrorista que se dirigía a Gaza. Le habían disparado en ambos pies. En su primer domingo de libertad, Sasha se puso los tefilín con la ayuda del rabino Berel Lazar, Gran Rabino de Rusia. Era la primera vez en su vida que los usaba.
La memoria judía es un templo indestructible. Sharabi recordaría más tarde: «Nos despertábamos y recitábamos Birkot Hashajar (las bendiciones matutinas)». Durante la semana, reservaban una porción de su mísera pita diaria para Shabat. El viernes por la noche, Eli recitó el Kidush —sobre agua— y el Hamotzi sobre la pita, pensando en su esposa, su madre y sus hermanas, sin saber aún que todas habían muerto.
Los túneles no tienen ventanas, ni viento, ni cielo. Solo aire viciado, agua estancada y un silencio pesado como el hierro. Allí vivieron los rehenes, o mejor dicho, sobrevivieron. Lejos de todo, olvidados por casi todos, excepto por los judíos. Y sin embargo, en ese abismo, sucedió algo que el mundo exterior no puede comprender del todo: la fe judía no murió. Se encendió, como una brasa cubierta de ceniza, pero no se extinguió. Y cuando llegó el viernes, cerraron los ojos y susurraron la bendición sobre las velas, sin velas, sin mesa, sin luz. Labios resecos se movieron en la oscuridad, y la oscuridad se tornó menos hostil gracias a esas voces que se alzaban en el silencio forzado.
Un pueblo que conoció la oscuridad, pero que no se rindió ante la noche de Auschwitz; un pueblo que regresó a su tierra desde todos los rincones del mundo después de tantos siglos; un estado renacido; una nación que sobrevivió a un enemigo tras otro; que resistió incluso en el infierno donde los cuerpos quedaron reducidos a huesos y donde el mundo a su alrededor pareció desvanecerse.
Algunos lo llamarían milagro.
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