martes, 1 de julio de 2025


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Bruselas, 1942. En plena ocupación nazi, una joven maestra notó algo en sus alumnos que le desgarró el alma: algunos llevaban una estrella amarilla en el pecho. Era la marca impuesta por los nazis para identificar a los judíos… y la señal de que serían perseguidos.
Andrée Geulen no lo soportó.
Al día siguiente, ordenó que todos los niños —judíos y no judíos— usaran delantales. Así, ninguna estrella quedaría expuesta. Así, sus alumnos serían solo eso: niños. No objetivos.
Ese gesto de rebeldía silenciosa fue apenas el inicio.
Andrée se unió al Comité de Defensa Judía, una red clandestina que escondía niños en hogares seguros. Su misión era desgarradora: convencer a los padres de que entregaran a sus hijos para salvarles la vida. Muchos nunca volverían a verlos. Pero era eso… o perderlos para siempre.
En su propia escuela ocultó a doce niños. Y siguió enseñando, como si nada ocurriera.
Hasta que los nazis llegaron.
Una noche de mayo de 1943, irrumpieron en la escuela, sacaron a los niños de la cama, revisaron sus nombres. Interrogaron a los maestros. Uno de los oficiales, con voz sarcástica, le preguntó:
—"¿No te da vergüenza enseñar a niños judíos?"
Ella lo miró con firmeza y respondió:
—"¿Y a ti? ¿No te da vergüenza hacer la guerra contra ellos?"
Andrée Geulen salvó a mil niños. Nunca buscó reconocimiento. Solo hizo lo que sentía correcto.
Murió a los 100 años. Con una vida marcada por la valentía, la compasión… y un delantal escolar que desafió al horror.

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