viernes, 29 de agosto de 2025

del WSJ (artículo de Bernard-Henri Lévy)

 LA GUERRA BRUTAL Y OLVIDADA DE SUDAN

El número de muertos aquí es al menos tres veces el de Gaza. Greta Thunberg y los izquierdistas en los campus de Estados Unidos de América son indiferentes.

By Bernard-Henri Lévy
Agosto 2, 2025

Puerto Sudán, Sudán
Durante décadas, esta ha sido una tierra de guerra y derramamiento de sangre.
Primero estuvieron las guerras entre el Norte y el Sur, en 1955-72 y 1983-2005, que llevaron en el 2011 a la independencia de Sudán del Sur.
Luego vino la guerra entre Sudán y la región occidental de Darfur, que empezó en el 2003 y concluyó en el 2020 con la caída del dictador Omar al-Bashir, quien está encarcelado en Sudán y es buscado por la Corte Penal Internacional por genocidio y otros crímenes.
En el 2019, luego de la caída del Sr. al-Bashir bajo el peso de un levantamiento popular, fue establecido un gobierno mixto civil y militar—aunque el ejército tomó rápidamente el control.
El 15 de abril del 2023, la junta se dividió. Sus dos generales principales, Abdel Fattah al-Burhan y su segundo, Mohamed Hamdan Dogolo, se volvieron uno contra el otro en un conflicto brutal.
De todas las guerras que he cubierto durante los últimos 50 años, esta es la más feroz, y sin dudas la más olvidada.
“¿Sabe usted que esta guerra ha causado 12 millones de desplazados y 150,000 víctimas civiles?" dice Suliman, un ex adjunto de la embajada sudanesa en París que se unió al ejército tan pronto como estalló la guerra en abril del 2023 y que me acompañará durante la mayoría de este informe. La población total de Sudán es de unos 50 millones.
Estamos en la sala de arribos del Aeropuerto Internacional de Puerto Sudán, el cual tiene sólo unas pocas conexiones internacionales inciertas con Estambul, Cairo, Yeda, Arabia Saudita; y Adís Abeba, Etiopía, y por lo demás está aislado del mundo.
Deambulando por acá, en el calor sofocante, hay una población de hombres con chilabas (túnicas tradicionales holgadas) blancas inmaculadas, niños demacrados en remeras destrozadas como las redes de pesca, y gatos que surgen desde abajo de las alfombras de equipaje y cuya leyenda dice que uno nunca sabe si son fantasmas.
¡Y todavía! Que algo funcione es un milagro, a juzgar por el daño causado afuera por el último ataque con drones, lanzado desde el mar por el ejército de Mohamed “Hemedti” Dagalo, el camellero convertido en general que se rebeló contra el Presidente Abdel Fattah Al-Burhan.
Veo cicatrices de metralla sobre las paredes agrietadas del salón de partidas; la torre de control, pareciendo un alto horno decapitado, que las fuerzas del gobierno repararon de inmediato; y entre los tanques de combustible, enormes cráteres todavía negros por un incendio que ardió durante 10 días seguidos.
“Ciento cincuenta mil muertos,” repite Suliman, impasivo, muy británico, mientras nos apresuramos para ver al presidente.
Pienso para mí: Acá, la cantidad de muertos es al menos tres veces la de Gaza. Aun así, a nadie en los campus estadounidenses, o entre los Greta Thunbergs y otros izquierdistas extremistas “progresistas” le importa. No hay ninguna protesta. Silencio de radio. Pienso en esas "guerras de causas inesperadamente lógicas” predichas por el poeta francés Arthur Rimbaud (1854-91), quien pasó por Puerto Sudán en su camino de Yemen a Etiopía.

El Presidente Al-Burhan me recibe al caer la noche en una residencia modesta, oscura debido al riesgo de ataques de drones. El es alto, está de uniforme, su pecho condecorado con medallas. Un perfil de condotiero del Nilo.
Me habla del Presidente Emmanuel Macron, uno de los pocos occidentales que ha conocido en los últimos cuatro años y de quien no ha tenido noticias. De la dificultad de conducir el combate, solo o casi, contra un enemigo que comete todo crimen de guerra y todo crimen contra los civiles. Y del misterio de los Emiratos Arabes Unidos, un estado otrora amigable, que ahora está suministrando, a través de Chad, la mayoría de las armas a los asesinos.
Menciono los vínculos que se rumorea que él tiene con Irán, lo que él niega categóricamente: "Irán abrió una embajada, nada más—ningún experto militar, ni envíos de armas, contrariamente a lo que afirma la desinformación del enemigo.”
Evoco los Acuerdos de Abraham que él firmó, pero la legislatura no ha ratificado: “Sólo la guerra civil ha retrasado el proceso, estoy listo, contra el enemigo en común del terrorismo que, más allá de Sudán, amenaza a Chad, a Libia y a la región entera, para la cooperación total en seguridad con el estado de Israel.”
Cuando expreso sorpresa porque el retorno a la "transición democrática" prometida desde su llegada al poder en el 2019 está todavía retrasado, él se hunde en un largo silencio, se levanta, me hace señas para que lo siga hasta el final de un jardín seco y oscuro, y, escoltado por un puñado de soldados jóvenes apenas armado, sale a la cornisa donde los residentes de Puerto Sudán llegan buscando un poco de aire fresco.
Los jóvenes lo reconocen—docenas de ellos, luego cientos. Un concierto de vítores, gritos, "Larga vida a Sudán"—e interminables selfies. "¡Ahí está tu democracia!" me grita, alzando su puño.
Luego, con un gesto grandilocuente y benevolente a la multitud sobre la cornisa: "¡Recuerden a los propagandistas que hablan sin conocimiento que ha sido nombrado un primer ministro, el Sr. Kamal Idriss, un renombrado profesor de derecho—y que él está actualmente formando un gobierno 100% civil!”
Sudán es un país vasto. Era el más extenso de Africa antes de la secesión del Sur. Llegamos por aire—primero en un vuelo comercial, luego a bordo de un helicóptero militar que volaba bajo para evitar los misiles de Hemedti, ya que sus zonas son a veces cercanas—a Omdurman, la capital administrativa, y luego a Jartúm, cruzando el Nilo.
¿Cómo describir la desolación que encuentran nuestros ojos? Es como Bajmut, Ucrania, pero en la escala de una megaciudad que tuvo siete millones de habitantes antes de la guerra y donde ahora uno sólo ve filas de mujeres esqueléticas, arrasadas por la hambruna, esperando desde el amanecer la ayuda humanitaria que nunca llega a los 24.6 millones de personas que están muriendo de hambre.
Es otra Mogadiscio en el distrito Nubawi, donde una tormenta de fuego arrasó el laberinto de calles, dejando detrás sólo techos de hojalata chamuscados y fragmentos de fachadas que crujían en el viento caliente y seco.
Es Phnom Penh, con su aspecto de pueblo fantasma y el silencio letal pendiendo sobre los barrios despoblados donde sólo quedan perros sarnosos, observándote con hambre aterrorizador.
Es la barbarie estilo Talibán en el Museo Nacional, donde fueron destruidos no Budas, sino momias, frescos centenarios, y estatuas de los reinos de Kush, Kerma y Meroë.
Es como Sarajevo en la Biblioteca Nacional, donde los archivos catastrales—testigos del pasado de siglos de la ciudad—fueron utilizados para hacer fogatas y cocinar.
Y es como Mosul en la Gran Mezquita al-Shahid, sobre la cual las bandas de Hemedti descargaron la furia antes de retirarse.
Jartúm: el resumen de todos los urbicidios que he presenciado—y tal vez su culminación.

En el distrito Ombada, nos topamos con uno de esos incontables montículos de tierra que indican una tumba masiva—y, a su alrededor, unos 30 hombres reunidos. “Hay 244 cuerpos debajo,” dice uno de ellos, quien nos invita a unirnos al círculo.
La gente fue arrestada en sus casas una mañana, o simplemente afuera porque, quebrados por el hambre, habían salido en busca de comida. Ellos están reunidos acá, en este lugar donde la guerra ha dejado sólo escombros acribillados y montones de ladrillos de adobe, amarillos y negros con sangre seca.
image
Sudaneses desplazados llegan a una parada de autobús en Jartum, julio 28. Foto: -/Agence France-Presse/Getty Images
“No tienen que preocuparse," se les dijo. “No es una vida, vivir aquí. Hemedti está acá para ustedes y les asignará una nueva casa.”
Entonces llegaron las camionetas de sus "Fuerzas de Apoyo Rápido." Los chebabs, o combatientes, abrieron fuego indiscriminadamente como locos, probablemente drogados, gritando: “¡Allahu Akbar!” Entonces se fueron, abandonando los cuerpos para que se pudran y luego se sequen bajo el sol impiadoso de Jartúm.
Sólo tras la liberación del vecindario, meses después, los vecinos llegaron para echar tierra y cal sobre los huesos ahora indistinguibles. Esos vecinos están aquí ahora. Ellos llevan chilabas blancas y pañuelos coloridos, los mejores que pudieron encontrar, para ofrecer un homenaje pobre y tardío a las almas de los muertos.
Al ver a los extranjeros por primera vez, ellos instintivamente se ponen de espaldas, levantan sus chilabas, y muestran las cicatrices dejadas por un azote en uno, una botella plástica derretida y echada en gotas sobre otro, y mordidas de perro en un tercero.
Luego se recomponen, forman un círculo alrededor del montículo, giran sus palmas hacia el cielo, y, bajo la guía del más viejo entre ellos, murmuran el rezo por los muertos.

Una de las armas de los rebeldes es, al parecer, la violación. La médica Nana Tahir, directora de planificación familiar en una clínica en la calle Badr, ha reunido a un grupo de mujeres torturadas para nuestra visita. Ellas hablan una tras otra, algunas en voces muy bajas, casi extinguidas, otras con ojos vacíos y labios sin expresión—pero todas con inmensa dignidad, como si recordaran el calvario de otra.
Hubo madres violadas frente a sus hijas. Hijas violadas ante sus madres. Violaciones en banda, una por una, en cadenas, bajo la mirada horrorizada de las hermanas. Algunas fueron violadas en casa. Otras fueron llevadas a centros de tortura y violadas hasta que la locura se apoderó de ellas. A algunas se les dió la oportunidad de recuperar dinero que sus familias habían ocultado supuestamente. Como no existía tal dinero, fueron llevadas y violadas nuevamente.
Una mujer gritó demasiado, entonces su boca tuvo que ser llenada con arena, y luego con tierra porque ella comió la arena. Otra no recuerda nada. Otra recordará hasta el final de su vida la mano pegajosa del hombre que la sujetó mientras otro la violaba.
Luego están los hijos nacidos de estas violaciones.
“¿Qué quieres?” pregunta la Dra. Tahir a cada mujer. Algunas quieren abortos porque están casadas y no quieren que sus esposos sepan—o porque no están casadas y temen que nunca encontrarán un esposo.
Otras creen que es la voluntad de Dios, pero en secreto, confiando en el hecho que su familia está en otro distrito, sin un teléfono, sin contacto, y que siempre habrá tiempo, despercibido, para encontrar una nueva madre al recién nacido.
Y luego hay una pareja magnífica que llega con su bebé de 15 días y explica, al unísono, que los tres son víctimas de esta guerra—y que construirán un Sudán pacífico juntos.
Pero el testimonio más escalofriante aún no ha llegado.
Estamos al oeste de Jartúm, en el camino a El Obeid, el último bastión retenido firmemente por las fuerzas del gobierno, en una "casa de acogida" en el centro del poblado. Se ha desatado una tormenta catastrófica, y parece de noche en pleno día, perforada por destellos raros y fosforecentes.
Los ancianos de la zona, todos vestidos de blanco y reunidos en una zona de recepción improvisada, han convocado a unos 10 hombres—víctimas, pero también perpetradores—quienes han aceptado testificar, y cuyos rostros iluminan uno por uno con las luces de los teléfonos celulares.
Uno es un comerciante de metales preciosos que, bajo amenazas, se unió a la milicia de Hemedti.
Otro se unió voluntariamente, pero se retiró cuando se enteró que una de sus primas había sido violada y esclavizada en Darfur.
Un tercero fue llevado, con amigos, desde una cafetería con internet de Starlink, fue enrolado por la fuerza, y escapó una noche arrastrándose a través de una ventilación de un sótano.
Todos fueron juzgados y reintegrados en la comunidad, sus sentencias fueron cumplidas.
Pero ahora aparece un hombre joven, vestido con una remera grasosa, con ojos muertos y una voz mecánica, quien parece no haber terminado todavía con la justicia humana. El tiene 17 años. El también fue capturado, llevado a una casa donde habían sido encerradas 24 mujeres. El fue drogado con Captagón, un poderoso estimulante y otra píldora roja—él no conoce su nombre, pero debe haber sido algo como el Viagra.
El fue encerrado allí durante tres días y tres noches, solo con las mujeres y un guardia que traía mijo y sorgo dos veces al día—y para él, la dosis de sustancias que lo mantenían violando y violando nuevamente, al punto de la locura.
Lo opuesto a la famosa frase de Jean-Paul Sartre en el prefacio de “Los Condenados de la Tierra”: En un golpe, 24 mujeres destruidas—y un hombre condenado por la eternidad.

Es medianoche. Hemos regresado cerca de Jartúm, al primer piso de una casa segura sin electricidad.
El calor es sofocante. Intento dormir. Hay un golpe en mi puerta. A la luz de la linterna de mi teléfono aparece un rostro que reconozco al instante a pesar de la imma blanca, o turbante, atado alto sobre la cabeza: un general del ejército sudanés que había visto de 'traje de negocios en Puerto Sudán, a quien el Presidente Burhan había descripto como uno de sus "camaradas de armas más cercanos." El general susurra de forma traviesa que "sólo estaba pasando por aquí" y sugiere que "reanudemos la conversación."
El pregunta si yo entiendo que este conflicto, del que está de moda decir "nadie entiende," es de hecho bastante claro. Si me doy cuenta que no es una "guerra de generales rivales,” como les gusta decir a los perezosos para mantenerse desconectados en principio. SI puedo hacer conocido para aquellos a quienes les importa que los días en que Sudán albergaba a Osama bin Laden se han ido hace mucho tiempo (hace 32 años), y que hoy lleva una cacería implacable de ISIS y al Qaeda—mientras Hemedti los protege.
El general ha venido para ofrecerme una visita “exclusiva” a una base de las fuerzas especiales secretas en el camino a Al Fasher. Llegamos al amanecer.
En la arena, a los pies de una colina pelada, hay tropas de asalto entrenadas en misiones de combate antiterrorista. Unidades comando de doce hombres—exploradores, atacantes, apuntadores, francotiradores, radios, médicos tienen roles perfectamente asignados. Los hombres están cubiertos enteramente en follaje verde falso, entrenados para operaciones de rescate de rehenes en bosques y desiertos, al estilo del Servicio Aéreo Especial Británico.
Presidiendo esta escena dispar hay un elegante oficial agitando su bastón como un personaje de Kipling: el Gen. Hafiz El-Tag. La guerra contra las hordas de Hemedti, dice él, será ganada por el ejército sudanés.
Pero el peligro continúa: los terroristas liberados de la prisión cuando Jartúm fue invadida, ahora están aliados con los islamistas del Sahel, que amenazan con convertir la vasta zona desde el Mar Rojo hasta Libia y Chad en una zona de tempestad. "Son ellos a los que estamos combatiendo," dice él.

Se informa de una infiltración, a pocas millas de distancia, en un pequeño pueblo que no nombraré. El Gen. El-Tag, recibe el mensaje e inmediatamente envía a uno de sus equipos comando.
Allí para saludarnos hay una unidad local de la "fuerza conjunta” cuyo nombre he escuchado desde que llegué, pero no había entendido hasta ahora. Ellos son miembros de las tribus Zaghawa, Masalit y Fur, reconocibles por el turbante llevado en lugar de la boina estándar—ex miembros de los grupos secesionistas de Darfur. Uno de ellos es el Gen. Ali Mokhtar, con su sombrero de monte y su ala derecha volteada hacia arriba, una reliquia de sus años de guerrilla.
Estos son los sobrevivientes—o hijos—de los grupos rebeldes que yo había seguido en los años 2001 y 2007 mientras reportaba para Le Monde sobre las guerras en las Montañas Nuba y Darfur. Ellos reconocen en las filas de Hemedti a los herederos de los jinetes janjauid que, incluso entonces, sabían sólo cómo cortar, incendiar y saquear. Así que se han concentrado con el ejército del gobierno.
Observo al Gen. Mokhtar y los tres comandos subir las escaleras del edificio donde se sospechaba que había un francotirador.
Veo a estos hombres, reunidos al anochecer fuera de la ciudad, en un uadi seco que parecía un anfiteatro de piedras, espinas, y arena endurecida, festejando juntos en un asado. Escucho mientras cuentan viejas historias, cuando algunos eran guerrilleros con bandoleras anchas alrededor de sus cinturas y cuellos, y otros eran soldados comunes. 
Estas son mis dos temporadas sudanesas, respondiéndose una a la otra con dos décadas de de diferencia—y ahora, unidas.
Por sobre todo, hay dos Sudánes, reconciliados contra un enemigo en común que no conoce ninguna política aparte de la tierra arrasada. Mi día terminó. Regreso a Francia.
Esta tierra, embebida en sangre y sufrimiento, este Sudán de antiguas murallas y una civilización más antigua que la de los faraones, este pueblo aliado y amistoso—ellos merecen más que el silencio ensordecedor que rodea su tragedia.
Negarse a escuchar es una vergüenza. Abrir los propios ojos es un deber.
El Sr. Lévy es autor de “Israel Sola” y director del documental sobre Ucrania “Nuestra Guerra.” 
image
Un dron en Al Fashur, capital de la región Darfur. Foto: Olivier Jacquin
Copyright ©2025 Dow Jones & Company, Inc. All Rights Reserved. 87990cbe856818d5eddac44c7b1cdeb8

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.