La pena de muerte: una tentación política peligrosa en plena guerra (opinión)
El reciente anuncio del ministro Itamar Ben-Gvir, reclamando la ejecución de presos implicados en el ataque del 7 de octubre, ha reabierto en Israel un debate que estuvo latente durante décadas: ¿debe el Estado aplicar la pena de muerte a terroristas condenados? Entiendo la rabia, el dolor y el deseo de justicia; soy sionista y quiero lo mejor para Israel, pero creo que esta medida es un error estratégico, moral y humano.
Aunque la pena capital sigue estando prevista en el ordenamiento jurídico israelí de forma excepcional , por ejemplo, en leyes sobre genocidio y crímenes contra la humanidad, en la práctica Israel apenas la ha aplicado. La única ejecución llevada a cabo por el Estado fue la de Adolf Eichmann en 1962; en 1954 se había eliminado la pena de muerte para homicidios ordinarios y desde entonces las sentencias capitales son extraordinarias y prácticamente simbólicas. Esa trayectoria explica por qué, pese a estar legalmente contemplada en ciertos supuestos, no ha sido una herramienta usada por el sistema penal israelí en la vida cotidiana.
¿Por qué no se volvió a aplicar? Las razones son múltiples: precedentes históricos; la excepcionalidad del caso Eichmann, decisiones políticas y un consenso (más amplio de lo que parece) de que la pena de muerte es una medida extrema con efectos muy limitados para prevenir el terrorismo. Además, cualquier cambio legal que introduzca ejecuciones debe sortear complejas razones institucionales, éticas y diplomáticas. La pena de muerte reduce la legitimidad moral del Estado frente a la comunidad internacional y puede ser aprovechada por los adversarios para construir narrativas de deshumanización. La experiencia histórica y jurídica de Israel muestra que la no aplicación ha obedecido tanto a criterios legales como a cálculos de razón de Estado.
Y aquí hay algo fundamental que debe tenerse muy en cuenta: las familias que hoy más sufren, las de los secuestrados, se han pronunciado en contra de que se hable públicamente de la pena de muerte. Muchos de ellos han advertido que incluso el debate legislativo puede poner en riesgo la vida de quienes siguen cautivos y dificultar las negociaciones o canjes que podrían devolver a sus seres queridos con vida. Esa advertencia, práctica y profundamente humana, merece ser escuchada: son ellos quienes más saben del precio de cada palabra que se pronuncia en medios y parlamentos. Sin embargo, una vez más el gobierno desoye su voz, las voces más importantes en este conflicto, las de los familiares de quienes aún continúan secuestrados en manos de imprevisibles y sanguinarios terroristas.
Existe una diferencia real y esencial entre matar en el marco de la guerra para neutralizar una amenaza inminente, defensa propia, acción militar, como la operación iniciada en 2023 tras el terrible pogromo del 7 de octubre, y ejecutar a una persona que ya está bajo custodia y sometida a juicio. El primer caso pertenece a la lógica bélica; el segundo reproduce mecanismos de venganza estatal que nos acercan a regímenes autoritarios o teocráticos, donde el Estado decide y aplica la muerte, y erosiona la legitimidad democrática. Si queremos reconstruir la autoridad moral de Israel y defender a nuestra población, no podemos caer en la trampa de convertirnos en aquello que denunciamos.
Israel ya sufre un desgaste internacional profundo por la polarización y por las narrativas de la propaganda terrorista que circulan en el exterior. Anunciar o aprobar ejecuciones masivas sería combustible inmediato para quienes buscan demonizar al único Estado democrático de la región, legitimar sanciones o aislamientos y reforzar la propaganda de los adversarios. Y esto no es un argumento sentimental: es un cálculo estratégico. Más aislamiento internacional significa menos apoyos diplomáticos, menos cooperación en inteligencia y menos canales de presión que pueden resultar esenciales para liberar rehenes y restablecer la seguridad.
Los regímenes que aplican ejecuciones masivas lo hacen sin garantías, muchas veces contra disidentes o minorías, sin procesos judiciales creíbles. Si Israel optara por ese camino, la diferencia práctica entre una democracia y un régimen autoritario se difuminaría. La legitimidad internacional, las garantías de debido proceso y la protección de los derechos quedarían gravemente dañadas. Defender al Estado no consiste en reproducir métodos de tiranía, sino en fortalecer las instituciones, los tribunales y los procedimientos que mantengan la justicia como valor, no la venganza como respuesta.
No olvidemos lo esencial: aún quedan rehenes secuestrados. Cualquier medida que complique o cierre vías de negociación, canje o inteligencia orientada a rescates puede costar vidas reales en este mismo momento. El clamor público por “mano dura” es comprensible y nace del dolor, pero cuando las familias de las víctimas piden prudencia y priorizan traer de vuelta con vida a sus hijos y hermanos, esa voz debería guiar la política estatal antes que la agenda de un gobierno aferrado al poder que manipula las emociones del pueblo para sostenerse.
Si queremos justicia real y protección duradera para Israel, existen alternativas concretas, democráticas y eficaces, que ya se aplican de manera efectiva en Israel: juicios públicos y transparentes que documenten los crímenes y garanticen condenas firmes, cadena perpetua efectiva con aislamiento de los condenados, fortalecimiento de la inteligencia y de las operaciones de rescate para liberar a los rehenes, reparación integral a las víctimas con apoyo psicológico, económico y social a sus familias, cooperación internacional y tribunales especiales cuando sea necesario, y una transparencia institucional que desmonte las narrativas hostiles y demuestre que el Estado actúa conforme a la ley y la ética.
Soy sionista: quiero la seguridad, la dignidad y la supervivencia de Israel. Precisamente por eso rechazo la pena de muerte como política general: no protege mejor a las víctimas, puede costar vidas todavía recuperables, erosiona la legitimidad del Estado y alimenta la polarización internacional. La verdadera fortaleza de una nación se mide en su capacidad para impartir justicia con humanidad y firmeza, no en la repetición de la venganza. Y debemos escuchar, sobre todo, a las familias de los rehenes: su prioridad es traer a los suyos de vuelta con vida.
Y sobre todo, no podemos permitir que el odio que nuestros adversarios profesan se convierta también en nuestro motor. No podemos caer a su altura, porque el odio y la polaridad nos separan aún más como humanidad. Si queremos que Israel sea luz para las naciones, debemos demostrar que incluso en medio del dolor y de la guerra somos capaces de sostener la vida y la justicia por encima de la venganza.

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