sábado, 14 de mayo de 2016



El milagro israelí y lo que queda de Occidente







Este sábado se cumplen 68 años de la fundación de Estado de Israel, una fecha que algunos pensamos que debe celebrarse todos los 14 de mayo, incluso aunque el aniversario no sea una cifra redonda como ocurre en este año 2016 o, si lo prefieren, en este 5776.
Más que por la fecha, por supuesto, porque es la oportunidad de recordar, y homenajear, a un país que en cierto sentido se ha convertido en una paradoja, pequeña por su extensión pero grande por su significado: ubicado geográficamente en la puerta de Oriente, es casi laúltima reserva de los valores que un día fueron de Occidente.
Porque con sus blancos y sus negros, como en todos los países, la historia de Israel es la de la defensa práctica de unos valores –la democracia, los derechos humanos, la separación entre los distintos poderes…-, que los demás hace mucho que sólo defendemos de boquilla.
Israel nació en un entorno hostil en todos los sentidos: sus vecinos lo odiaban y la mayor parte de ellos siguen odiándolo, la naturaleza era dura, los recursos brillaban por su ausencia… Así que es un país que se hace adulto acostumbrado a la dificultad, a la adversidad.
Eso no le ha impedido ser el más impresionante experimento de integración que se haya visto en cualquier sociedad humana: en él conviven en paz –o al menos casi en paz- personas de las más diversas procedencias, cada uno con su propio poso cultural; ortodoxos que siguen al dedillo los preceptos de la Torá y agnósticos y ateos; personas que dedican su vida al ejército y pacifistas; las familias más tradicionales y las más vivas y activas comunidades gays en miles de kilómetros a la redonda. Conviven incluso drusos, cristianos de distintas iglesias, bahais y, por supuesto, musulmanes: más de un millón, que también disfrutan de unos derechos que en la inmensa mayoría de los países árabes son un sueño inimaginable.
Y ha sido posible, es posible cada día, precisamente porque por encima de todas esas diferencias está un marco inequívoco en el que se defienden los valores de los que les hablaba. Y se defienden sin complejos, sin titubeos aunque no sin polémicas. Se defienden, cuando es necesario, por la fuerza, que es el último camino que te deja a veces el enemigo, si está lo suficientemente loco o fanatizado.
Cuando uno conoce a Israel o a los israelíes le llama la atención, al menos a un españolito como yo se la llama, el fuerte sentimiento de orgullo y pertenencia de la mayoría de ellos. También hay casos extremos de gente que odia a su propio país, pero en general el israelí, ya sea nacido allí o emigrado, se siente orgulloso de pertenecer a una comunidad que está logrando algo, que tiene una razón para seguir cada día, luchar e incluso, cuando no hay otro remedio, morir.
Puede que les sorprenda esta afirmación en un liberal, que somos gente muy de ir por nuestra cuenta, pero no puedo dejar de sentir algo de envidia de esa consciencia de que tu comunidad y tus valores son algo que merece la pena, un sentimiento que tan lejos nos queda en esta vieja Europa y en esta machacada España…
Quizá, además, hasta un liberal siente esa envidia porque en cuanto conoces Israel te das cuenta de que esa consciencia de comunidad no está en absoluto reñida con un notable individualismo. Hay un viejo dicho hebreo que dice que en cuanto se reúnen dos judíos tienes tres opiniones que me parece que explica bien esa continua afirmación del yo, que llega a ser contestataria y que se caracteriza, también, por un sano y permanente cuestionamiento de la autoridad.

Un país amigo

Hay algo aún más importante que esto que todo esto que les estoy contando y que puede que usted, querido lector, no sepa: pocos países en el mundo podrían considerarse tan amigos de Occidente como Israel. De hecho, y eso les admito que es una percepción absolutamente personal y subjetiva, estoy convencido que Israel, en la distancia, con todo un Mediterráneo entre medias, es un gran amigo de España, pero en eso me extenderé un poco más adelante.
Respecto a lo primero, les diré que Israel es más que un amigo y un aliado: es la primera trinchera de la IV Guerra Mundial, el primer combatiente. Y la vidas que entrega luchando contra el fanatismo no sólo salvaguardan la existencia de ese pequeño milagro en el desierto, sino nuestro modo de vida miles de kilómetros más allá. Que a nadie le quepa la menor duda: si no existiese Israel la batalla que por desgracia se libra allí se libraría en Europa y, muy especialmente, en Ceuta y Melilla.
Pero son ellos, los israelíes, los que mueren y ven a sus hijos morir, no sólo ante la indiferencia sino ante la incomprensión e incluso el odio de una Europa que no es consciente de que esa también es su guerra, de que esos también son sus muertos.
Por último, siempre he pensado que a los españoles nos une un vínculo especial con Israel, no sólo por lo que ya les he contado sino porque, aunque les parezca increíble, es un país al que nos parecemos más de lo que a primera vista cabría pensar. O si lo prefieren así: los israelíes se parecen mucho a los españoles. De hecho, estoy seguro de que cuando viajen a Israel –cosa que, por cierto, les recomiendo hacer lo antes posible- verán que en aquel pequeño y lejano país mediterráneo se vive con la misma alegría y la misma camaradería que aquí, que las relaciones, las amistades, los bares, las forma de compartir comidas y cenas se parecen mucho a las nuestras. Descubrirán, en suma, que allí, tan lejos, se sentirán casi como en casa.
Son, creo yo, razones más que suficientes para que cada 14 de mayo recordemos, y celebremos, que al otro lado del mar hay un pequeño gran milagro al que le debemos mucho y al que, encima, nos parecemos mucho.

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