domingo, 15 de mayo de 2016

Una crónica magistral de humillación y desesperanza

Por Adam Kirsch 

plaza-tahrir
"Cuando los regímenes corruptos y autocráticos de la región empezaron a derrumbarse uno tras otro durante la Primavera Árabe de 2011, había que ser un desalmado para no ser partícipe de la esperanza de tantos millones de personas. Pero cinco años después, parece que los desalmados –los que eran escépticos ante la posibilidad de un auténtico progreso, los que advirtieron de que la revolución abriría paso a una guerra civil– estuvieron siempre en lo cierto""Es la desintegración de países como el Yemen, Siria y Libia lo que explica el auge y sorprendente atractivo del Estado Islámico. Worth ve a los pueblos árabes motivados no por un afán de libertad o por la justicia, sino por algo más básico: el imperio de la ley, la predictibilidad fundamental de la vida, que sólo un Estado funcional ('dawla', en árabe) puede proveer. "Querían algo de lo que habían oído hablar y que se habían imaginado toda la vida, pero que jamás habían conocido: un 'dawla' que no se desvaneciera bajo sus pies, un lugar que pudieran sentir de su propiedad, un Estado que protegiera a sus súbditos de la humillación y la desesperanza", escribe al final del libro"
Cuando los regímenes corruptos y autocráticos de la región empezaron a derrumbarse uno tras otro durante la Primavera Árabe de 2011, había que ser un desalmado para no ser partícipe de la esperanza de tantos millones de personas. Pero cinco años después, parece que los desalmados –los que eran escépticos ante la posibilidad de un auténtico progreso, los que advirtieron de que la revolución abriría paso a una guerra civil– estuvieron siempre en lo cierto. Las revoluciones nunca parecen traer la felicidad que prometen: no fue así en Francia en 1789, ni en Rusia en 1917, ni en Egipto, Libia o Siria en 2011. De hecho, Oriente Medio ha ido de mal –dictaduras represivas reforzadas con policías secretas y un latrocinio a gran escala– en peor: la guerra civil y el genocidio.
Para los americanos que contemplan estos sucesos, la gran pregunta suele ser cuál fue el papel que tuvo nuestro Gobierno en el desastre. El problema es que hay varias respuestas plausibles, y todas ellas se contradicen. En Irak, Estados Unidos tuvo el papel más activo posible, pues invadió el país en 2003 y derrocó a Sadam Husein; hoy, Irak apenas existe, dividido irrevocablemente entre kurdos, chiíes y suníes. Cuando, con Irak en mente, se trató de derrocar a Muamar el Gadafi en Libia en 2011, Estados Unidos y la OTAN se negaron a invadir y se limitaron a apoyar a los rebeldes con ataques aéreos. Pues bien, hoy, Libia apenas existe: su territorio se lo han repartido milicias tribales enfrentadas.
Al echar la vista atrás sobre Libia, el presidente Barack Obama rehusó intervenir en Siria,retractándose incluso de su propia “línea roja” respecto al uso de armas químicas por parte del régimen de Asad. Hoy, Siria apenas existe, la rebelión dio paso a una guerra civil que ya dura cinco años y ha costado cientos de miles de vidas y convertido a millones de personas en refugiados. En ese vacío ha medrado el ISIS, el Estado Islámico, cuya violencia y crueldad salvajes han sacudido al mundo, aunque sin hacerle pasar precisamente a la acción.
La invasión, la intervención limitada y la no intervención han resultado tener, en el mundo árabe, resultados igualmente desastrosos. Hoy, Oriente Medio es tan ruinoso que la mayoría de los americanos se han dado por vencidos y recurrido al viejo cliché, tantas veces repetido durante la crisis yugoslava: se trata de odios ancestrales que tenían que evolucionar por sí mismos. Los analistas hablan ahora de una nueva Guerra de los Treinta Años, impertérritos ante el hecho de que la primera, que tuvo lugar en Europa en el siglo XVII, mató a quizá un tercio de la población de Alemania.
En su nuevo libro, A Rage for Order: The Middle East in Turmoil From Tahrir Square to Isis, Robert Worth no ofrece consejo alguno al Departamento de Estado, ni predice qué ocurrirá próximamente en el mundo árabe. Worth, veterano corresponsal de The New York Times, ofrece en su lugar una serie de instantáneas y perfiles de la Primavera Árabe y sus repercusiones, mostrando cómo se desarrollaron los acontecimientos en el plano de las vidas particulares. Presta así un importante servicio, porque cuando hablamos de Oriente Medio tendemos a utilizar grandes abstracciones religiosas e ideológicas: suníes y chiíes, laicistas e islamistas… Worth devuelve esas palabras a su origen en la vida de gente de carne y hueso y muestra cómo personas que nunca soñaron con hacer la guerra o la revolución acabaron destruidas por ellas.
Tal vez la historia más dolorosa e ilustrativa en A Rage for Order sea la de Aliaa Alí y Nura Kanafani, dos jóvenes sirias. En 2011, cuando la Primavera Árabe llegó a Siria y comenzó la rebelión contra Bashar al Asad, Aliaa y Nura eran íntimas amigas, y se pasaban todo el tiempo la una en la casa de la otra, en la ciudad mediterránea de Yableh. No prestaban atención al hecho de que Nura fuese suní, parte de la mayoría musulmana de Siria, y Aliaa alauita, seguidora de la secta minoritaria que gobernó el país durante el régimen de Asad. De hecho, Worth escribe que Nura rechazó en una ocasión la propuesta de matrimonio de un pretendiente suní porque era hostil a los alauitas: “No puedo vivir con un hombre que piensa que los alauitas deberían estar proscritos”, le dijo a Aliaa.
Que estas amigas acabaran siendo enemigas no es del todo una sorpresa. Hemos visto ocurrir lo mismo demasiadas veces, entre serbios y croatas o entre hutus y tutsis, cuando las afirmaciones grupales destruyen los lazos individuales. Aun así, sigue resultando impactante leer la historia de cómo Aliaa y Nura se volvieron la una contra la otra, movidas por la creciente violencia entre suníes y alauitas; entre los rebeldes y el régimen. Lo siniestro de la identidad es que es el elemento definitorio más vacío –habida cuenta de que la raza o la religión de una persona no te dice nada sobre cómo es– y al mismo tiempo es potencialmente el más importante. Una vez que las personas se sienten amenazadas como grupo, empiezan a considerarse a sí mismas sólo como parte de ese grupo, simplemente como forma de autodefensa. La amenaza de la violencia provoca la violencia preventiva; tanto los alauitas como los suníes están convencidos de que son víctimas de la agresión del otro. Hoy, Nura y Aliaa viven en países diferentes y se han dejado de hablar, llenas de odio y sospechas mutuas.
¿Cómo podría ser este el fin de un proceso que empezó con tanta esperanza? Worth, que estuvo presente en la Plaza Tahrir de El Cairo cuando comenzaron las protestas allí en 2011, se sintió respecto a la Primavera Árabe como Wordsworth ante la Revolución Francesa: “Felicidad fue estar vivo en ese amanecer”. En la narración de Worth, la Plaza Tahrir parece una versión mayor y más formal de Zuccotti Park durante los días de la ocupación: un espacio utópico donde la sociedad parecía estar volviéndose a crear a sí misma. Los Hermanos Musulmanes y los progresistas seculares dejaron a un lado sus diferencias por el objetivo común de derrocar a Hosni Mubarak. El 11 de febrero, cuando se conoció la noticia de la dimisión de Muabarak, Worth vio la reacción popular:
La gente se abrazaba, yendo de un lado para otro en los balcones, con los ojos brillando por las lágrimas y la incredulidad. (…) En la calle, un hombre que pasó corriendo a mi lado, y que casi me tira, gritaba a pleno pulmón: “¡Nuestra libertad! ¡Nuestra libertad!”.
Pero en Egipto, como en Siria y otros lugares, el entusiasmo inicial ocultó el letal déficit de confianza entre los ciudadanos. Las divisiones entre los progresistas y los islamistas, los civiles y el Ejército, los rebeldes y los seguidores del viejo régimen demostraron ser demasiado tóxicas y estar profundamente arraigadas para ser superadas. Cuando los Hermanos Musulmanes lograron la elección de su candidato a la presidencia, Mohamed Morsi, muchos antiguos rebeldes urgieron al Ejército a que diera un paso al frente y lo expulsara. El nuevo hombre fuerte, Adbel Fatah al Sisi, se convirtió inmediatamente en objeto de culto a la personalidad, y su retrato apareció en “banderas, broches, fotografías, chocolates, tazas y otras formas de Al Sisi manía”, como decía un artículo periodístico citado por Worth. Cuando las fuerzas de Al Sisi masacraron a 800 islamistas en El Cairo, los progresistas aplaudieron.
En Egipto, sin embargo, el Estado por lo menos sobrevivió. No puede decirse lo mismo del Yemen, donde la dictadura de décadas de Alí Abdulah Saleh apenas había acabado cuando éste se puso de nuevo a la cabeza de una coalición chií contra fuerzas suníes financiadas por los saudíes. Una faceta del desastre árabe que Worth podría haber explicado mejor es el papel deArabia Saudí e Irán como patrocinadores externos de la violencia: el dinero y las armas proporcionados por estas superpotencias regionales fue lo que permitió que se prolongara la violencia tanto en el Yemen como en Siria.
En Libia, la desaparición del dictador dejó expuesta a una sociedad cuyas instituciones habían sido totalmente vaciadas. Libia, como Irak y otros países árabes, era un país sin identidad histórica –se creó al aunar tres provincias otomanas–, y por lo tanto con poca capacidad de concitar lealtades. Allí, Worth conoce a un hombre llamado Naser cuyo hermano ha sido asesinado en la cárcel por el régimen de Gadafi. Después de la revolución, la milicia de Naser capturó a los asesinos de su hermano; él no está seguro de si castigarlos o entregárselos al Gobierno nominal. Idealmente, hace lo segundo, y se encuentra con que se pierden todas las pruebas que había recopilado y los tipos logran escapar. En estas circunstancias, no sorprende que la tribu y el clan proporcionen la única fuente fiable de autoridad y lealtad.
Es la desintegración de países como el Yemen, Siria y Libia lo que, a juicio de Worth, explica el auge y sorprendente atractivo del Estado Islámico. Como sugiere en su título, A Rage for Order, Worth ve a los pueblos árabes motivados no por un afán de libertad o por la justicia, sino por algo más básico: el imperio de la ley, la predictibilidad fundamental de la vida, que sólo un Estado funcional (dawla, en árabe) puede proveer. “Querían algo de lo que habían oído hablar y que se habían imaginado toda la vida, pero que jamás habían conocido: un dawla que no se desvaneciera bajo sus pies, un lugar que pudieran sentir de su propiedad, un Estado que protegiera a sus súbditos de la humillación y la desesperanza”, escribe al final del libro.
Esta es una visión hobbesiana del Gobierno: en lugar de un estado de naturaleza de todos en guerra contra todos, es mejor tener un solo gobernante con el monopolio de la violencia, por muy arbitraria que sea. El califato declarado por el ISIS promete justo eso: un Gobierno fuerte basado en principios religiosos, capaz de poner orden en regiones saturadas de anarquía y guerra civil. La realidad, por supuesto, es otra bien distinta. Worth escribe sobre un hombre jordano, Abu Alí, que entró furtivamente en Irak para combatir con el ISIS; pero se horrorizó tanto por su crueldad que a los tres meses se volvió por donde vino, también furtivamente. Como muchos de los hombres y mujeres de A Rage for Order, ha sido condenado por la historia a vivir en un tiempo y un lugar sin demasiadas opciones.
© Versión original (en inglés): Tablet© Versión en español: Revista El Medio

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