martes, 10 de mayo de 2011

La camiseta de Bin Laden

Antoni Puigverd

9/5/11


El fallecimiento de Bin Laden ha suscitado graves interrogantes de tipo ético. ¿Es lícito comportarse de manera bárbara para eliminar la barbarie? Dos refranes chinos responden de manera distinta a la pregunta. Uno, pragmático, afirma: “Da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. El otro alerta de las consecuencias corruptoras del pragmatismo: “Quien se cubre con una piel de tigre para emboscar y cazar al tigre acaba tigre y suele morir con la piel de tigre puesta”. Estas dos respuestas no crean dilema, a mi entender. Se imbrican dialécticamente en nuestra realidad. Las sociedades democráticas avanzan esquiando entre el pragmatismo y la tensión ética.

Bin Laden no fue víctima de una acción de guerra, se dice y se repite: fue asesinado. No estaba armado, no podía defenderse. En lugar de ser detenido, para ser juzgado por sus crímenes, fue asesinado a sangre fría. Ante las imágenes de Obama y Clinton contemplando en directo, a través del ordenador, el asesinato de Bin Laden, nuestros moralistas exclaman: ¡complacencia cínica! Y se preguntan: ¿podrá defender Occidente en el mundo árabe sus valores si los traiciona para satisfacer la sed de venganza o para atender a sus intereses? Obama, que tantas esperanzas había suscitado, les ha decepcionado de nuevo. Otro mito caído. Le acusan de comportarse como un vulgar pistolero del Far West.

Dichas críticas, tan necesarias, se inspiran en la formidable ética kantiana (aunque también en cierto antiamericanismo de manual). Responden a los ideales de nuestra civilización. Pero tienden a una especie de platonismo democrático. Se sitúan en el plano estricto de las ideas: desprecian los complejos laberintos de la realidad; desprecian los peligros y los intereses de la realidad; desprecian el fango de la realidad. Un fango que inevitablemente ensucia toda intervención destinada a defender, no sólo principios democráticos, sino vidas y haciendas. Nuestras vidas, nuestras haciendas. Nueva York, 11 de septiembre. Madrid, 11 de marzo. Noestamos en la academia de Platón, habitamos un mundo bárbaro y cruel. Para recordar de qué tipo de enemigo hablamos, bastará con subrayar que Al Qaeda ha usado el lavado de cerebro para convertir a sus secuaces en bombas suicidas.

Es conveniente señalar, censurar, cuestionar los inquietantes procedimientos con que, por miedo, venganza o interés, los americanos han ejecutado el plan de búsqueda, captura y ejecución de Bin Laden. Pero sería conveniente no caer en el amaneramiento moral. La sobreabundancia de condenas moralistas tiende a crear un bucle narcisista: artículos y tertulias morales se han encabalgado buscando en el estanque el reflejo de la bondad. Tanta unanimidad moral en una sociedad como la nuestra, interesada y corrupta como todas, implicada como todas en la defensa del bienestar, del buen comer y el bien vestir, ¿no revela cierta hipocresía, cierta gratuita superioridad moral?

Es curioso observar cómo las condenas apocalípticas del frío realismo estadounidense se producen en la ignorancia de otros episodios europeos semejantes a los que ha protagonizado el comando de Obama. Enric Juliana recordaba el otro día el asesinato de Mussolini y las vejaciones a su cadáver. Sandro Pertini, el socialista europeo más simpático de la segunda mitad de siglo XX, firmó la orden en plan Obama. Convenía matar a Mussolini antes de que los aliados hicieran tratos con él. Una acción fundacional de la renaciente democracia italiana. ¿Y qué decir de la celebración del bombazo etarra a Carrero Blanco? Muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras por la acción de Obama brindaron entonces con Delapierre. Otras muchas preguntas quedan en el aire. Por ejemplo: ¿no triunfó la revolución francesa, una de las dos matrices de la democracia, gracias a la guillotina y al Terror?

¿A qué responde nuestra obsesiva tendencia a exigir la bondad moral de la política? Por una parte, a la irrelevancia de nuestra opinión: apenas contamos en el concierto de las naciones: casi nadie nos escucha. Nuestras condenas morales salen, por consiguiente, gratis. Moralidad sin riesgo. Sin costes. Por otro lado: ¿no refleja el moralismo político cierto déficit espiritual? Eliminada de nuestra vida social toda forma de trascendencia religiosa, quedaría la nostalgia del absoluto. Quizás la obsesiva exigencia de perfección moral de la política procede de este vacío.

Se dice que el asesinato de Bin Laden lo convertirá en un mito para los islamistas. Un mito capaz de subyugar a otros sectoresmusulmanes, de propagar su escuela de odio. Veremos. La desaparición de Bin Laden recuerda la del Che Guevara. Desde que aquel mitificado guerrillero murió, su fama no ha hecho más que crecer en todo el mundo. Una fama que coincidió con la eclosión de la posmodernidad y la apoteosis del consumo. La fama del Che resiste el paso de las generaciones. Es un verdadero icono. Perfectos consumidores compran todavía camisetas y gadgets estampados con su decorativo rostro. Y, sin embargo, nada hay más alejado de la ideología del Che que la cultura pop. Ojalá el mito de Bin Laden tome este camino. El de un icono comercializable junto a los discos de Michael Jackson, junto a la foto de las torneadas piernas de Marilyn, pero ideológicamente infértil. Desactivado su mensaje de sangre gracias a la trivialidad de una fama decorativa.

Fuente: La Vanguardia

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