jueves, 31 de marzo de 2016

Se veía venir: tampoco Hitler fue un antisemita
JAI - Por Alberto Moyano - Pasó lo que tarde o temprano tenía que pasar: que un líder de izquierdas con cierto predicamento alertara sobre el antisemitismo rampante en amplios sectores del espectro ideológico progresista para que se armara la trifulca que, paradójicamente, clarifica notablemente el confuso panorama.

Fue Owen Jones, autor, entre otros títulos, de ‘Chavs-La demonización de la clase obrera’ (Ed. Capitán Swing), quien en un reciente artículo publicado por The Guardian advertía: "El antisemitismo es un veneno contra el que la izquierda debe luchar". Jones citaba algunos brotes que había detectado en sectores progresistas y concluía: "Es inaceptable que los judíos se sientan incómodos en el Partido Laborista".

Las réplicas no se hicieron esperar, precipitación que quizás explique tanto su escaso ingenio como su nula originalidad: no se puede hablar de antisemitismo para referirse al odio contra los judíos –venían a decir– por cuanto los árabes también son semitas. El argumento, traído por los pelos y contrario tanto a la definición de la RAE como a las de la European Union Agency for Fundamental Rights (FRA) y la Organization for Security and Co-operation in Europe (OSCE), se desvanecía en el aire, en el momento en el que los ‘replicantes’ acusaban precisamente a Israel de ser el auténtico gran antisemita. Absurdo, por cuanto si los árabes son hijos de Sem, los judíos también.

Todo esto trae del brazo una revelación: no hay nadie antisemita, igual que no hay nadie racista, ni machista. Todo ha sido un mal sueño. El propio Adolf jamás fue antisemita. ¿Cómo acusarle de serlo cuando estableció estrecha amistad con el gran muftí de Jerusalén o incluso formó una división entera de las SS –máximo exponente de la pureza racial– a base únicamente de musulmanes? Digámoslo ya: en neolengua, Hitler no sólo no era antisemita, ni siquiera fue islamófobo.

Esta desoladora conclusión, irrefutable para los nuevos judeófobos y que viene a negar el carácter esencialmente antisemita incluso del régimen nazi, se inscribe en el dramático absurdo en el que acostumbran a moverse en círculos los que profesan el odio a los hebreos. Por un lado, la ultraderecha, atrapada entre el negacionismo de las cámaras de gas y el deseo irrefrenable de que hubieran existido. Nostalgia de lo que no fue, que se llama. Y que para colmo, sí fue, como es obvio para cualquiera que no sea un perfecto ignorante. Por otro lado, la izquierda de piscifactoría, que al cacarear cual mantra que "Israel hace a los palestinos lo mismo que los nazis hicieron a los judíos" están diciendo que en Cisjordania funcionan cámaras de gas capaces de liquidar a 450.000 palestinos en 50 días o que éstas tampoco existieron en la Polonia ocupada. Por otra parte, éste es precisamente uno de los supuestos que la FRA y la OSCE recogen como ejemplos de antisemitismo: "Realizar comparaciones entre la política israelí actual y la de los nazis".

Conclusión: no existe el antisemitismo y, en consecuencia, tampoco los antisemitas. Al fin y al cabo, es un odio que se profesa pero no osa decir su nombre, disfrazándose de antisionismo o cualquier otro eufemismo. Víctima de esta corriente invisible puede caer tanto una película israelí propalestina como el rapero Matisyahu, de nacionalidad estadounidense, pero tremendamente sospechoso por su condición de judío y, por lo tanto, sionista de facto, por más que haya actuado en Israel junto a músicos palestinos. En cuanto al flanco árabe del antisemitismo, tampoco ha lugar. Al fin y al cabo, ¿quién odia a los árabes cristianos? Nadie. Bueno, excepto el Daesh y los Reyes Católicos que, éstos sí, como una buena madrastra, detestaron a árabes y a judíos por igual. Fueron, por así decirlo, los últimos antisemitas.

Y éste es, en esencia, el cuento que nos quieren contar los neoantisemitas: que no son un peligro porque en realidad el antisemitismo no existe. Al contrario: es un invento de los judíos.

Fuente: El diario Vasco

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