domingo, 24 de abril de 2016


Lo que hay detrás de la realidad que vive Israel

Por: Luis Guillermo Restrepo Satizábal | Director de Opinión de El País

Mundo

16/04/2016 - 06:07 PM
Invitados por Project Interchange, de la Fundación Jewish American Interchange, y la comunidad judía en Colombia, diez periodistas  viajamos a ese país para tener un acercamiento a la realidad que vive uno de los estados más jóvenes de la comunidad internacional y objeto de muchas y frecuentes polémicas.
Fue la oportunidad de  conocer en forma directa y sobre el terreno los puntos de vista de instituciones y personas vinculadas con la realidad de Israel y Palestina.
“Todos somos palestinos”, nos dijo en Tel Aviv uno de los conferencistas de las sesiones de trabajo que realizamos en Israel. Fue la forma de iniciar su planteamiento sobre la compleja situación que vive ese país, una isla en medio del mar turbulento de Oriente Medio.
El conferencista se refería al hecho de que Israel es más de la mitad de lo que los ingleses, durante su ocupación, bautizaron como Palestina. Y lo usó para afirmar el derecho que tiene a existir como Estado. Un Estado judío enclavado, entre decenas de pueblos de origen árabe con mayorías y sistemas de gobiernos islámicos, que reclama su derecho a existir.

Israel, una realidad incontrastable

No ha sido fácil esa existencia. Desde 1948, cuando se firmó la resolución de la  ONU, Israel debió enfrentar la guerra de sus vecinos, que le negaron el derecho a la existencia, a pesar del mandato de la organización que congrega a todas las naciones del mundo. 
Palmo a palmo, día a día, su pueblo  ha tenido que demostrar que Israel es una realidad dispuesta a todo para afirmar su derecho milenario a tener un lugar, un territorio, una nación, en lo que es su lugar histórico.
Sesenta y ocho años después, gran parte del mundo árabe empieza a reconocer esa realidad y muchos de sus antes hostiles vecinos que le negaban el derecho a existir, hoy la aceptan. Más aún, ven en su estabilidad y su fortaleza un aliado de gran importancia para enfrentar los peligros que generan en la región los radicalismos islámicos, el sectarismo religioso y las ambiciones de Irán, el vecino persa gobernado por los imanes chiitas.
Para lograr eso, Israel ha tenido que librar muchas batallas. Y consolidar sus instituciones desde el momento en que fue reconocido como Estado. Es una democracia amplia, participativa, deliberante, al estilo occidental, que utiliza cada centímetro de su geografía para ejercer la soberanía mediante el ejercicio de la agricultura. 
Allí caben toda clase de opiniones, desde las más extremas a la derecha y la izquierda; desde las más influidas por el judaísmo, por el sionismo radical o por la ausencia de creencias religiosas.
 En  el centro están las propuestas que reconocen la necesidad de llegar a un acuerdo con los palestinos, sin que ello signifique poner en riesgo el derecho a tener un Estado judío pluralista en una región marcada por la presencia abrumadora de un islam fraccionado en múltiples expresiones.
Pero está ante todo la  defensa de su existencia. Por eso, Israel ya no es el David que durante más de seis décadas debió enfrentar la amenaza del Goliat árabe, las naciones que pretendieron desaparecerlo. Ahora es el gigante en seguridad y estabilidad en una región donde las divisiones destruyen a Siria, abren espacio para monstruos como el estado islámico y mantienen en interinidad permanente al Líbano.
 Por ahora, está claro que la realidad del Oriente Medio es muy distinta a la que existía cuando la ONU decretó el nacimiento de Israel. Y que en la región se están produciendo alianzas y cambios en los cuales Israel juega un papel clave para enfrentar el fundamentalismo del Estado Islámico y las ambiciones de Irán.       
 A su lado está el pueblo palestino, que aún no ha podido consolidar su aspiración de tener un Estado, que ha sido utilizado por el mundo árabe y no árabe como instrumento para desestabilizar a Israel. Es el pueblo que ocupa la zona de Cisjordania, donde gobierna Al Fatah, organización que fundó Yasser Arafat, y la franja de Gaza, donde el terrorismo de Hamás mantiene su hegemonía con el respaldo de Irán.

En las alturas del  Golán,  el monte Bental sirve de punto de observación en la frontera de Siria, Líbano e Israel.<br>Foto: Vladdo / Especiales para El País
En las alturas del Golán, el monte Bental sirve de punto de observación en la frontera de Siria, Líbano e Israel.
Foto: Vladdo / Especiales para El País

Progreso con tensión

Ese es el microcosmos de una zona geográfica de 26.990 kilómetros cuadrados, 20.770 de los cuales pertenecen a Israel. Una región de las mismas dimensiones del Valle del Cauca, en la cual conviven dos naciones que aún no logran ponerse de acuerdo y la sucesión de guerras ha terminado por crear situaciones de hecho que deben ser resueltas en forma pacífica.
En esa región se destaca el impresionante desarrollo de Israel, que ha logrado convertir en una alfombra verde lo que antes era un desierto y donde la tecnología y el conocimiento van de la mano. 
Lo primero que se encuentra al llegar a la zona es el progreso en medio de la tensión. Progreso construido con tesón durante seis décadas y a pesar de las guerras. Allí es posible ver que si el agua es tratada con el respeto y la inteligencia que se requiere, la escasez desaparece para dar paso a una agricultura casi prodigiosa. 
Por eso, Israel es un tapete donde se pueden encontrar cultivos de frutas tropicales como el banano, el mango o el aguacate, así como la siembra permanente de flores para exportación. 
Y en medio de ese milagro crecen centenares de ciudades encabezadas por Tel Aviv, donde la vida cosmopolita hace olvidar los conflictos políticos, culturales y militares que las circundan. Además, es la tierra santa del cristianismo, el islam y el judaismo, donde Jerusalén se destaca por la historia y la tradición presentes en cada una de sus calles, sus esquinas y sus actividades.
Ese universo es vecino de otra cultura y otro pueblo que busca su propio Estado. Es Palestina, que en sus ciudades del West Bank o Cisjordania vive otra forma de gobierno, con otro idioma, con otra religión y con grandes necesidades que contrastan con la debilidad de su gobierno. 
Allí, a un paso de Jerusalén, está Ramala, la capital donde gobierna la autoridad Palestina encabezada por  Al Fatah, el partido heredero de Yasser Arafat, que hoy lidera Abbu Mazen.  
Y abajo, en la esquina con Egipto, está Gaza, una franja de 45 kilómetros habitados por casi dos millones de personas, rodeada por muros, acosadas por las necesidades y gobernadas por Hamás, un grupo para el cual el terrorismo y el odio contra Israel parecen ser el único norte.
Así, la aspiración de tener un Estado propio tiene como gran enemigo la división de los dirigentes. Y el descrédito de los gobernantes, que son rechazados por la inmensa mayoría de los palestinos. 
Según  Kalil Shikaki, director del Centro Palestino de Política e Investigación, la decisión del pueblo contrasta con la falta de confianza en sus dirigentes: el 63 % pide la renuncia del presidente Mahmud Abbas y, en caso de una elección se inclinaría por el candidato de Hamás, a pesar de que rechazan el terrorismo.
En la encuesta que realizó el Centro dirigido por el doctor Shikaki se puede ver también el respaldo a expresiones de fuerza como la intifada contra Israel como mecanismo para conseguir el reconocimiento de sus derechos. Respaldo que, sin embargo, está decreciendo, a la par que mantiene la idea de tener dos estados, si bien  crece la aceptación a la propuesta de tener un solo Estado que congregue a Israel y Palestina.
 La encuesta muestra la confusión que padece Palestina, producto de un liderazgo que no parece dirigido a concretar el propósito de construir un Estado sino a destruir a Israel.
Por eso la convivencia es marcada por muros que aislan a ciudades palestinas de donde se lanzan ataques esporádicos o encierran  a Gaza, el epicentro desde el cual Hamás ataca cuando puede.
 Así, lo que se vive es una coexistencia obligada, donde Israel tiene el control pero la amenaza de la violencia sigue latente. Mientras tanto, Jerusalén sigue siendo el punto de convergencia de culturas árabes, católicas, cristianas y judías. Y sus calles, así como las carreteras de Israel, sorprenden por esa convivencia de culturas, a pesar de los radicalismos que pretenden revivir odios milenarios.
Estar en Israel obliga a reconocer que no toda la información que llega de allá refleja la realidad que se vive. Y que el esfuerzo por construir algo será siempre más poderoso que el ánimo de destruir a quienes son diferentes o creen en algo distinto. Es decir, que el reconocimiento de la pluralidad será siempre la base de la convivencia pacífica.

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