lunes, 23 de diciembre de 2013

Triunfo de la mediocridad

pe Eliaschev en su grata tarea de informar y opinar Buenos Aires, 29 de noviembre de 2013 - Podría decirse que, en principio, hay tres maneras de enfocar lo que me propongo ahora mismo desarrollar. La primera de ellas sería catastrófica, apocalíptica, tomar al pie de la letra todas y cada una de las palabras que se escuchan o leen, y hacer de esto una verdadera tragedia. No voy a optar por esta posibilidad. La segunda sería igualmente inapropiada, además de nefasta: no escuchar, no leer, no enterarse, hacerse el desentendido, mirar para otro lado. Tampoco va a ser ésta mi opción. Hay una tercera posibilidad, en la que me voy a internar: admitir que algo que se ha dicho es pernicioso, atribuirle la importancia que tiene como mensaje en los medios de comunicación y tomarlo como parte de una realidad que a menudo suscita furia e impotencia. Ayer, jueves 28 de noviembre, en la radio FM Rock & Pop, la conductora Elizabeth Vernaci, enterada del cambio societario en los dueños de esa emisora porteña, para la que ella trabaja, dijo “lo que más bronca me da es que venga la cueva de los judíos”. Esta locutora hizo su fama desde de su irreprimible propensión al lenguaje más chabacano y soez, con el que se maneja permanentemente desde cuando era joven, hace ya un cuarto de siglo. Más adelante, esta misma persona dijo que el ingreso como socios mayoritarios en la propiedad de esa radio de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel convertía a la Rock & Pop en la “Rock & Moishe”. Hay que decir algunas cosas importantes, esquivando ambas opciones extremas, no convertir a esto en una guerra mundial, ni hacerse el tonto. La banalización de las diferencias étnicas, culturales, lingüísticas y “raciales”, palabra que nunca me ha gustado (descreo poderosamente de la idea de raza), es una de las maneras que hemos tenido los seres humanos para internarnos en profundidades oscuras y tenebrosas. Cuando algo se banaliza, se desvaloriza, y cuando algo se desvaloriza, se deshumaniza. Una de las constantes de todos los fenómenos totalitarios y exterminadores de los que tenemos memoria, es que arrancan con la devaluación del ser humano. Pueden ser judíos, musulmanes, gitanos, negros, gallegos, no importa. El otro, el diferente, “no está a mi altura, no es un ser humano”: este podría ser el paradigma, la ecuación del devaluador serial. Traducción: en tanto y en cuanto el diferente no está a mi altura, no merece ser considerado como par mío. La banalización tiene, entre muchas posibilidades de desarrollo, ésta que Vernaci ha pergeñado en la Rock & Pop: la frivolización, convertir a algo importante en irrelevante. En verdad, la irrelevancia de los comentarios de gente como ella derivan de su precario bagaje cultural. Ella y sus pares son irremediablemente frívolos, no porque quieran, sino porque no pueden ser de otra manera. A Vernaci y sus parecidos les está vedada la profundidad, la densidad, las temáticas problematizantes. Apenas pueden ser saltimbanquis que patinan por la corteza de la superficie. Todo esto va disfrazado de una patraña, hacen como si lo de ellos fuera humor, como si fueran graciosos. La gracia y el humor, desde luego, discurren en un nivel muy particular. Nadie puede enojarse con el humor. Esto lo han enseñado grandes maestros, como el finado Jorge Guinzburg, cuya muerte tanto hemos lamentado. Guinzburg sabía muy bien que había cosas con las que no se debía hacer humor. Por ejemplo, no se podía hacer humor con convertir a la gente en jabón porque eso lo hizo la Alemania nazi de Hitler en la Segunda Guerra Mundial. No se puede hacer humor con las desapariciones, porque en la Argentina hemos tenido casi 10.000. En una palabra, el humor tiene códigos, limitaciones, marcos, impedimentos. Hay cosas que no se pueden hacer, hay cosas que no se pueden decir, hay cosas que no se pueden escribir. No porque no se puedan; sí se pueden, pero a condición de que nos hagamos cargo de las repercusiones y consecuencias. Allá por el comienzo de la democracia, la presencia de algunos pocos dirigentes judíos en el gobierno del presidente Raúl Alfonsín, bastó y alcanzó para que desde el peronismo se hablara de la “sinagoga radical”. Aludían al Chacho Jaroslavsky, a Bernardo Grinspun, a Marcelo y Adolfo Stubrin, a Mario Brodersohn, y a algunos escasos dirigentes, tan argentinos como cualquiera, solo que eran argentinos judíos. No pasó, claro, de ser un estereotipo pensar que si alguien es judío pertenece a “la sinagoga”, pero se usó y mucho. Eso no ha desaparecido, más allá de que los judíos somos, en un país de 40 millones de habitantes, no más de 220.000. Lo que ha pasado en la Rock & Pop es especialmente grave porque viene travestido de humor. Al tratar de ridiculizar a Garfunkel y Szpolski, Vernaci y sus coreutas han tratado de imitar lo que sería el acento extranjero de los judíos inmigrantes. Yo soy nieto de inmigrantes. Mis abuelos eran inmigrantes de lo que hoy es Ucrania y entonces formaba parte del imperio ruso. Cuando llegaron a Buenos Aires, con una mano atrás y otra adelante, hablaban un poco de y básicamente idish. A duras penas, con muchísimo esfuerzo y trabajando 16 a 18 horas por día, fueron aprendiendo los primeros palotes del castellano. Pero era poco menos que imposible que dijeron “bueno”, decían “boino”, como tantas otras pronunciaciones de inmigrantes polacos, húngaros, alemanes, checoslovacos, etcétera. Ridiculizar el acento de los inmigrantes, pretender que la palabra “moishe” describe bien al mundo judío argentino con su vitalidad, creatividad y potencia de emprendimientos, es de parte de Vernaci, como los de todos de su calaña, de un brutal analfabetismo funcional, poderosamente llamativo. Viven en un mundo antiguo, de hace medio siglo, el mundo de la Alianza Libertadora Nacionalista, Tacuara, de la Guardia Restauradora Nacionalista. Cuando te llamás Vernaci sos inmigrante, como cuando te llamás Eliaschev, tan inmigrante como casi todos nosotros, porque una abrumadora mayoría de argentinos que amamos a este país, incluyendo a quienes no solo nacimos, sino que además elegimos a la Argentina, sin estar obligados a hacerlo, tenemos padres o abuelos que bajaron del barco. Más allá de esto, es cierto que la sociedad Szpolski-Garfunkel responde de manera integral al grupo gobernante. Éste es un dato de la realidad, pero que ahora no viene al caso. Ellos no necesitan ser defendidos por mí, entre otras cosas porque son millonarios de gruesas fortunas, generadas al amparo de situaciones que nada tienen que ver con el trabajo laborioso. Pero mi deber, mi obligación, mi mandato cívico es condenar severamente el hecho de que, a través de los medios de comunicación, discurra esta basura, disfrazada de supuesto humorismo. Eso no es humor, eso expresa una discriminación latente que estalla ante la mínima posibilidad de perder un puesto de trabajo o ante la sospecha de que un cambio societario puede generar en una emisora la salida de ciertos conductores. En definitiva, el episodio expresa una profunda mediocridad. Pero, una vez más, hay que decirlo: el antisemitismo, además de ser el socialismo de los imbéciles, es la consagración de la mediocridad. © Pepe Eliaschev http://www.pepeeliaschev.com/audios/triunfo-de-la-mediocridad-15514