A 34 años de la Guerra de Malvinas
Israel fue el país que más apoyó a la Argentina durante la Guerra de las Malvinas para vencer los bloqueos de armas a las que la habían sometido Gran Bretaña, la Comunidad Económica Europea, el Commonwealth y EE.UU. Incluso, envió a dos de sus técnicos a instalar equipos en las islas.
En plena guerra, un grupo de pilotos civiles de Aerolíneas Argentinas voló a Medio Oriente para regresar con los aviones repletos de armas. Por primera vez, estos héroes anónimos cuentan en detalle la odisea.
Fueron dos vuelos a Tel Aviv, cuatro a Trípoli y uno a Sudáfrica, que debió ser abortado en pleno trayecto porque al parecer los militares argentinos no cerraron el negocio con el traficante de armas (Diego Palleros, según fuentes consultadas para esta investigación). Los viajes se realizaron entre el 7 de abril y el 9 de junio de 1982. Todas las operaciones fueron hechas con aviones Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas, tripulados por civiles y acondicionados para volver a tope: desmantelado de asientos, en cada partida, el fuselaje de la nave parecía la garganta seca de un robot.
Confidencial, esa era la palabra. Implicaba que ni esposas ni hijos ni amigos podían saber que se habían convertido en el núcleo de una misión secreta para armar a la Argentina en una guerra que se vislumbraba despareja. Los llamaban a sus casas, les ordenaban que estuvieran a tal hora en Ezeiza y sólo en los minutos previos a la partida comenzaban a soltarles la información con cuentagotas. A veces en el despacho de algún jefe militar. Otras directamente en el avión. En el tercer viaje, por ejemplo, al piloto Luis Cuniberti, que hoy tiene 76 años, lo hicieron despegar y una vez en el aire protagonizó el siguiente diálogo con el oficial de inteligencia que llevaba como enlace:
–Bueno, dígame hacia dónde voy.
– A Trípoli.
Las rutas eran Buenos Aires–Recife–Las Palmas (Islas Canarias) –Trípoli o Tel Aviv. Los aviones partían con número indicativo falso, como casi toda la documentación legal presentada. Antes de salir, los pilotos recibían un sobre con viáticos por 40 mil dólares para imprevistos y luego se enfrentaban a una situación inédita. Eran convocados a la oficina de la Fuerza Aérea en Ezeiza, donde dos oficiales los esperaban para encomendarles una tarea extra. Jorge Prelooker, comandante del segundo vuelo a Israel, lo cuenta ahora, con cierta gracia, a los 75 años. Recuerda aquella noche, 10 de abril de 1982. Primero le comunicaron el destino, Tel Aviv, y luego ocurrió lo siguiente: “Entro, saludo, me presento y de inmediato uno de ellos, oficial de la Marina, me hace entrega de unos prismáticos enormes. Yo me quedo medio sorprendido, los agarro y pregunto para qué eran. Entonces me dice: ‘Mire, ustedes van a volar por el Océano Atlántico y queremos que se fijen en la medida de lo posible si ven algún tipo de barco de guerra’. Le pregunto cuáles, cómo, y acto seguido este hombre despliega una lámina con las siluetas de los tipos de buques dibujados como en la batalla naval. Nos pareció insólito porque es imposible que uno pueda reconocer el tipo de barco desde tan alto, pero durante la vuelta nos vimos obligados a volar más bajo y vimos buques dejando una estela inmensa en el mar, en rumbo Sur. Naturalmente, al llegar lo reportamos”.
En el aire era momento de callar. “Despegábamos, a los pocos minutos apagábamos todos los equipos y a volar en silencio. Éramos un misil atravesando la oscuridad de los cielos”, explica Mario Bernard a los 82 años. “Quince minutos antes de aterrizar abríamos contacto con la terminal que nos tocara y pedíamos autorización”, agrega. “En Brasil –sigue– se volvía a cargar combustible y nos lanzábamos a cruzar el océano otra vez en silencio. Por supuesto íbamos escuchando las comunicaciones en inglés británico, que ocupaban casi todo el espacio radial en aquella época. El cruce del Atlántico implicaba que pasáramos cerca de la Isla Ascensión, desde donde se aprovisionaba la flota inglesa y desde donde despegaban los Vulcan que después bombardeaban puerto argentino”.
La pregunta surge sola: a pesar de los recaudos tomados, los aviones de Aerolíneas Argentinas eran fácilmente identificables –como los de cualquier compañía área– y los mismos pilotos consideran que en el mundo de la aviación se sabía la operación que estaban efectuando.
¿Por qué entonces no los derribaron? Prelooker arriesga: “Si nos volteaban nos íbamos al fondo del mar y nunca se hubiera podido confirmar que llevábamos armas. Además, hubieran atacado aviones de línea con civiles a bordo, y hubiera desencadenado un escándalo internacional”, especula.
La gran película, sin embargo, los esperaba en los países de destino. Un banquete en Israel por tratarse de la primera vez que un avión de Aerolíneas Argentinas llegaba a ese país; largas horas en palacios militares o en bases subterráneas en medio del desierto ; cenas de recepción con oficiales del régimen libio; hangares secretos colmados de aviones soviéticos; un teólogo tucumano, especialista en el Corán, que se presentaba como “El doctor Alberto” y era el hombre que gestionaba el armamento con los árabes por su conocimiento del idioma; sobresaltos en mitad de la noche; regalos enviados por Galtieri para Kadhafi, que debían ser entregados en mano; y estadías que se prolongaban, mientras el Boeing iba siendo cargado con material de grueso calibre por oficiales del ejército anfitrión.
“Al llegar a Libia nos daban unos libros de color verde. Después supe que era el libro verde de Kadhafi. Estaba en árabe y en inglés. Y nosotros estábamos ahí, en unas habitaciones, mirando televisión y esperando novedades. De vez en cuando aparecía el doctor Alberto, un tipo lenguaraz, que nos decía que la cosa iba bien y se marchaba”, recuerda Leopoldo Arias.
No conocen en detalle lo que trajeron, pero entienden que fueron muchos misiles, soviéticos, sobre todo, y minas antitanque y antipersonales, probablemente las mismas que siguen sembradas en los alrededores de Puerto Argentino. “Los misiles soviéticos eran clave –dice Cuniberti– porque son de largo alcance y los aviones ingleses, como sabían que Argentina los tenía, evitaban volar más bajo”.
“Fierros –dice Ramón Arce, hombre diminuto y de voz delgada–, trajimos fierros de todo tipo. Pero nuestro trabajo consistía en pilotear los aviones, trasladar el material, los militares no nos decían nada y nosotros entendíamos que no había que preguntar a menos que estuviera en riesgo la seguridad del vuelo”.
Arce era el jefe del grupo. Estaba a cargo de toda la línea Boeing y, como tal, era quien debía convocar a los pilotos cada vez que surgía un vuelo especial. También organizaba los otros vuelos, no secretos, que consistieron en transportar tropas de conscriptos a Río Gallegos y a Comodoro Rivadavia durante todo el tiempo que duró el conflicto con los ingleses.
Pero Arce fue, sobre todo, quien condujo el primer vuelo de la serie. El 7 de abril de 1982 despegó a rumbo a Tel Aviv en un viaje que no implicó mayores problemas porque todavía, a pesar del vértigo diplomático que comenzaba a dispararse, no había comenzado la guerra directa. Cuando arribaron al aeropuerto internacional Ben Gurion, una comitiva mixta de argentinos e israelíes los recibió con honores. “Al fin llegan –les dijo la representante de Aerolíneas en Israel, una rubia despampanante de Almagro que se hacía llamar Matsie–, los estábamos esperando”. Era la primera vez en la historia de Aerolíneas que un avión de su flota llegaba a Israel. Nadie supo jamás, hasta ahora, que ese avión regresó al país saturado de armas.
El comandante Juan Carlos Ardalla aparece en una de las fotos que ilustran esta serie de notas, acomodando una caja de municiones en el interior del Boeing 707, mientras la nave permanece estacionada en un hangar de Trípoli. Explicará que se hacía para distribuir el peso de una manera correcta y evitar que el avión, en pleno vuelo, se fuera de cola. Ahora tiene 71 años. Es un hombre flaco, espigado y saludable. El tiempo lo convirtió en un estudioso de la guerra. El resto del grupo lo señala como el especialista. “De acuerdo a distintos estudios que aparecieron después de la guerra, estimo que el 30% de las armas que trajimos llegó a las islas. Pero no sabemos qué sucedió con el resto. Nosotros aterrizábamos en Palomar y de inmediato eran despachados a Río Gallegos con la carga”, explica.
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La colaboración de Israel con las fuerzas armadas argentinas tenía motivaciones económicas y políticas. Pero la presión combinada de Estados Unidos y Gran Bretaña hizo que la entrega de armamentos israelíes al régimen militar argentino perdiera regularidad. A pesar de los intentos de Tel Aviv por mantener a través de terceros el comercio de armamentos, los militares argentinos consideraron que Israel estaba más cerca de Washington y Londres que de Buenos Aires, y se convencieron de la necesidad de buscar proveedores alternativos en Trípoli, que se abastecía vía Moscú.
Según diferentes informes de la época, el 14 de mayo de 1982 la Junta Militar resolvió aceptar la colaboración del régimen de Kadhafi y envió una misión ultra secreta a Libia para cerrar el acuerdo. Diez días después, el presidente Galtieri y el brigadier Mustafá Muhammad Al Jarrubí, comandante de las Fuerzas Armadas libias, suscribían un acta que calificaba como “bárbara” la “odiosa agresión imperialista británica” y anunciaba el envío de las siguientes armas a Argentina:
-15 misiles aire-aire 530 de calorías.
-5 misiles aire-aire 530 radares.
-20 misiles aire-aire 550.
-20 motores de misiles aire-aire 550.
-20 misiles Istrella lanzador Kasef.
-60 misiles Istrella proyectiles Maksuf 10 morteros de 60 milímetros con accesorios.
-10 morteros de 81 milímetros con accesorios.
-492 proyectiles de mortero de 60 milímetros.
-498 proyectiles de 81 milímetros súper explosivo.
-198 proyectiles iluminantes de morteros de 81 milímetros.
-1000 bombas iluminantes de 26,5 milímetros.
-50 ametralladoras calibre 50 milímetros.
-49.500 proyectiles calibre 50 milímetros.
-4000 minas antitanque.
-5000 minas antipersonales.
El 27 de mayo de 1982, Luis Cuniberti despegó desde Ezeiza y se enteró en el aire que debía llegar a Trípoli. Iba en busca, sin saberlo, del primero de los cargamentos libios.
Los aviones regresaban con 40 toneladas promedio de material encima, es decir, pasados de peso, obligados a volar más bajo y con riesgo serio de venirse a pique. Volar a menor altura, además, hacía que el consumo de combustible fuera mayor, razón por la cual tuvieron que realizar escalas excepcionales.
Prelooker, Cuniberti y Arias recuerdan paradas en los aeropuertos de Las Palmas, Recife y Río de Janeiro cargados de bombas hasta la trompa y cómo custodiaban la puerta para evitar que nadie ajeno entrara a la nave: eran paradas de alto riesgo, por fortuna anecdóticas, junto a aviones repletos de pasajeros. “Durante el tiempo que duró esta misión –dice el comandante–, nos vimos obligados a no respetar prácticamente ninguna de las convenciones formales ni los códigos de seguridad de la aviación aerocomercial”.
Lo que sí respetaron fue su propio silencio, la orden de no decir ni revelar nada a nadie. Naturalizaron los sucesos vividos y siguieron adelante con su trabajo en los años posteriores a la guerra hasta que se jubilaron en los tempranos ‘90. En todo este tiempo, ley de vida, muchos de los tripulantes que los acompañaron fueron muriendo. Otros que también participaron en la “Operación Aerolíneas”, cuyos nombres se preservan, se alejaron con el secreto a cuestas. El Estado Nacional, en tanto, los reconoció como “veteranos de guerra” y les otorgó diferentes condecoraciones por la misión patriótica cumplida. Pero los hechos siguieron sin ser revelados. Era un hueco en este episodio trágico de la guerra de Malvinas: un espacio vacío que comienza a llenarse ahora.
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