miércoles, 16 de abril de 2008

La Iglesia y la Inquisición


Una reciente gira de conferencias por Latinoamérica y el Caribe me regaló una parada de distensión en Cartagena de Indias. Esta bella ciudad colombiana contiene uno de los cascos antiguos más magníficos que he visitado. Arribar al mismo al anochecer, en el instante perfecto en que la luz del día se desvanece y comienzan a iluminarse sus largas calles empedradas y sus amplias casonas coloniales, es vislumbrar una experiencia singular. Cartagena ofrece desde un Museo del Oro hasta un Hard Rock Café, desde antiguos claustros remodelados en sofisticados hoteles hasta una universidad, desde plazas coloniales tupidas de palmeras y bailarines locales, hasta restaurantes típicos y locales de moda; todo ello integrado en una atmósfera de turismo intrigante y relajante a la vez.

Cuesta creer que esta hermosa ciudad haya sido asiento, cinco siglos atrás, de una de las instituciones más nefastas de la historia de la humanidad: la así llamada Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, fundada en 1542 por Pablo III para defender a la Iglesia de las herejías. En el año 1610 fue instaurada la Inquisición en Cartagena de Indias. Junto con Lima y México, fue una ciudad del continente americano usada por la Iglesia Católica como base para juzgar delitos contra la fe cristiana. Su jurisdicción abarcaba el Nuevo Reino de Granada y Venezuela hasta Nicaragua, Panamá, Santo Domingo y las Islas de Barlovento. Ella permaneció allí hasta 1811 cuando los independentistas expulsaron a los inquisidores temporalmente, para erradicarlos definitivamente en 1821.

Entrar al Palacio de la Inquisición es adentrarse al oscurantismo medieval más aterrador. Las primeras salas están dedicadas a las brujas. Se informa que las mujeres delgadas eran sospechosas naturales de la brujería pues se requería un cuerpo liviano para volar. Un método de detección de brujas consistía en ponderar las proporciones del cuerpo con el peso de la sospechosa y si éstos no cuajaban con lo estipulado por los inquisidores, ésta caía en desgracia. Otro método surgía de derramar un líquido altamente irritante para los ojos, en caso de que la desdichada no lagrimeara, los inquisidores concluían en su culpabilidad dado que era atribuido al demonio la incapacidad de llorar, una característica que las brujas compartían. La siguiente sala exhibe los horribles mecanismos de tortura empleados por los inquisidores contra todos los “herejes”. Se trata de métodos inconcebibles a la razón. Atravesar estos cuartos conlleva un aplastamiento del ánimo que tomará horas recuperar. El “aplastacabezas”, tal como sugiere su nombre, era una herramienta que permitía triturar el cerebro del hereje hasta que éste se le saliera por los ojos. Una mesa con cuerdas permitía atar las extremidades de los acusados y estirarlas hasta el desprendimiento brutal. Una silla a la que era sujetada la víctima tenía un cilindro de hierro que, a medida que el verdugo hacía girar una manija, avanzaba contra el cuello de ésta provocando asfixia primero y el destrozo de la columna vertebral después. Estos y otros métodos eran usados para extraer confesiones y llegar a la “verdad”. La decapitación por hacha y el “fuego purificador” de la hoguera actuaban finalmente como castigos de ejecución una vez obtenida la “confesión”.

En 1908, el Papa San Pío X modificó el nombre de la Inquisición por el de Sagrada Congregación del Santo Oficio. En 1965, Pablo VI la rebautizó bajo el nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe, su nombre actual. Su prefecto por casi un cuarto de siglo fue el cardinal Joseph Ratzinger (1981-2005) hasta que fue proclamado Papa bajo el nombre de Benedicto XVI. Al visitar Brasil en mayo del 2007, en su discurso inaugural de la V Asamblea de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, Ratzinger afirmó que “el anuncio de Jesús y de su evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas ni fue una imposición de una cultura extraña…Cristo era el salvador que anhelaban [los indígenas de América] silenciosamente”. Su reafirmación del poder salvador de la Inquisición fue ampliamente considerado reaccionario y a contramarcha del nuevo espíritu componedor que desde el Concilio Vaticano II abrazó Roma. Ello es cierto, pero es menester recordar algunas cosas que aún Juan Pablo II -posiblemente el pontífice más dialoguista y sensible en la historia Papal- ha dicho al respecto.

En su carta apostólica Tertio millenio adveniente de 1994 escribió: “Así, es justo que (…) la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos, recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo”. (Énfasis en el original). Sin embargo, en un mensaje pronunciado al publicarse las Actas del Congreso sobre la Inquisición (octubre de 1998), Juan Pablo II observó: “En la opinión pública la imagen de la Inquisición representa casi el símbolo de ese antitestimonio y escándalo. ¿En que medida esa imagen es fiel a la realidad? Antes de pedir perdón, es necesario tener conocimiento exacto de los hechos y situar las faltas con respecto a las exigencias evangélicas allí donde se encuentran efectivamente”. El pedido de perdón emitido el 12 de marzo de 2000 en ocasión de la celebración litúrgica que marcó la Jornada del Perdón, decía: “Señor, Dios de todos los hombres, en algunas épocas de la historia los cristianos a veces han transigido con métodos de intolerancia y no han seguido el gran mandamiento del amor, desfigurando así el rostro de la Iglesia, tu Esposa. Ten misericordia de tus hijos pecadores…”. Léase bien: el arrepentimiento comprende no a la Iglesia como institución, sino a sus “hijos pecadores” los que “a veces” y en “algunas épocas” han transigido.

En lo referido a los actos perpetrados por la Iglesia durante su Inquisición y sus famosos pedidos de perdón, resta un largo camino por recorrer todavía. Con sus imperfecciones, bajo el pontificado de Juan Pablo II el camino había al menos comenzado. A juzgar por sus declaraciones, no queda claro si Benedicto XVI tiene intenciones de continuarlo.


Por Julián Schvindlerman

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