viernes, 6 de diciembre de 2013

Acerca de padres y de hijos: la historia sin fin...

Parashat VAIGASH BHN”V Promedia el libro de Bereshit y los capítulos transcurren con el relato de Iaacob y sus hijos, ahora en Mitsráim. No fue una decisión fácil pues acometía el hambre, había niños pequeños y la economía kenaanita se hallaba empobrecida. No había más recursos, solo desiertos estériles, regados con gotas de esperanza. El mero hecho de que se encontrase allí Iosef era razón suficiente para que su añoso padre deseara descender y aplacar su hambre espiritual; su otra esperanza, la que vieron sus ojos interiores al escuchar los sueños de su amado hijo en perashiot pasadas: “...Veabiv shamar et ha-davar”, nos decía la Torá. Cuando Iaacob escuchó el segundo de los sueños de Iosef “guardó la cosa”, pronuncia literalmente el texto. “...Dijo para sus adentros: ¿¡Cuándo habrá esto de ser realidad!?”, sostiene el Midrash. Ahora era ese tiempo, aquel en el cual el sol, la luna y las estrellas se avenían ante Iosef. Pero, en honor a la verdad y tal como lo explica el Malbim, era el primero de los sueños -el de contenidos tangibles, palpables, cercanos a la tarea cotidiana- el que se había cumplido: las gavillas, es decir, el alimento básico que había faltado durante dos años, serían la causa por la cual los hermanos lo reverenciarían, algo que en su momento ninguno de ellos pudo ni quiso comprender. Iaacob ya lo sabía, por eso lo “atesoró” en su interior, a la espera de que el momento arribase. Hay algo de profecía en cada hombre. En el caso de nuestro Patriarca, la profecía vivía en él, con él, junto a sus días y los eventos. Cada padre guarda esperanzas respecto a sus hijos, aunque no siempre sean las mismas. Más aún: son tan distintas como sus fisonomías y pensamientos. Pero, en el caso particular de Iosef -hijo de la ancianidad, como ya explicamos- las raszones superaban a las pasiones. Entre padres e hijos debe haber una relación de amor, de afecto, por un lado, y de comprensión, de sabiduría, por el otro. No es posible hacer trueque alguno en la vida con los hijos, en cambio, hay que saber dar a tiempo y esperar con paciencia (que no es más que sumar tiempo al tiempo). Iaacob sabía acerca de esto y había llegado el día en el que a su duelo prematuro, hecho frente a la desgarrada y ensangrentada túnica de su amado hijo (que los hermanos le enviaron como prueba de su desaparición física), lo supliera, con lágrimas de estremecimiento y conmoción -algo así como un shock en términos modernos-, la dicha de enterarse sobre Iosef y su privilegiado lugar en la corte del Faraón egipcio. Algo que Iosef tampoco ignoraba pues, a pesar de su juventud, sabía del tiempo y de esperas. Tras servir diecisiete años a su anciano padre, heredaba no solo su fisonomía y carácter sino también parte de esa profecía -que se transmite como sueños- y la capacidad de aguardar -“lishmor et hadavar”- que las cosas se den a su tiempo. Cada encuentro con sus hermanos en Egipto debía ser anónimo, al menos, hasta nuestra perashá. Iosef sabe muy bien quiénes son ellos y cuántos son, pero ellos no se dan cuenta. Cada regreso de los diez hermanos presupone un esfuerzo moral, el de reconsiderar sus vidas y lo actuado, pero ya no está Iosef. Ahora está el padre, Iaacob, que -téngalo por seguro, querido lector- comprende cada señal que desciende de Egipto, de boca o manos del “gobernador de aquella comarca”, el mismísimo Iosef, su hijo. La tradición Rabínica -hermosa y sabia-, que nos muestra y demuestra cuánto debemos amar nuestra Torá como modelo de vida y acciones, no en vano nos anticipaba que el mismísimo Iaacob, al comprobar las miserias y las muertes que la hambruna provocaba en territorios aledaños, es quien toma la iniciativa ante sus hijos -ya adultos y padres (!)- y los conmina a descender a Egipto en busca de grano. Dice la Torá al respecto: “...Vaiar Iaacob ki iesh SHeBeR be Mitsráim”. Esto quiere decir que el patriarca Iaacob “...Vio que había grano (cosecha para subsistir) en Egipto”. La pregunta obvia es: ¿Qué es lo que vio? O mejor dicho: ¿Cómo pudo ver a tanta distancia? No había periódicos, ni noticieros, ni radio, ni Internet, nada. Habrá notado Ud. que, en el versículo citado, aparece sin cursivas la palabra SheBeR, que significa literalmente “Grano” (cosecha o alimento). ¿Qué proponen nuestros sabios? Un ejercicio interpretativo: tomar las consonantes como iniciales de tres palabras diferentes. Veámoslo: SH por SHAM (allí); B por BEN (hijo); R por RAJEL (la madre de Iosef). Ahora se comprenderá que Iaacob vio con los otros ojos lo que nadie podía ver ni entender: en medio del hambre, la profecía le permitió vislumbrar a su hijo. Ya era el tiempo para que el sol y la luna, las estrellas y todo el cielo pudieran abrazarse con Iaacob. Era, tal vez -y permítasenos la libertad precaria de nuestra imaginaciónvolver a presenciar la escalera de sus viejos sueños, ahora transitada de tierra a tierra, por seres humanos, por sus propios hijos, pero “leShem Shamáim”, en “Nombre de los Cielos”, por amor a D’s, para unirse todos en el Todopoderoso. Y... ¡qué curioso! ¿Cómo reaccionan padre e hijo al enterarse, mediante terceros, que ambos están con vida? En el caso de Iosef la Torá habla de “no poder contenerse más”. No podía seguir fingiendo: “...¡Yo soy Iosef ! ¿Vive mi padre aún?” Sus hermanos, relata nuestra perashá, no pudieron responderle por haberse turbado ante su presencia. Ahora es el turno de Iaacob: llegan sus hijos y directamente le dicen: “...Todavía vive Iosef”. Cuando intentan contarle acerca de él, les dice Iaacob: “...¡Suficiente! Todavía Iosef, mi hijo, está vivo, partiré y lo veré antes de que yo muera”. Vive uno y vive el otro. Y ambos reaccionan con intensidades distintas, pero con el mismo amor de siempre. A Iosef pareciera no importarle si sus hermanos le creen. Su duda es reverente y se llama Iaacob, su padre, a quien le había regalado una última palabra antes de marchar en busca de sus hermanos: “hineni”, aquí estoy yo, presente, viviente, dispuesto. A Iaacob poco le importa quién es su hijo en estos momentos pues él sabía muy bien quién era, quién fue, desde siempre. Le alcanza con saber que vive: como Iosef y como hijo. Igual que Iosef, Iaacob vive aún, como Iaacob y como padre. El encuentro es en Goshen, la tierra apartada para el pueblo hebreo, los hermanos de Iosef. Llanto y consuelo. Para Iaacob era tiempo ya de partir de la vida física: “...Habré de morir esta vez, ya que ver tu rostro no esperaba”; para Iosef recién era el comienzo. Un padre ve el final, un hijo solo contempla el principio: ¿desencuentro o profecías? Sin embargo, les quedan por vivir en común otros diecisiete años, que son tantos como aquellos primeros años de vida de Iosef junto a su padre, hasta la cruel separación. Otros diecisiete años para reparar y recuperar la memoria, para darse cuenta del amor, del afecto, por un lado, y de la sabiduría, la capacidad de comprender, por otro, de padre a hijo y de los hijos hacia sus padres. Rab. Mordejai Maaravi Rab. Oficial de la OLEI