miércoles, 3 de febrero de 2016

Es innegable que la política mundial avanza hacia una nueva etapa en lo concerniente a la seguridad de los Estados frente a las migraciones masivas producto de los conflictos actuales. En este proceso, muchos intelectuales no han vacilado en abundar sobre los posibles aspectos que los cambios entrañan y han arribado a definiciones tales como “el fin de la historia”, “el regreso a las rivalidades tradicionales entre las naciones-Estado” y “la declinación del Estado-nación a causa de las contradicciones entre tribalismo y globalización”, entre otras posibilidades.
Cada una de estas versiones da cuenta —en algún aspecto— de una nueva realidad con la que discrepo. A mi juicio, pasan por alto un elemento decisivo y central de la política mundial de los próximos años, a saber: la principal fuente de conflicto en el mundo no será fundamentalmente social ni económica. El carácter de las grandes divisiones de la humanidad, como así la fuente dominante del conflicto es y continuará siendo cultural.
Las naciones-Estado seguirán siendo los agentes más poderosos en los asuntos mundiales. Pero en los principales conflictos políticos internacionales se enfrentarán naciones con entidades culturales paraestatales distintas. El choque de culturas dominará el escenario de la política mundial. No el choque de civilizaciones.
Las líneas de ruptura entre las entidades culturales diferentes serán los frentes de la batalla ideológica del futuro y, esto es, si se me permite la definición, una política —casi— de Estado en el pensamiento yihadista. De hecho, sostengo que estamos inmersos en esta etapa. El conflicto intercultural abierto y directo, que, en otras palabras, es la última fase de la evolución del conflicto en el mundo moderno.
Durante la Guerra Fría el planeta se dividió en lo que se conoció como primero, segundo y tercer mundo. Esa división ya no resulta pertinente y adquiere categoría de obsoleta. Hoy es mucho más lógico agrupar a los países en función de su cultura e idiosincracia que hacerlo según sus sistemas políticos y económicos, o por su grado de desarrollo, sencillamente porque lo primero va a definir lo segundo.
Las comunidades europeas, a su vez, compartirán características culturales que las distinguirán de las comunidades árabes o chinas. Pero los árabes, los chinos o los occidentales no integran ninguna entidad cultural ampliada. Constituyen entidades culturales individuales, de allí que sea extremadamente erróneo hablar de choque de civilizaciones. No existe tal diferencia entre las civilizaciones. Hay una sola civilización y es la civilización humana.
A mi juicio, la entidad cultural es la correcta forma de definir este dilema, por tanto, la organización cultural más alta de las personas y el nivel de identidad cultural individual ampliado es lo que distingue a los seres humanos y, a su vez, se define por los niveles de identidad de los individuos. Por ejemplo, un residente de Londres puede definirse con diversos grados de identidad, como londinense, británico, inglés, protestante, musulmán, judío, cristiano, europeo y occidental. El nivel más amplio con el que se identifique será la cultura a la que pertenece. Las personas pueden redefinir sus identidades y, como resultado de ello, la composición y las fronteras geográficas cambian.
Las entidades culturales pueden abarcar un número muy grande de personas, como en el caso de China (una entidad cultural que finge ser un Estado) e incluir a varias naciones-Estado, como ocurre con la cultura occidental o la árabe, o solamente una, como la cultura japonesa.
La identidad de los entes culturales será cada vez más importante y el mundo futuro estará conformado en gran medida por la interacción de cinco o tal vez seis entidades culturales, como la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la latinoamericana y, posiblemente, la africana. Los conflictos más importantes del futuro se producirán en las líneas de ruptura que separan a estas entidades culturales unas de otras. Esto es lo que está ocurriendo en el presente escenario mundial.
¿Por qué habrían de chocar las civilizaciones? En primer lugar, las diferencias entre las civilizaciones no son reales, solo existe una civilización, como ya he señalado anteriormente (la humana), pero las diferencias entre las entidades culturales son fundamentales.
Las culturas se diferencian entre sí por su historia, su idioma, su tradición y, lo más importante, por su religión. Personas pertenecientes a distintas culturas consideran de distinta forma las relaciones entre Dios y el hombre, grupo e individuo, ciudadano y Estado, padres e hijos, esposo y esposa. Del mismo modo, tienen criterios diferentes sobre la importancia relativa a los derechos y las responsabilidades, a la libertad y a la autoridad e incluso a la igualdad y la jerarquía.
Estas diferencias son el resultado de siglos en lo referente al mundo árabe-islámico y no desaparecerán rápidamente, pues son mucho más determinantes que las diferencias entre ideologías y regímenes políticos. Esto es lo que la cultura occidental debe comprender e internalizar para cooperar y tratar con los pueblos árabes de forma correcta y así aislar el radicalismo vigente que lo corroe. Ello no significa que con esto avasalle ningún aspecto de la cultura del mundo árabe islámico. Los procesos de modernización económica y cambio social tienen en todo el mundo el efecto de separar a la gente de sus identidades originales, lo que debilita al mismo tiempo a la nación-Estado como fuente de la identidad, pero nunca la desintegra.
En gran parte del mundo, especialmente en el mundo árabe, la religión ha conseguido llenar vacíos, muchas veces en forma de movimientos llamados fundamentalistas, que es posible encontrar en todas las creencias religiosas, aunque mucho más a menudo en el integrismo militante yihadista.
En la mayoría de los países y las religiones, las cúpulas activas de los movimientos fundamentalistas son jóvenes, cuentan con educación universitaria y pertenecen a la clase media capacitada o son profesionales y hombres de negocios. No son pobres ni postergados. De allí la importancia de la secularización del mundo, ella debería ser una de las realidades sociales dominantes, el problema es que se aprecia todo lo contrario en la vida del primer decenio del siglo XXI.
El resurgimiento de la religión ofrece una base de identidad y el doble papel que impulsa Occidente con la toma de conciencia sobre la propia cultura no muestra, por una parte, que Occidente se encuentre en la cúspide del poder. Sin embargo, tal vez como resultado de ello, entre las culturas no occidentales ocurre un fenómeno que es el regreso a las raíces. Así, se escuchan cada vez más las referencias al encierro y al fracaso de las ideas occidentales del socialismo o el liberalismo y, por ende, en Oriente Medio es bien visto el retorno a la rígida re-islamización. Esto hasta puede tener sentido y ser correcto, pero la pregunta sigue siendo: “¿Es culpa de la cultura judeocristiana?”
En su libro El choque de civilizaciones, Samuel Huntington pretendió presentar a Occidente sólo como una civilización, dejó al margen el orden político y la cultura específica occidental. Sin embargo, en lo que Huntington no reparó en su tiempo fue en la diferencia y los conceptos. Lo cierto y concreto hoy sobre la definición correcta del fundamentalismo religioso, en primer lugar, es que no es todo el islam, aunque sí lo secuestra y somete hacia el interior. Sin embargo, lo que verdaderamente encarna es una corriente islámica representante de una tradición, que se siente amenazada por la modernidad política. Su postulado central es regresar a los fundamentos religiosos primigenios del islam. Es una doctrina conservadora, tradicionalista y ortodoxa. El islamismo, en cambio, es una ideología y una práctica totalitaria cuyo objetivo estratégico es clausurar cualquier espacio político-cultural al interior del mundo islámico que incluya cambio o modernidad.
Cuando se hace de la política únicamente confrontación, se llega a la guerra. Cuando se limita la política a la exclusiva negociación, se llega al comercio, al modernismo y al desarrollo. Lo que sucede es que los representantes islámicos, en negociaciones internacionales, se ven obligados a regirse por leyes sancionadas por el hombre y no por Dios, lo que para sus sectores más radicales constituye una blasfemia. Cuando, en realidad, lo concreto es que la política internacional es esencialmente secular. No hay iglesia, mandamiento o profeta que se encuentre por sobre la norma. Por ello, los representantes islámicos suelen no tener más opción —por ejemplo, en Naciones Unidas— que practicar dos políticas a la vez. Una confesional, hacia adentro y otra secular, hacia afuera.
Así, en la cúspide de su poder, Occidente enfrenta al no Occidente y, en este escenario, es difícil que disminuya la interacción militar entre Occidente y el islamismo (ideología que exterioriza de forma violenta la doctrina de la yihad permanente), que, por cierto, data de varios siglos. Por el contrario, lo que vamos a continuar viendo es un escenario que seguramente podría hacerse mucho más virulento en el corto plazo y una espiral de violencia sin final a la vista.
Fuente: Columna de opinión de Infobae.com

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