domingo, 18 de mayo de 2008

Nuestra Delegación en Israel - Dìa 2





Miércoles 7 de mayo.
Era Iom Hazikarón, por lo que no hubo necesidad de madrugar tanto.
El micro nos movilizó escasos minutos hasta la Kneset, el parlamento israelí, un edificio de 1966 ubicado en una hermosa colina desde la que se domina gran parte de Jerusalem, pero cuya superficie no está a la altura del edificio de la Corte Suprema de Justicia.
Las cosas claras de entrada: la escalera de los tres poderes se aprecia también en la altura. Primero la justicia, luego el poder legislativo, y por último el ejecutivo. Ciento veinte diputados, democráticamente elegidos a través del voto popular, un voto que no es obligatorio y que siempre supera el 70% de participación ciudadana. Un sistema republicano y parlamentario, en el que el presidente del Estado es una figura de consenso y de representación, pero que no ejerce el poder ejecutivo, lo que sí está en manos del primer ministro, cuyo gobierno siempre pende de los hilos de las coaliciones que los miembros de la Kneset van tejiendo cotidianamente.
En frente de su entrada, nos sacamos la típica foto grupal ante la menorá, el candelabro de siete brazos que es a la vez símbolo del Estado, un regalo del gobierno británico hecho en hierro por un artista austríaco, y que concentra en sus columnas varios motivos bíblicos, sostenidos por el versículo de Zejariá que afirma “No por la fuerza, sino por Mi espirítu…”
La próxima escala fue Iad Vashem, el Museo de la Shoá, del Holocausto.
Un complejo completamente nuevo que a lo largo de 14 o 15 salas va documentando la historia del capítulo más oscuro de la raza humana: el de la industrialización de la muerte, o como lo decía Mario, el de la fabricación en serie de cenizas humanas.
Desde el primer impacto, en el que se ve por medio de diversas películas la vida de los judíos europeos en 1920 y 1930, el camino se va haciendo tan sinuoso como nuestras almas, capaces de lo más sublime, y a la vez de lo más horrendo. Fotos, objetos, testimonios grabados, entrevistas en video, películas e informativos de aquellos tiempos clarifican hasta el detalle más nimio la magnitud de la tragedia, aunque el interrogante más básico y más primordial sigue presente. El final del pasillo que se hace tan opresivo termina de golpe cuando una vista impresionante de la ciudad santa se regala a nuestras pupilas, como un bálsamo de quietud posterior a tanta muerte.
A las 11 en punto, una sirena de dos minutos de duración paraliza la existencia. Todo se detiene, incluso las películas del Museo. La gente de pie y en silencio absoluto baja sus rostros en señal de duelo recordando a todos los muertos, que de alguna forma dieron sus vidas, para que ellos -y también nosotros- sigamos viviendo con un estado judío.
Y en un extraño abrazo nos rodean íntegros la Shoá e Israel.
El kadish de duelo y nuestro “El Malé Rajamim” recitados en la sinagoga del Museo le suman palabras de oración a aquello que no tiene palabras, y en ellas nuestro compromiso de recordar a las víctimas haciendo en su nombre más actos de tzedek, más actos de justicia.
La sala con la llama eterna frente a los nombres de los campos de concentración, el bosque dedicado a la memoria de los “Jasidei Umot Haolam”, “Los Justos de las Naciones”, quienes ayudaron a salvar judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y nuestro paso por entre el complejo que recuerda los nombres del millón y medio de chicos judíos asesinados, al lado del monumento a Janusz Korczak, fueron el epílogo de una historia sin final.
El aire nos volvió cuando llegamos al Monte Scopus, donde la Universidad de Jerusalem, creada en 1925, se extiende plácidamente sobre sus laderas, mirando hacia la Ciudad Vieja, y también al desierto de Judea. Las distancias parecen enormes, y sin embargo son terriblemente pequeñas.
El “Har hazeitim” fue la escala siguiente. El Monte de los Olivos es sencillamente una delicia para los sentidos. Está cubierto en su mayoría por tumbas, ya que de acuerdo a la tradición hebrea, desde allí mismo -en el final de los tiempos- se iniciará la resurrección de los muertos, y a nadie le gusta estar en la segunda fila… Si alguien quisiera saber dónde hacer la mejor postal de Jerusalem, la respuesta se hace más que evidente: aquí. No es casual entonces que en el mirador, ya hace años, esté instalado Yusuf con su maltrecho camello. Fotografiarlo era una cosa, montarlo otra totalmente distinta. Vi a algunos compañeros cordobeses preguntar por el precio, que no era caro (10 shekel), pero nadie puso primera, así que en un acto de arrojo (por suerte al camello no se le ocurrió arrojarme) me subí en su lomo, y en menos de 3 segundos, gracias a los arábigos gritos de Yusuf, estaba a casi tres metros de altura, paseándome como David Niven en Lawrence de Arabia. Gracias a que sobreviví, otros tomaron la posta, primero Marcelo (Pepe), y después Sara, que no salía de su asombro.
Vuelta al hotel para encontrarnos en el lobby con una imagen nueva: en una mesa, una bandera israelí a modo de mantel, con un “ner zikarón”, una vela de recordación encendida en el centro del maguen david, y las dos franjas que ya no eran azules, sino negras. Una señal de duelo evidente, en un día muy triste que lentamente iba acabando, para dejar lugar a la alegría más plena, la de Iom Haatzmaut.
Después de una cena rápida el lobby nos cobijó frente a una televisión gigante por la que vimos el inicio oficial de los festejos del día de la independencia. Sesenta años nos separaban de 1948 y de la voz ronca de Ben Gurión decretando la creación del Estado de Israel, después de 2000 años de falta de soberanía judía sobre nuestra tierra.
El acto en el Monte Hertzl fue dedicado a los niños israelíes, y después del cambio de guardia y de izar por completo la bandera que estaba a media asta, Sarit Haddad rodeada de chicos cantaba “Shema Israel Elohai”, y nos transportaba a la vez a Córdoba, extrañando a nuestros queridos bajo los acordes de una canción que ya se hizo un clásico en nuestro shill en la voz de Jessi. El clima del recogimiento comenzaba a dejar paso al del regocijo, y nuestra llegada al centro de Jerusalem, en Kikar Tizón, el corazón de los festejos, lo percibía en cada cuadra caminada.
Miles y miles de personas, de todo tipo y color, con bebés de escasos meses y ancianos en sillas de ruedas, se iban integrando a una masa enorme de gente que cubría cuadras y cuadras. Judíos etíopes de raza negra se entremezclaban con jasidim, chicas vestidas provocativamente se daban las manos con inmigrantes alemanes, evangelistas yankis danzaban a la par de chicos latinoamericanos de Marcha por la Vida, y todo era azul y blanco. Banderas, binchas, anteojos con forma de maguen David, silbatos, nieve artificial, panchos, cerveza, copos de azucar y de azucar, llenaban la vista y el olfato. Los sonidos se alternaban con bandas musicales en vivo, y con el estruendo de cientos de fuegos artificiales satinados con proyectores laser que armaban figuras alusivas en edificios alejados varias cuadras del centro neurálgico del espectáculo, exactamente el lugar donde nos hallábamos ubicados. Bandejas de luces gigantes ubicadas en los techos de edificios aledaños iluminaban la noche jerosolimitana con columnas blancas y azules que llegaban hasta el cielo, y debajo, nosotros abrazados a la alegría de un estado que es bien conciente del milagro que significa. El personaje de la noche fue Julia, que ante la mirada de incredulidad de su hija Graciela, no paraba de bailar con cuanto israelí pudiera, sin importar ni su edad ni su etnia, aunque un petiso canoso y muy movedizo no se alejará nunca de sus recuerdos…
Si queríamos saber qué significa la alegría israelí, la misión estaba más que cumplida.
Y por suerte, fue una alegría bien contagiosa.

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