martes, 20 de mayo de 2008

Nuestra Delegación en Israel - Día 4


Ya era viernes.
El 8 de mayo, para ser más precisos.
Por vez primera saldríamos unos kilómetros de esta ciudad fantástica, que nos cobijaba solamente desde la noche del lunes, aún cuando en algunos casos la sensación era como si lo hiciera desde siempre.
Una cueva única, con un acceso bastante sencillo, nos internó en las entrañas de la tierra para descubrir en esta oportunidad la maravilla -ya no de la historia- sino de la naturaleza. Las estalactitas y las estalagmitas competían para ver cuál surgía del suelo, y cuál del techo de las cavernas. Creo que todavía seguimos discutiendo cuál es cuál. Esta pausa natural sería como un prólogo para la pausa sabática que se estaba asomando.
El destino siguiente sería Mini Israel, un parque temático preciosamente organizado, muy cerca de Latrún, una base militar que llama la atención porque desde la ruta se ve un enorme tanque sostenido a 50 metros de altura por un par de columnas de cemento.
Mini Israel nos ayudó a recordar todo lo que ya habíamos visto en Jerusalem, por supuesto en tamaño mini, y a la vez nos adelantó varios de los paisajes y de las ciudades que veríamos en los próximos días. Con los aviones estacionados en la réplica del aeropuerto Ben Gurión que se movían a botón, o los movimientos de los cuerpos orantes en el Kotel, los detalles más ínfimos presentados a una escala 1:25 daban cuenta de todo lo mucho que nos faltaba recorrer, y de lo polifacético de esta tierra que concentra en un territorio menor al de Tucumán tantos sitios de interés que no alcanzaría una visita de un año para recorrerlos. La que recorrió más cómoda el parque fue Nelly, ya que con su uña a medias, alquiló un autito eléctrico muy simpático que Nolo, su yerno, casi lo convierte en parte del paisaje de Mini Israel (hubiera quedado muy pintoresco estampado contra la muralla de la Ciudad Vieja).
El almuerzo fue nuevamente en pleno Jerusalem, en un lugar paradisíaco llamado Armón Hanatziv, más conocido como la Taielet, desde donde –para variar- no hay cámara de fotos que pueda transmitir lo que se imprime en las retinas.
El próximo destino fue también, lamentablemente, en pleno Jerusalem. Y digo “lamentablemente” ya que no hay israelí que desee su existencia. Me refiero a la valla o muro de separación que se extiende en algunas partes de la ciudad (y en otros sitios y poblados) para evitar que los terroristas ingresen libremente a Israel y atenten contra la población civil.
Es difícil mensurar semejante necesidad cuando no se reside en esta zona.
Personalmente me tocó vivir en Jerusalem en parte de 2001 y 2002, y créanme cuando afirmo que virtualmente no se podía vivir allí. Prácticamente no había día sin que un suicida se inmole en un micro, en un café, en un shopping, en una discoteca o en una parada de colectivo (cuanto más poblada, mejor).

A estas alturas, ya no caben dudas de que este muro ha reducido significativamente la cantidad de atentados de ese tipo, y aún a pesar de las críticas internacionales, es bueno recordar que todos los estados tienen derecho a la autodefensa, y a evitar que se adentren en sus terruños quienes buscan solamente muerte y destrucción.
Estaba cayendo la tarde y retornamos al hotel para otra mini, la mini preparación para el Shabat, debido al poco tiempo que nos quedaba.
La congregación Shevet Ajim, una pequeña kehilá de Guiló, el barrio más grande de Jerusalem, sería nuestro huésped.
Esta comunidad perteneciente al Movimiento Masortí o Conservador, de las cuáles hay alrededor de 50 a lo largo y ancho de todo Israel, está integrada sólo por 60 familias provenientes de 17 países distintos. Su rabino, Ari Burstein, es un amigo de la infancia que hizo aliá hace 21 años, y que luego de ser rabino en Haifa, hacía escasos días que había ingresado en esta nueva comunidad.

El presidente nos agradeció la visita y explicó que más de 150 delegaciones del exterior habían visitado su sinagoga durante los años 2001 y 2002 (los mismos que les mencionara hace instantes), porque desde un barrio árabe vecino la gente tenía por deporte disparar cotidianamente hacia Guiló, y fueron varias las víctimas de semejante saña. Y agregó que era muy bueno saber que las visitas se hacen también en tiempos más tranquilos y más alegres, teniendo en cuenta que recién salíamos de Iom Haatzmaut.
Con algunas melodías similares y otras no tanto, la tefilá transcurrió con la quietud sabática, y Gisa descubría, asombrada, como esta vez lo que decíamos, cobraba otra dimensión, porque estábamos justamente en los lugares que tantas veces nombramos en Córdoba.
Marta, contra la pared, no podía contener las lágrimas, mientras les regalábamos nuestro sidur Tefilot Guedolot, un texto que al igual que la vida judía, construye sobre los mismos párrafos, distintas lecturas.
Entre las palabras del rabino descubrimos un poco de desilusión frente al casi nulo apoyo estatal que reciben las sinagogas pertenecientes al movimiento conservador, ya que el monopolio religioso del Estado está en manos de la ortodoxia. Es así que en Israel se da la paradoja de que tanto cristianos como musulmanes pueden, por ejemplo, elegir en qué iglesia o mezquita casarse para tener un matrimonio oficialmente reconocido por Israel, mientras que un judío no dispone de tal libertad ya que las sinagogas y los rabinos no ortodoxos no cuentan con la aprobación oficial.
Un dato no menor, y que muchas veces produce que varias parejas salgan de territorio israelí y se casen en otro lado, por ejemplo en Córdoba, en nuestra sinagoga, para tener de esa forma el ok del Estado, que como es obvio, no tiene soberanía sobre lo que sucede fuera de sus fronteras.
Me invitaron a recitar el Kidush, y al finalizarlo, se me acercó David, nuestro jajam que es en sí mismo un ejemplo de pluralismo y de amor por todo lo judío, y me pidió que recitáramos el Sheejeianu para agradecer que estábamos celebrando Shabat en la Ciudad Santa. Sus ojos vidriosos seguramente conjugaban imágenes de su Líbano juvenil, cuando Israel era sólo un sueño, con la realidad más bella, la de saberse parte de la realización de una promesa de dos mil años.
En el micro de vuelta al hotel, mientras por las ventanas Jerusalem empezaba a tornarse en un torbellino de lucecitas que competían con las estrellas, escuchábamos “Ierushalaim shel Zahav”, y comprendíamos claramente por qué Nomi Shemer la describía como una ciudad de oro.
La ciudad y el tiempo se detuvieron.
No hacía falta explicarle a nadie que era Shabat.

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