miércoles, 21 de mayo de 2008

Nuestra Delegación en Israel - Día 5


Sabado 10.
No había instrucciones para el amanecer, vale decir, no había nada previsto. Era muy lógico. Era shabat, y eso en Jerusalem se nota. La palabra “caminata” fue una de las palabras claves del día. Probablemente la otra fue “pileta”.
Vamos a por la primera. De a grupos, y con destinos diferentes, sin presión alguna, la delegación cordobesa inició la conquista de la Ciudad Santa. A pura pata, nomás.
Algunos para el centro, a descubrirlo vaciado, otros para el lado de la Ciudad Vieja a pescar algo en el shuk, el mercado árabe. Y otros, conmigo incluido, a buscar un beit hakneset, una sinagoga para rezar.
El desafío estaba planteado por Dany: había que hacerlo en la sinagoga de sus ancestros, en pleno barrio de Najlaot. Encontrarla sería nuestra pequeña aventura sabática. Enfundados con el talit y el sidur, junto a Nolo, Víctor, Marta, Gisa, Dany y el incansable David, nos encaminamos hacia este barrio pletórico de callejuelas con el ancho justo como para que pasen dos ciclistas, a la búsqueda de un pasaje llamado “Eilat”. En menos de media hora nos topamos no sólo con el pasaje, sino que de causalidad (como mucho de lo que aquí sucede), nos chocamos con la casa que habitaba el mismísimo Abraham Arab Cohen, hace decenas y decenas de años.
La actual inquilina nos dijo que nada sabía de sus añejos habitantes, así que dirigimos nuestra brújula al encuentro de una pequeña sinagoga, muy cerca de allí, que tendría en una de sus paredes grabado el nombre de Don Abraham.
Las preguntas a los vecinos y a los transeúntes nos condujeron hasta un boulevard muy chiquito y muy florido con una ieshivá en la que había terminado bien temprano Shajarit, el rezo matutino, y ya no se encontraba nadie. Dany estaba seguro de que ese era el lugar, y una cortina corrida como a propósito dejó entrever por entre el cristal de la ventana dos piedras grabadas sobre la pared a modo de tablas de la ley, y en el sexto renglón de la izquierda, claramente se leían -en prolija caligrafía hebrea-, tres palabras: “Abraham Arab Cohen”.
Dany estaba emocionado, pero se emocionó más todavía cuando a escasos metros de allí ingresamos en otra sinagoga de judíos sefaradíes damasquinos, mientras estaban finalizando la lectura de la Torá, y le comentaron sobre las bondades que todavía se cuentan de Abraham y de su hijo, retratados en Najlaot como dos jajamim tzadikim, dos hombres sabios y justos.
Con la sinagoga repleta en su planta baja, y en el primer piso las mujeres, el nusaj, es decir el tono seferadí, lo invadía todo. Podíamos estar en el siglo XXI o en el XI, y salvo por los libros impresos, no habría ninguna diferencia.
La vuelta de la caminata al hotel, con sensación de plenitud sabática, prácticamente nos depositó en la pileta, en su sauna y su jacuzzi, elementos todos de los que ni siquiera sabíamos acerca de su existencia por el ritmo con el que veníamos durante todo el viaje. Pero Shabat es la pausa sagrada, y así lo vivimos. Siesta en algunos casos, visitas en otros, alguna lectura postergada, el reencuentro del atardecer y el momento de la havdalá, de la separación entre el tiempo sagrado, suave y especial, de aquel que empezaba de a poco, pero frenéticamente, a cubrir nuevamente la rutina y la ciudad.
El saludo tradicional de Shavua Tov (buena semana) se escuchaba en su original hebreo, pronunciado sin embargo, con el acento de todos los idiomas.
Suponíamos que la semana que estaba entrando iba a ser buena.
Ahora, la que había concluido, ¡vaya que lo había sido!

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