viernes, 16 de mayo de 2008

Nuestra Delegación en Israel - Día 1





El martes 6 de mayo se constituyó formalmente en el primer día de visita a Medinat Israel de esta delegación cordobesa que, a través de la filial de la OSA (Organización Sionista Argentina), tuvo el privilegio de ser la única delegación comunitaria del interior del país.
Veinticinco almas amanecieron en un soleado día de Medio Oriente, cuando ya empezaba a clarear, a las cinco de la mañana. Un desayuno bien compacto y bien israelí abrió los estómagos a nuevas experiencias. Plegarias para algunos, llamados para otros, cámaras fotográficas atentas a todo panorama y el micro que nos esperaba, puntual como sería siempre (y nosotros, evidentemente, con alguna impuntualidad, como siempre, ejem…)
Mario, el guía, toma el micrófono, y entre sus recomendaciones, incluye el hecho de que el desayuno es probablemente la comida más importante del día, que hay que aprovecharlo bien, pero que a la vez hay que ir de a poco. Ni bien termina de pronunciar sus palabras, un sonido familiar (pero nada agradable) nos remitió inmediatamente a las bolsitas que teníamos en frente de nuestros asientos en el avión el día anterior. Guardaremos la identidad del o de la protagonista para el interior del grupo, pero indudablemente -como lo señalé al instante- siendo Israel tierra de profetas, íbamos a tener que tener mucho cuidado con lo que decíamos, ya que todo podía inexorablemente cobrar realidad. La cuestión es que en el micro no había bolsitas, y para hacerla corta y lo menos escatológico posible, volvimos al hotel, enviamos a lavar el micro, y lentamente todo volvió a la “anormalidad” en la que estábamos.
Puestos nuevamente en carrera, con todos sanos y salvos (más salvos que sanos, en nuestro caso), tomamos dirección sureste, mientras nuestros ojos pugnaban por salirse de las ventanillas del micro apreciando la Belleza –así, con mayúsculas- de esta ciudad que es un delicioso cocktail de eternidades.
El micro comenzó a bordear la muralla de la Ciudad Vieja, y se detuvo frente a Shaar Hashpot, la Puerta de la Basura, por donde se retiraba en época del Templo de Jerusalem, todo lo sobrante de los sacrificios de animales realizados en el altar.
Ingresamos por allí porque es el punto más cercano al Kotel, al Muro de los Lamentos.
La inspección de rutina fue el preludio del encuentro con esta pared inefable que concentra en muy pocos metros cuadrados el área más visible, (aún cuando fuera solamente una pequeña porción de la pared externa), de toda la explanada que sustentaba la casa reconstruida en el siglo V a.e.c. denominada formalmente el Segundo Templo, a fin de distinguirlo de la obra original, llevada a cabo por el rey Salomón hace aproximadamente tres milenios.
Había postergado esa mañana el talit y los tefilín para este momento, y con ellos ya colocados y a punto de ingresar al Kotel, Mario nos cambia de golpe el programa, porque había conseguido la autorización para visitar los túneles del Muro, un paseo inaccesible para muchos, y ahora a pasos de nosotros.
Atiné a sacarme estos objetos sagrados que nos conectan desde lo simbólico con el abrazo de nuestros preceptos, con el atarse a aquello que trasciende, y que tiene que ver con la Torá de combinar mano, corazón y cabeza en una unidad armónica, a modo de un original GPS espiritual que debiera ayudarnos a encarar la jornada ajustando acción, sentimiento y reflexión. Pero no pude hacerlo. Algo me decía que debía continuar con ellos, aún cuando nuevamente habíamos postergado la visita al Kotel.
Estaba en lo cierto. Internarse en aquellos túneles es darse cuenta del tamaño que tenía el Templo, algo difícil de captar por sobre la superficie. Metros y metros de pasadizos evidencian la majestuosidad de una obra colosal, cuyo valor central nunca radicó en lo arquitectónico, sino en lo que allí sucedía y en las conductas que esos rituales motivaban.
En efecto, el Kotel que todos conocemos –al menos por imágenes- se estira por casi 400 metros, y allí estábamos, apreciándolo en toda su dimensión. La piedra herodiana fue reflejo de varios flashes y de algunas lágrimas.
Salimos al aire libre y ahora sí ingresamos a la explanada del Kotel. No hicimos tiempo a tocar sus piedras, porque nos interrumpió la necesidad de juntar un minián más de los múltiples que se organizan espontáneamente en decenas de mesas esparcidas por este territorio sagrado. Era rosh jodesh, principio de un nuevo mes, y acercaron un Sefer Torá. Recuerdo a Dany y a Angel enfundados en talitot, haciendo brajot, dando tzedaká y maravillados ante la “kavaná”, ante la concentración de quien conducía la plegaria.
Me tocó llevar el papelito que Judy le pidió a Iara que escribiera, y cuando lo coloqué entre los surcos pedregosos, más allá de que racionalmente no sea muy afecto a este tipo de rituales, me sentí enlazado a una cadena de generaciones que busca –muchas a veces a tientas- dónde hallar la Shejiná, dónde encontrar un poco de Presencia Divina.
Las mujeres en su sector hacían lo propio, tal vez sin saber que esta separación de géneros existe en el Kotel tan sólo desde hace escasos 40 años, contrariando una costumbre milenaria que permitía –por ejemplo- una visita familiar al sitio que concentra como en un átomo casi todas las plegarias de casi toda la historia del pueblo judío. Cuestiones más políticas que religiosas, a las que sin duda volveremos.
Que Jerusalem es ciudad de encuentro de las tres tradiciones monoteístas más importantes del globo, no es ninguna novedad. Sin embargo, captarlo en vivo y en directo en una misma mañana, tiene algo de esotérico.
La misma pared del Kotel, pero un poco más a la derecha y más arriba, se tornó en el hueco por el que ingresamos a la explanada del Templo, hoy ocupada por la mezquita de El Aksa, y por el Domo de la Roca, centro del barrio musulmán y una de las postales más conocidas de Jerusalem con esa preciosa cúpula de oro que se asoma calma a través
de varios de los montes aledaños.
Tuvimos mucha suerte, porque no siempre el lugar es accesible al turismo. Escolares y transeúntes con sus vestimentas típicas transformaron las peies en kefiot y las polleras en largos vestidos hermosamente decorados. El mercado árabe por el que salimos, el típico shuk donde no regatear los precios es una especie de falta de respeto a los vendedores, con sus aromas a incienso y pan árabe, fueron a la vez la manera de llegar al barrio cristiano.
La Vía Dolorosa, con algunas de sus estaciones, nos condujo rápidamente hacia el santo Sepulcro, el lugar preciso donde la tradición cristiana sostiene que Jesús fue crucificado. Nuestras compañeras católicas no podían creer dónde estaban. Con unción se acercaron a cada uno de los lugares sagrados, y se dejaron envolver por el marco silencioso y sacro que entre tanta gente, destila aires de trascendencia a cada paso.
La puerta de Iafo fue nuestra salida de la Ciudad Vieja, y este empacho de religiosidad no impidió el hambre que avanzaba hacía horas, y que se incrementaba de forma directamente proporcional a lo caminado.
El almuerzo tardío fue en un kibutz, que con el crecimiento de la ciudad quedó inmerso en ella. Ramat Rajel, además de sus olivares y flores, concentra su actividad principal en un precioso hotel y un enorme restaurante que se llena de turistas día tras día.
Ya eran aproximadamente las 4 de la tarde, y veníamos marchando desde las 5, así que la propuesta de una pequeña pausa hotelera fue bien recibida, y un rato más tarde nos hallábamos otra vez en el micro esperando para ir al…¡Kotel! No es que seamos tan fanáticos. Sucede que allí se realizaría el acto central de Iom Hazikaron, iniciando esta jornada de duelo nacional en memoria de los caídos en las guerras por Israel y en los actos terroristas, que sumaban 22.437 víctimas.
No pudimos acercarnos por el Shaar Hashpot, el que usamos a la mañana, porque el tránsito estaba cortado, así que nos allegamos hasta “Shaar Shjem”, a través de la Jerusalem árabe, y entramos al anochecer a través del barrio musulmán. Si creen que suena muy peligroso, están equivocados, ya que a pesar del duro conflicto en que se halla la región, la vida cotidiana en Jerusalem -al igual que en la mayoría de las ciudades israelíes- es de una tranquilidad destacable.
Entrar por el lado opuesto, sin querer, nos habilitó estar ubicados en el mejor sitio frente al Kotel, a pocos metros de donde se realizó la ceremonia. El lugar se había llenado de miles de israelíes, la mayoría parientes o amigos de las víctimas por recordar.
Luego de izar la bandera a media asta, el presidente de Israel, Shimón Peres, junto a la viuda de un militar caído en la Guerra de la Independencia en 1948, encendió la llama votiva. Sus sentidas palabras apuntaron a reconocer el heroísmo de los caídos, el dolor de sus familias, y el compromiso de seguir buscando la paz al mismo tiempo de estar muy bien preparados para el conflicto. El jefe de Estado Mayor hizo lo propio con conceptos similares, se leyeron salmos, la oración “El Male Rajamim” y el padre de un soldado caído en 2006 pronunció visiblemente emocionado el Kadish de Duelo. La ceremonia concluyó con el Hatikva a capella, y había muy pocos ojos secos. Los de María Inés, que estaba a mi derecha, no encontraban pañuelo que los sostenga.
El retorno silencioso y cansino fue testimonio y homenaje de un primer día de un viaje, que ya incluía en apenas horas muchos pero muchos siglos.

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