viernes, 23 de mayo de 2008

Israel es el único rincón de Europa que defiende a Europa.

Asentando nuestra confianza sobre la roca de Israel?» Tel-Aviv, 14 de mayo. 1948. Son las cuatro de la tarde. Y el mandato británico en Palestina no expira -conforme a la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas- hasta las cero horas del día quince. Pero el día quince es shabat. Y el laico David Ben Gurión rinde homenaje a una tradición religiosa, sin la cual difícilmente hubiera logrado perseverar el pueblo judío en su larga historia de nación sin territorio. Ocho horas antes, pues, de que el alto comisario Cunningham abandone a su destino el protectorado, en el Museo de Arte de Tel-Aviv suena la proclamación solemne del primer Estado democrático en el Oriente Próximo. Hasta hoy, el único. «En virtud del derecho natural e histórico del pueblo judío», apenas salido del más acabado proyecto de borrar su existencia de la faz de la tierra, Ben Gurión proclama, sin ambigüedad alguna, la aceptación formal de la casi unánime -países árabes al margen- resolución 181 de la ONU, en cuya virtud es Israel un país libre. Once minutos antes de la medianoche, Harry S. Truman, en nombre del gobierno de los Estados Unidos, reconocía al Estado de Israel (la URSS lo haría apenas tres días más tarde). Antes de pasadas veinticuatro horas, los ejércitos de Siria, Líbano, Egipto, Jordania e Irak invadían el minúsculo germen de Estado judío.
Nadie parecía dispuesto a dar un céntimo, en ese instante, por la piel de unos colonos sin más ejército que sus difusas, aunque empecinadas, guerrillas y sus recién nacidos grupos de autodefensa.
Vencieron, a un duro costo, pero vencieron.
Y, al cabo de estos sesenta años de guerra sin cuartel que les fueran impuestos por todos sus vecinos, lograron lo impensable: un país próspero y moderno, en medio del marasmo medieval de un mundo islámico cada vez más empeñado en vetarse a sí mismo cualquier acceso a la edad moderna; un país, sobre todo, a cuya bien blindada democracia apenas ha arañado la dura contumacia de una guerra de más de medio siglo por la supervivencia.
Y no es fácil decir qué es lo más duro. Si ese nacer y morir de cada ciudadano en la certeza de que una derrota militar -una sola- significaría su completo exterminio: el de él y el de los suyos; el de él y el de cada habitante de su tierra; el de él y el de una larga cultura con la cual el mundo libre tiene contraída una deuda que no prescribe. O si es más dura aún la odiosa cobardía con la cual Europa ha vuelto la espalda a quienes, del otro lado del Mediterráneo, han sido la única barrera, durante sesenta años, a la expansión amenazante de la teocracia islamista.
Israel combatía por la democracia de todos y de cada uno de nosotros. Pero nadie, en la descompuesta Europa del último siglo, quiere oír hablar ya de combates. Europa arrastra consigo cien años de tristes rendiciones.
Y no puede perdonar a quien apuesta por salvar aquello que Europa fue antes de ser un cadáver: éste, polvoriento, de ahora.
No hay muchas cosas de las cuales felicitarse en el último medio siglo. Israel es una de ellas. Para aquel que aún osa ser un hombre libre. Pocos.
Fuente:Gabriel Albiac.La última gran epopeya de la libertad en armas
*Gabriel ALBIAC* (FILÓSOFO , PENSADOR , ESCRITOR)

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