domingo, 11 de mayo de 2008

BITACORA DE VIAJE - DELEGACION CORDOBESA EN ISRAEL

DIA UNO Y MEDIO, O CASI DOS DE VIAJE

Ezeiza se vistió de fiesta el domingo 4 de mayo por la mañana.
La delegación de Córdoba se entremezclaba, a través de los saludos, con la delegación de CUJA, con la de Hebraica, con la de SIO de Morón conducida por nuestro querido Gabriel “Negro” Pritzker, y otras que no llegamos a distinguir.
Entre documentos, valijas y gorritas distintivas, el aire bonaerense comenzaba a tomar un poco de fragancia a Medio Oriente.


Alitalia e Iberia serían los responsables de trasladar nuestros cuerpos a aquellos lugares a los que -aún en Ezeiza- nuestros espíritus ya estaban llegando.
Iberia se ocupó de nosotros.
El vuelo en sí fue óptimo. No así la calidad de la atención. Es más, después de que se había acabado la sacarina, el café, o el hielo (lo que había sucedido casi inmediatamente), a aquel valiente que se animaba a preguntar cuál era el motivo, amén de tener que soportar un rostro ibérico y azafático con cara de muy pocos amigos, también tenía que escuchar estoicamente que sencillamente “pues se ha acabado”.
Once horas y media nos tomó llegar a Madrid, en realidad a Barajas, su aeropuerto. Allí la cordialidad española llegó a su máximo apogeo cuando a Nelly -en un acto de arrojo- le dio por tropezar en una de las cintas que recorren el aeropuerto, y terminó donando la uña del dedo gordo de su pie derecho a la Corona. Ustedes conocen cuán dolorosa puede ser semejante experiencia, pero no se imaginan cuanto más puede serlo el hecho de tener que esperar por casi 40 minutos la atención médica, sin lugar a quejarse, porque “así es la salud en España, y ¡qué va!”. En fin, nuestros compañeros galaicos no se mostraron muy humanitarios ni por aire ni por tierra.
Cuatro horas de espera y cinco más de vuelo hasta Tel Aviv con iguales características: diez puntos lo tecnológico, y dos puntos el servicio. Para colmo, Herberto se quedó sin su cena (o almuerzo o desayuno, ya que a esas alturas no sabíamos qué hora era en ningún lado), pues la distancia entre asientos era tan ínfima, y debido al volumen de su estómago (no tan ínfimo, por cierto) no hubo manera de que pueda bajar la bandeja rebatible.
Tocamos suelo israelí a eso de las 4 pm del lunes 5, y Romina señaló “qué lejos estamos de casa, ¿no?”. Sólo atiné a contestarle que en realidad también “estábamos en casa”. Su sonrisa testimonió su acuerdo.
Un cartel de OSA Córdoba, debajo de una israelí, fue una de las primeras imágenes que llamaron la atención a nuestros ávidos ojos.
El control de pasaportes, la búsqueda de las valijas (todo en orden) y una rosa para cada uno de nosotros entregada gentilmente por quien sería nuestro guía, Mario, un olé porteño que a más de 30 años de su aliá, no había perdido ninguna de las típicas mañas que caracterizan a esta especial etnia.
El detalle de la rosa fue un toque especial, pero nada inocente, y ahora lo comprendo cabalmente: ya todos subidos al micro conducido por Ajman, nuestro chofer beduino, Mario nos informó –sin que se le mueva un solo músculo de su cara- que llegaríamos al hotel en Jerusalem a eso de las 19, que tendríamos tiempo para cenar hasta las 20, y ahora viene lo mejor: que nos levantarían a las 5 de la mañana (sí, cinco) para comenzar temprano nuestra visita a la Ciudad Vieja. Lo peor de la información era lo que paradójicamente se espera de ella: su veracidad.
El plan original, que era pasar por el Kotel antes de ir al hotel, fue inmediatamente descartado por la cruel realidad: en ese momento la visión de una cama se había tornado en un espejismo mágico, en el único deseo que pretenderíamos de cualquier lámpara de Aladino que encontráramos a nuestro paso.
Como sea, llegamos, comimos, y al sobre.
Demasiado para comenzar.

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