lunes, 26 de agosto de 2013
El País La primavera es un otoño
Hace dos años, el alzamiento que se produjo en buena parte del mundo árabe fue calificado como una primavera, porque marcaba un fenómeno político que parecía derrotar a dictaduras cuya permanencia en el poder llevaba tres o cuatro décadas.
En el perfil más luminoso del hecho, cabía considerar ese levantamiento como una búsqueda de la libertad, reaccionando contra formas del despotismo de perfiles muy variados, desde Khadafi en Libia hasta Mubarak en Egipto. El panorama, empero, fue (y sigue siendo) más complejo y acaso más turbio que un simple viraje hacia la democracia, porque arrastra extremos de fervor religioso, de fanatismo ideológico y de conflictos internos nada fáciles de allanar. Dos años después, aquella primavera se ha convertido en un otoño de roces y violencias que por el momento están derivando en choques armados, movilizaciones agresivas y caídas de gobiernos que parecían afianzarse en el poder y sin embargo son fugaces, como signos de una inestabilidad que no resulta una solución sino un terrible desafío.
Un ejemplo al respecto es Siria, donde la tiranía de la familia Al-Assad no ha sido derrotada y mantiene una encarnizada resistencia a la sublevación popular que a un año y medio de su estallido contabiliza ya cien mil muertos. Otro ejemplo es el propio Egipto, que consiguió abatir el absolutismo de Mubarak, tuvo elecciones multipartidistas, eligió un nuevo gobierno afiliado a la corriente de los Hermanos Musulmanes, pero sin embargo un año después esas nuevas autoridades fueron derrocadas por nuevos alzamientos populares que entronizaron una transición que incluye al ejército, fuerza que en ese país dispone de un prestigio y una influencia difíciles de combatir. La opinión pública que abatió a Mubarak, sostiene ahora que el gobierno encabezado por Mursi prometió rescatar al país y a su tambaleante economía, pero en cambio agravó la ruina de sus finanzas y la situación precaria de sus noventa millones de habitantes. La consecuencia de ese cambio han sido nuevas -y trágicas- manifestaciones callejeras, con miles de víctimas mortales y un futuro de incertidumbre.
Esos no son los únicos árabes turbulentos, ya que al desastre sirio y a la penuria egipcia se suma el cataclismo de Yemen, donde no parece haber una salida política medianamente soportable, mientras la anarquía se agrava y los enfrentamientos se multiplican para convertir esa esquina sudoeste de la península arábiga en un infierno. Hay otros disturbios en Túnez, en Jordania, en Mali y en Libia, confirmando que el terremoto de esa región no tiene miras de solucionarse y mucho menos de pacificarse.
El problema árabe forma parte de un paisaje más amplio, el del Islam, que comprende otros pueblos y abarca una enorme porción de la humanidad. El mundo musulmán cubre un gigantesco friso, desde Borneo hasta Marruecos, con algo más de 1.200 millones de habitantes en medio del cual figuran los árabes, pero también los persas, indios o malayos. Ese sector incluye a países con inmensas masas de población, como Indonesia o Pakistán, pero contiene asimismo una carga de religiosidad donde se prohíbe el culto de otras creencias, se limitan gravemente los derechos de las mujeres y se mantiene una posición poco amigable hacia otras culturas.
Ese espíritu combativo e intolerante ha crecido desde hace mil trescientos años, e incluyó un impulso expansionista donde ha figurado la conquista de la península ibérica y una difusión por media África y toda el Asia meridional, en una campaña armada con la espada y el Corán. El mundo occidental se alarma porque en medio de ese contexto aparecen amenazas fundamentalistas como las de Al-Qaeda y algunas variantes de terrorismo, pero quizás tales formas de belicosidad y de integrismo deban compararse con las que tenía la catolicidad del siglo XIII, ya que el Islam lleva setecientos años de desventaja histórica frente al universo cristiano. En la Europa medieval era la quema de herejes en la hoguera y hoy es la condena a muerte por culpas tan inefables como el adulterio. La antigua Inquisición ha sido sustituida por los tribunales de clérigos musulmanes que se creen dueños de la vida o la muerte. Para no ser igual que ellos, se debe admitir la tolerancia y los derechos del prójimo, porque de lo contrario el observador civilizado termina convirtiéndose en algo idéntico a lo que pretende combatir