lunes, 26 de agosto de 2013

El terremoto egipcio

Hermanos Musulmanes diciendo su oración en El Cairo Pensé que era como aquel terremoto de Lisboa. El primero de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, un terremoto bruto devastó Lisboa. La ciudad quedó destruida y más de 60.000 cristianos murieron en sus ruinas. Pero aquel cataclismo también sacudió a Europa: voces y más voces se levantaron contra la crueldad de un dios que podía mandar tanta muerte a sus amantes seguidores. Para filósofos y demás ilustrados fue la ocasión de profundizar la duda sobre ese orden que tantos aceptaban: de vacilar de Dios, de cuestionar certezas férreas. Si un dios hace estas cosas, ¿puede ser dios? A veces me parece que El Cairo debería ser nuestro Lisboa. Dios ya no rige muchas cosas: asuntos de la cama, esas cuestiones. Ahora el ídolo se llama democracia: es el orden supremo, el que no se puede cuestionar, el que se arguye y enarbola ante cualquier asunto. Y todo el set con ella: la libertad, el respeto por la vida, los derechos humanos. Que, de pronto, parecen menos importantes. En Egipto un gobierno militar lleva tres meses matando opositores por docenas. O, mejor: matando a los defensores del presidente libremente electo que su golpe derrocó. La semana pasada pueden haber sido –las cifras no terminan de estar claras– más de mil. Y siguen, y sin embargo no nos conmueve demasiado. No hablo solo de los silencios más esperables: esos países, esos gobernantes que se llenan la boca con valores absolutos –libertad, respeto por la vida, los derechos– pero los usan según las situaciones. Y que, en el caso de Estados Unidos, son los que arman al ejército que tira. Tampoco hablo de la distancia: Egipto está lejos pero no tan lejos. Con mucha más, el genocidio de Ruanda –aunque atrasado– terminó por parecernos estremecedor. Y, estos días, cualquiera que prenda un televisor, que patine internet puede ver esas imágenes horribles, muertos y más muertos: la distancia se acorta. No hablo de distancias geográficas ni de hipócritas profesionales. Hablo de la dizque opinión pública, de los supuestos ciudadanos, a los que miles de muertes en Egipto nos resultan tan fáciles, baratas de mirar. Víctimas de una masacre –no hay nada que produzca más piedad, en general, que las víctimas de masacres– que no despiertan emociones, que no nos interpelan. Y pensaba en el fundamentalismo. A muchos nos incomoda el fundamentalismo –y el Islam suele ser su ejemplo más preciso. Yo detesto muchos de sus rasgos: desde verlos tan seguros de que su dios es el más grande hasta verlos tan sometidos a su dios, desde el miedo con que sus hombres tapan a sus mujeres hasta la resignación con que ellas van tres pasos por detrás de ellos, desde su voluntad de imponer a todos lo que creen hasta su voluntad de imponer a todos lo que creen. (El año pasado estuve allí –la plaza Tahrir– mirando, haciendo fotos. Los manifestantes pedían que se reconociera la victoria electoral de Morsi, líder musulmán. Y yo escribí aquí mismo que lo que ví me hizo dudar de "mi natural tendencia –¿mi natural tendencia?– a pensar que mucha gente en la calle ardiendo decidida siempre es bueno, cuando los veo arrodillarse y golpear las cabezas contra el suelo: hombres orando, miles de hombres orando, humillándose al dios y al fondo, afuera, sus mujeres –de negro hasta las bolas.") No me gustó, como no me gusta la certeza violenta de ninguna religión. Pero con ellos menos porque son la religión más activa, más política de estos tiempos, la que consiguió aprovechar en muchos sitios el odio contra los imperios y volverse un factor decisivo de poder. Y menos porque saben convencer a sus chicos de que está bien atarse una bomba alrededor del cuerpo y explotarse, y matarse y matar, si total allá arriba te esperan las huríes. Y menos porque, cada vez que se imponen, producen sociedades donde imponen a todos sus reglas medievales, a los golpes, a los tiros, a piedrazo limpio. Son, está claro, lo más reaccionario, lo menos libertario, lo menos "democrático" que uno pueda imaginar. ¿Entonces justificamos, en nombre de esa democracia y esas libertades, que los acabe a tiros un gobierno militar? ¿O, por lo menos, no nos interpela? Me lo pregunto -y no me queda clara la respuesta. Hay confusiones que me gustan muy poco. Pero: si no nos parece tan terrible que los militares egipcios hagan todo lo que crean necesario para que los religiosos egipcios elegidos no gobiernen –para que la religión no imponga su represión en su país–, no podemos seguir hablando de democracia y derechos humanos tal como los definimos. Lo cual no es bueno o malo en sí pero obliga a pensar, entonces, lisboetas, de qué estamos hablando: qué pensamos para pensar por ejemplo que nos molesta menos esa violencia que la perspectiva de un gran país hundido en la obediencia islámica. ¿Pensamos que hay violencias justas, necesarias? ¿Que hay fines que justifican esos medios? ¿Que los principios que decíamos sostener son más maleables que lo que sosteníamos? ¿Que los principios son otros y que hay que definirlos? Son posibilidades, son preguntas. Lo que vale la pena. http://blogs.elpais.com/pamplinas/2013/08/el-terremoto-egipcio.html